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50 SOMBRAS MÁS OSCURAS:Capitulo 7


Maldita sea… ¿realmente acabo de hacer eso? Debe de ser el alcohol. He
bebido bastante champán, más cuatro copas de cuatro vinos distintos. Levanto la vista
hacia Christian, que está aplaudiendo.
Dios… va a enfadarse mucho, ahora que estábamos tan bien. Mi
subconsciente ha decidido finalmente hacer acto de presencia, y luce la cara de El
grito de Edvard Munch.
Christian se inclina hacia mí, con una falsa sonrisa estampada en la cara.
Me besa en la mejilla y después se acerca más para susurrarme al oído, con una voz
muy fría y controlada:
—No sé si adorarte puesto de rodillas o si darte unos azotes que te dejen
sin aliento.
Oh, yo sé lo que quiero ahora mismo. Levanto los ojos parpadeantes para
mirarle a través de la máscara. Ojalá pudiera interpretar su expresión.
—Prefiero la segunda opción, gracias —susurro desesperada, mientras el
aplauso se va apagando.
Él separa los labios e inspira bruscamente. Oh, esa boca escultural… la
quiero sobre mí, ahora. Muero por él. Me obsequia con una radiante sonrisa que me
deja sin respiración.
—Estás sufriendo, ¿eh? Veremos qué podemos hacer para solucionar eso
—insinúa, mientras desliza el índice por mi barbilla.
Su caricia resuena en el fondo de mis entrañas, allí donde el dolor ha
germinado y se ha extendido. Quiero abalanzarme sobre él aquí, ahora mismo, pero
volvemos a sentarnos para ver cómo subastan el siguiente lote.
Me cuesta mucho permanecer quieta. Christian me rodea el hombro con el
brazo y me acaricia la espalda continuamente con el pulgar, provocando deliciosos
hormigueos que bajan por mi espina dorsal. Sujeta mi mano con la que tiene libre, se la
lleva a los labios y luego la deja sobre su regazo.
Lenta y furtivamente, de manera que no me doy cuenta de su juego hasta que
ya es demasiado tarde, va subiendo mi mano por su pierna hasta llegar a su erección.
Ahogo un grito, y con el pánico impreso en los ojos miro alrededor de la mesa, pero
todo el mundo está concentrado en el escenario. Gracias a Dios que llevo máscara.
Aprovecho la ocasión y le acaricio despacio, dejando que mis dedos
exploren. Christian mantiene su mano sobre la mía, ocultando mis audaces dedos,
mientras su pulgar se desliza suavemente sobre mi nuca. Abre la boca y jadea
imperceptiblemente, y esa es la única reacción que capto a mi inexperta caricia. Pero
significa mucho. Me desea. Mi cuerpo se contrae por debajo de la cintura. Empieza a
ser insoportable.
El último lote de la subasta es una semana en el lago Adriana.
Naturalmente, el señor y la doctora Grey tienen una casa en aquel hermoso paraje de
Montana, y la puja sube rápidamente, pero yo apenas soy consciente de ello. Le noto
crecer bajo mis dedos y eso hace que me sienta muy poderosa.
—¡Adjudicado por ciento diez mil dólares! —proclama triunfalmente el
maestro de ceremonias.
Toda la sala prorrumpe en aplausos, y yo me sumo a ellos de mala gana,
igual que Christian, poniendo fin a nuestra diversión.
Se vuelve hacia mí con una expresión sugerente en los labios.
—¿Lista? —musita sobre la efusiva ovación.
—Sí —respondo en voz queda.
—¡Ana! —grita Mia—. ¡Ha llegado el momento!
¿Qué? No. Otra vez no.
—¿El momento de qué?
—La Subasta del Baile Inaugural. ¡Vamos!
Se levanta y me tiende la mano.
Yo miro de reojo a Christian, que está, creo, frunciéndole el ceño a Mia, y
no sé si reír o llorar, pero al final opto por la primera opción. Rompo a reír en un
estallido catártico de colegiala nerviosa, al vernos frustrados nuevamente por ese
torbellino de energía rosa que es Mia Grey. Christian me observa fijamente y, al cabo
de un momento, aparece la sombra de una sonrisa en sus labios.
—El primer baile será conmigo, ¿de acuerdo? Y no será en la pista —me
dice lascivo al oído.
Mi risita remite en cuanto la expectativa aviva las llamas del deseo. ¡Oh,
sí! La diosa que llevo dentro ejecuta una perfecta pirueta en el aire con sus patines
sobre hielo.
—Me apetece mucho.
Me inclino y le beso castamente en los labios. Echo un vistazo alrededor y
me doy cuenta de que el resto de los comensales de la mesa están atónitos.
Naturalmente, nunca habían visto a Christian acompañado de una chica.
Él esboza una amplia sonrisa y parece… feliz.
—Vamos, Ana —insiste Mia.
Acepto la mano que me tiende y la sigo al escenario, donde se han
congregado otras diez jóvenes más, y veo con cierta inquietud que Lily es una de ellas.
—¡Caballeros, el momento cumbre de la velada! —grita el maestro de
ceremonias por encima del bullicio—. ¡El momento que todos estaban esperando!
¡Estas doce encantadoras damas han aceptado subastar su primer baile al mejor postor!
Oh, no. Enrojezco de la cabeza a los pies. No me había dado cuenta de qué
iba todo esto. ¡Qué humillante!
—Es por una buena causa —sisea Mia al notar mi incomodidad—.
Además, ganará Christian —añade poniendo los ojos en blanco—. Me resulta
inconcebible que permita que alguien puje más que él. No te ha quitado los ojos de
encima en toda la noche.
Eso es… Tú concéntrate solo en que es para una buena causa, y en que
Christian ganará. Después de todo, no le viene de unos pocos dólares.
¡Pero eso implica que se gaste más dinero en ti!, me gruñe mi
subconsciente. Pero yo no quiero bailar con ningún otro… no podría bailar con ningún
otro, y además, no se va a gastar el dinero en mí, va a donarlo a la beneficencia.
¿Como los veinticuatro mil dólares que ya se ha gastado en ti?, prosigue mi
subconsciente, entornando los ojos.
Maldita sea. Parece que me he dejado llevar con esa puja impulsiva. ¿Y
por qué estoy discutiendo conmigo misma?
—Ahora, caballeros, acérquense por favor y echen un buen vistazo a quien
podría acompañarles en su primer baile. Doce muchachas hermosas y complacientes.
¡Santo Dios! Me siento como si estuviera en un mercado de carne.
Contemplo horrorizada a la veintena de hombres, como mínimo, que se aproxima a la
zona del escenario, Christian incluido. Se pasean con despreocupada elegancia entre
las mesas, deteniéndose a saludar una o dos veces por el camino. En cuanto los
interesados están reunidos alrededor del escenario, el maestro de ceremonias procede.
—Damas y caballeros, de acuerdo con la tradición del baile de máscaras,
mantendremos el misterio oculto tras las mismas y utilizaremos únicamente los
nombres de pila. En primer lugar tenemos a la encantadora Jada.
Jada también se ríe nerviosamente como una colegiala. Tal vez yo no esté
tan fuera de lugar. Va vestida de pies a la cabeza de tafetán azul marino con una
máscara a juego. Dos jóvenes dan un paso al frente, expectantes. Qué afortunada,
Jada…
—Jada habla japonés con fluidez, tiene el título de piloto de combate y es
gimnasta olímpica… mmm. —El maestro de ceremonias guiña un ojo—. Caballeros,
¿cuál es la oferta inicial?
Jada se queda boquiabierta ante las palabras del maestro de ceremonias:
obviamente, todo lo que ha dicho en su presentación no son más que bobadas
graciosas. Sonríe con timidez a los dos postores.
—¡Mil dólares! —grita uno.
La puja alcanza rápidamente los cinco mil dólares.
—A la una… a las dos… adjudicada… —proclama a voz en grito el
maestro de ceremonias—… ¡al caballero de la máscara!
Y naturalmente, como todos los caballeros llevan máscara, estallan las
carcajadas y los aplausos jocosos. Jada sonríe radiante a su comprador y abandona a
toda prisa el escenario.
—¿Lo ves…? ¡Es divertido! —murmura Mia, y añade—: Espero que
Christian consiga tu primer baile, porque… no quiero que haya pelea.
—¿Pelea? —replico horrorizada.
—Oh, sí. Cuando era más joven era muy temperamental —dice con un
ligero estremecimiento.
¿Christian metido en una pelea? ¿El refinado y sofisticado Christian,
aficionado a la música coral del periodo Tudor? No me entra en la cabeza. El maestro
de ceremonias me distrae de mis pensamientos con la siguiente presentación: una joven
vestida de rojo, con una larga melena azabache.
—Caballeros, permitan que les presente ahora a la maravillosa Mariah.
Ah… ¿qué podemos decir de Mariah? Es una experta espadachina, toca el violonchelo
como una auténtica concertista y es campeona de salto con pértiga… ¿Qué les parece,
caballeros? ¿Cuánto estarían dispuestos a ofrecer por un baile con la deliciosa
Mariah?
Mariah se queda mirando al maestro de ceremonias, y entonces alguien
grita, muy fuerte:
—¡Tres mil dólares!
Es un hombre enmascarado con cabello rubio y barba.
Se produce una contraoferta, y Mariah acaba siendo adjudicada por cuatro
mil dólares.
Christian no me quita los ojos de encima. El pedenciero Trevelyan-Grey…
¿quién lo habría dicho?
—¿Cuánto hace de eso? —le pregunto a Mia.
Me mira, desconcertada.
—¿Cuántos años tenía Christian cuando se metía en peleas?
—Al principio de la adolescencia. Solía volver a casa con el labio partido
y los ojos morados, y mis padres estaban desesperados. Le expulsaron de dos colegios.
Llegó a causar serios daños a algunos de sus oponentes.
La miro boquiabierta.
—¿Él no te lo había contado? —Suspira—. Tenía bastante mala fama entre
mis amigos. Durante años fue considerado una auténtica persona non grata. Pero a los
quince o dieciséis años se le pasó.
Y se encoge de hombros.
Santo Dios… Otra pieza del rompecabezas que encaja en su sitio.
—Entonces, ¿cuánto ofrecen por la despampanante Jill?
—Cuatro mil dólares —dice una voz ronca desde el lado izquierdo de la
multitud.
Jill suelta un gritito, encantada.
Yo dejo de prestar atención a la subasta. Así que Christian era un chico
problemático en el colegio, que se metía en peleas. Me pregunto por qué. Le miro
fijamente. Lily nos vigila atentamente.
—Y ahora, permítanme que les presente a la preciosa Ana.
Oh, no… esa soy yo. Nerviosa, miro de reojo a Mia, que me empuja al
centro de escenario. Afortunadamente no me caigo, pero quedo expuesta a la vista de
todo el mundo, terriblemente avergonzada. Cuando miro a Christian, me sonríe
satisfecho. Cabrón…
—La preciosa Ana toca seis instrumentos musicales, habla mandarín con
fluidez y le encanta el yoga… Bien, caballeros…
Y antes de que termine la frase, Christian interrumpe al maestro de
ceremonias fulminándolo con la mirada:
—Diez mil dólares.
Oigo el grito entrecortado y atónito de Lily a mis espaldas.
Oh, no…
—Quince mil.
¿Qué? Todos nos volvemos a la vez hacia un hombre alto e impecablemente
vestido, situado a la izquierda del escenario. Yo miro perpleja a Cincuenta. Madre
mía, ¿qué hará ante esto? Pero él se rasca la barbilla y obsequia al desconocido con
una sonrisa irónica. Es obvio que Christian le conoce. El hombre le responde con una
cortés inclinación de cabeza.
—¡Bien, caballeros! Por lo visto esta noche contamos en la sala con unos
contendientes de altura.
El maestro de ceremonias se gira para sonreír a Christian y la emoción
emana a través de su máscara de arlequín. Se trata de un gran espectáculo, aunque en
realidad sea a costa mía. Tengo ganas de llorar.
—Veinte mil —contraataca Christian tranquilamente.
El bullicio del gentío ha enmudecido. Todo el mundo nos mira a mí, a
Christian y al misterioso hombre situado junto al escenario.
—Veinticinco mil —dice el desconocido.
¿Puede haber una situación más bochornosa?
Christian le observa impasible, pero se está divirtiendo. Todos los ojos
están fijos en él. ¿Qué va a hacer? Tengo un nudo en la garganta. Me siento mareada.
—Cien mil dólares —dice, y su voz resuena alta y clara por toda la carpa.
—¿Qué diablos…? —masculla perceptiblemente Lily detrás de mí, y un
murmullo general de asombro jubiloso se alza entre la multitud.
El desconocido levanta las manos en señal de derrota, riendo, y Christian le
dirige una amplia sonrisa. Por el rabillo del ojo, veo a Mia dando saltitos de regocijo.
—¡Cien mil dólares por la encantadora Ana! A la una… a las dos…
El maestro de ceremonias mira al desconocido, que niega con la cabeza con
fingido reproche, pero se inclina caballerosamente.
—¡Adjudicada! —grita triunfante.
Entre un ensordecedor clamor de vítores y aplausos, Christian avanza, me
da la mano y me ayuda a bajar del escenario. Me mira con semblante irónico mientras
yo bajo, me besa el dorso de la mano, la coloca alrededor de su brazo y me conduce
fuera de la carpa.
—¿Quién era ese? —pregunto.
Me mira.
—Alguien a quien conocerás más tarde. Ahora quiero enseñarte una cosa.
Disponemos de treinta minutos antes de que termine la subasta. Después tenemos que
regresar para poder disfrutar de ese baile por el que he pagado.
—Un baile muy caro —musito en tono reprobatorio.
—Estoy seguro de que valdrá la pena, hasta el último centavo.
Me sonríe maliciosamente. Oh, tiene una sonrisa maravillosa, y vuelvo a
sentir ese dolor que florece con plenitud en mis entrañas.
Estamos en el jardín. Yo creía que iríamos a la casita del embarcadero, y
siento una punzada de decepción al ver que nos dirigimos hacia la gran pérgola, donde
ahora se está instalando la banda. Hay por lo menos veinte músicos, y unos cuantos
invitados merodeando por el lugar, fumando a hurtadillas. Pero como toda la acción
está teniendo lugar en la carpa, nadie se fija mucho en nosotros.
Christian me lleva a la parte de atrás de la casa y abre una puerta
acristalada que da a un salón enorme y confortable que yo no había visto antes. Él
atraviesa la sala desierta hacia una gran escalinata con una elegante barandilla de
madera pulida. Me toma de la mano que tenía enlazada en su brazo y me conduce al
segundo piso, y luego por el siguiente tramo de escaleras hasta el tercero. Abre una
puerta blanca y me hace pasar a un dormitorio.
—Esta era mi habitación —dice en voz baja, quedándose junto a la puerta y
cerrándola a sus espaldas.
Es amplia, austera, con muy poco mobiliario. Las paredes son blancas, al
igual que los muebles; hay una espaciosa cama doble, una mesa y una silla, y estantes
abarrotados de libros y diversos trofeos, al parecer de kickboxing. De las paredes
cuelgan carteles de cine: Matrix, El club de la luch, El show de Truman, y dos pósters
de luchadores. Uno se llama Giuseppe DeNatale; nunca he oído hablar de él.
Lo que más llama mi atención es un panel de corcho sobre el escritorio,
cubierto con miles de fotos, banderines de los Mariners y entradas de conciertos. Es un
fragmento de la vida del joven Christian. Dirijo de nuevo la mirada hacia el
impresionante y apuesto hombre que ahora está en el centro de la habitación. Él me
mira con aire misterioso, pensativo y sexy.
—Nunca había traído a una chica aquí —murmura.
—¿Nunca? —susurro.
Niega con la cabeza.
Trago saliva convulsamente, y el dolor que ha estado molestándome las dos
últimas horas ruge ahora, salvaje y anhelante. Verle ahí plantado sobre la moqueta azul
marino con esa máscara… supera lo erótico. Le deseo. Ahora. De la forma que sea. He
de reprimirme para no lanzarme sobre él y desgarrarle la ropa. Él se acerca a mí lento
y cadencioso.
—No tenemos mucho tiempo, Anastasia, y tal como me siento ahora mismo,
no necesitaremos mucho. Date la vuelta. Deja que te quite el vestido. —Yo me giro,
mirando hacia la puerta, y agradezco que haya echado el pestillo. Él se inclina y me
susurra al oído—: Déjate la máscara.
Yo respondo con un gemido, y mi cuerpo se tensa.
Él sujeta la parte de arriba de mi vestido, desliza los dedos sobre mi piel y
su caricia resuena en todo mi cuerpo. Con movimiento rápido abre la cremallera.
Sosteniendo el vestido, me ayuda a quitármelo, luego se da la vuelta y lo deja con
destreza sobre el respaldo de la silla. Se quita la chaqueta, la coloca sobre mi vestido.
Se detiene y me observa un momento, embebiéndose de mí. Yo me quedo en ropa
interior y medias a juego, deleitándome en su mirada sensual.
—¿Sabes, Anastasia? —dice en voz baja mientras avanza hacia mí y se
desata la pajarita, de manera que cuelga a ambos lados del cuello, y luego se
desabrocha los tres botones de arriba de la camisa—. Estaba tan enfadado cuando
compraste mi lote en la subasta que me vinieron a la cabeza ideas de todo tipo. Tuve
que recordarme a mí mismo que el castigo no forma parte de las opciones. Pero luego
te ofreciste. —Baja la vista hacia mí a través de la máscara—. ¿Por qué hiciste eso?
—musita.
—¿Ofrecerme? No lo sé. Frustración… demasiado alcohol… una buena
causa —musito sumisa, y me encojo de hombros.
¿Quizá para llamar su atención?
En aquel momento le necesitaba. Ahora le necesito más. El dolor ha
empeorado y sé que él puede aliviarlo, calmar su rugido, y la bestia que hay en mí
saliva por la bestia que hay en él. Christian aprieta los labios, ahora no son más que
una fina línea, y se lame despacio el labio superior. Quiero esa lengua en mi interior.
—Me juré a mí mismo que no volvería a pegarte, aunque me lo suplicaras.
—Por favor —suplico.
—Pero luego me di cuenta de que en este momento probablemente estés
muy incómoda, y eso no es algo a lo que estés acostumbrada.
Me sonríe con complicidad, ese cabrón arrogante, pero no me importa
porque tiene toda la razón.
—Sí —musito.
—Así que puede que haya cierta… flexibilidad. Si lo hago, has de
prometerme una cosa.
—Lo que sea.
—Utilizarás las palabras de seguridad si las necesitas, y yo simplemente te
haré el amor, ¿de acuerdo?
—Sí.
Estoy jadeando. Quiero sus manos sobre mí.
Él traga saliva, luego me da la mano y se dirige hacia la cama. Aparta el
cobertor, se sienta, coge una almohada y la coloca a un lado. Levanta la vista para
verme de pie a su lado, y de pronto tira fuerte de mi mano, de manera que caigo sobre
su regazo. Se mueve un poco hasta que mi cuerpo queda apoyado sobre la cama y mi
pecho está encima de la almohada. Se inclina hacia delante, me aparta el pelo del
hombro y pasa los dedos por el penacho de plumas de mi máscara.
—Pon las manos detrás de la espalda —murmura.
¡Oh…! Se quita la pajarita y la utiliza para atarme rápidamente las
muñecas, de modo que mis manos quedan atadas sobre la parte baja de la espalda.
—¿Realmente deseas esto, Anastasia?
Cierro los ojos. Es la primera vez desde que le conozco que realmente
quiero esto. Lo necesito.
—Sí —susurro.
—¿Por qué? —pregunta en voz baja mientras me acaricia el trasero con la
palma de la mano.
Yo gimo en cuanto su mano entra en contacto con mi piel. No sé por qué…
Tú me dijiste que no pensara demasiado. Después de un día como hoy… con la
discusión sobre el dinero, Leila, la señora Robinson, ese dossier sobre mí, el mapa de
zonas prohibidas, esta espléndida fiesta, las máscaras, el alcohol, las bolas de plata, la
subasta… deseo esto.
—¿He de tener un motivo?
—No, nena, no hace falta —dice—. Solo intento entenderte.
Su mano izquierda se curva sobre mi cintura, sujetándome sobre su regazo,
y entonces levanta la palma derecha de mi trasero y golpea con fuerza, justo donde se
unen mis muslos. Ese dolor conecta directamente con el de mi vientre.
Oh, Dios… gimo con fuerza. Él vuelve a pegarme, exactamente en el mismo
sitio. Suelto otro gemido.
—Dos —susurra—. Con doce bastará.
¡Oh…! Tengo una sensación muy distinta a la de la última vez: tan carnal,
tan… necesaria. Christian me acaricia el culo con los largos dedos de sus manos, y
mientras tanto yo estoy indefensa, atada y sujeta contra el colchón, a su merced, y por
mi propia voluntad. Me azota otra vez, ligeramente hacia el costado, y otra, en el otro
lado, luego se detiene, me baja las medias lentamente y me las quita. Desliza
suavemente otra vez la palma de la mano sobre mi trasero antes de seguir golpeando…
cada escozor del azote alivia mi anhelo, o lo acrecienta… no lo sé. Me someto al ritmo
de los cachetes, absorbiendo cada uno de ellos, saboreando cada uno de ellos.
—Doce —murmura en voz baja y ronca.
Vuelve a acariciarme el trasero, baja la mano hasta mi sexo y hunde
lentamente dos dedos en mi interior, y los mueve en círculo, una y otra y otra vez,
torturándome.
Lanzo un gruñido cuando siento que mi cuerpo me domina, y llego al
clímax, y luego otra vez, convulsionándome alrededor de sus dedos. Es tan intenso,
inesperado y rápido…
—Muy bien, nena —musita satisfecho.
Me desata las muñecas, manteniendo los dedos dentro de mí mientras sigo
tumbada sobre él, jadeando, agotada.
—Aún no he acabado contigo, Anastasia —dice, y se mueve sin retirar los
dedos.
Desliza mis rodillas hasta el suelo, de manera que ahora estoy inclinada y
apoyada sobre la cama. Se arrodilla en el suelo detrás de mí y se baja la cremallera.
Saca los dedos de mi interior, y escucho el familiar sonido cuando rasga el paquetito
plateado.
—Abre las piernas —gruñe, y yo obedezco.
Y, de un golpe, me penetra por detrás.
—Esto va a ser rápido, nena —murmura, y, sujetándome las caderas, sale
de mi interior y vuelve a entrar con ímpetu.
—Ah —grito, pero la plenitud es celestial.
Impacta directamente contra el vientre dolorido, una y otra vez, y lo alivia
con cada embestida dura y dulce. La sensación es alucinante, justo lo que necesito. Y
me echo hacia atrás para unirme a él en cada embate.
—Ana, no —resopla, e intenta inmovilizarme.
Pero yo le deseo tanto que me acoplo a él en cada embestida.
—Mierda, Ana —sisea cuando se corre, y el atormentado sonido me lanza
de nuevo a una espiral de orgasmo sanador, que sigue y sigue, haciendo que me
retuerza y dejándome exhausta y sin respiración.
Christian se inclina, me besa el hombro y luego sale de mí. Me rodea con
sus brazos, apoya la cabeza en mitad de mi espalda, y nos quedamos así, los dos
arrodillados junto a la cama. ¿Cuánto? ¿Segundos? Minutos incluso, hasta que se calma
nuestra respiración. El dolor en el vientre ha desaparecido, y lo que siento es una
serenidad satisfecha y placentera.
Christian se mueve y me besa la espalda.
—Creo que me debe usted un baile, señorita Steele —musita.
—Mmm —contesto, saboreando la ausencia de dolor y regodeándome en
esa sensación.
Él se sienta sobre los talones y tira de mí para colocarme en su regazo.
—No tenemos mucho tiempo. Vamos.
Me besa el pelo y me obliga a ponerme de pie.
Yo protesto, pero vuelvo a sentarme en la cama, recojo las medias del
suelo y me las pongo. Me acerco doliente a la silla para recuperar mi vestido. Caigo en
la cuenta distraídamente de que no me he quitado los zapatos durante nuestro ilícito
encuentro. Christian se está anudando la pajarita, después de haberse arreglado un
poco él y también la cama.
Y mientras vuelvo a ponerme el vestido, miro las fotografías del panel.
Christian cuando era un adolescente hosco, pero aun así igual de atractivo que ahora:
con Elliot y Mia en las pistas de esquí; solo en París, con el Arco de Triunfo de fondo;
en Londres; en Nueva York; en el Gran Cañón; en la ópera de Sidney; incluso en la
Muralla China. El amo Grey ha viajado mucho desde muy joven.
Hay entradas de varios conciertos: U2, Metallica, The Verve, Sheryl Crow;
la Filarmónica de Nueva York interpretando Romeo y Julieta de Prokofiev… ¡qué
mezcla tan ecléctica! Y en una esquina, una foto tamaño carnet de una joven. En blanco
y negro. Me suena, pero que me aspen si la identifico. No es la señora Robinson,
gracias a Dios.
—¿Quién es? —pregunto.
—Nadie importante —contesta mientras se pone la chaqueta y se ajusta la
pajarita—. ¿Te subo la cremallera?
—Por favor. Entonces, ¿por qué la tienes en el panel?
—Un descuido por mi parte. ¿Qué tal la pajarita?
Levanta la barbilla como un niño pequeño, y yo sonrío y se la arreglo.
—Ahora está perfecta.
—Como tú —murmura, me atrae hacia él y me besa apasionadamente—.
¿Estás mejor?
—Mucho mejor, gracias, señor Grey.
—El placer ha sido mío, señorita Steele.
Los invitados se están congregando en la gran pérgola. Christian me mira
complacido —hemos llegado justo a tiempo—, y me conduce a la pista de baile.
—Y ahora, damas y caballeros, ha llegado el momento del primer baile.
Señor y doctora Grey, ¿están listos?
Carrick asiente y rodea con sus brazos a Grace.
—Damas y caballeros de la Subasta del Baile Inaugural, ¿están
preparados?
Todos asentimos. Mia está con alguien que no conozco. Me pregunto qué ha
pasado con Sean.
—Pues empecemos. ¡Adelante, Sam!
Un joven aparece en el escenario en medio de un cálido aplauso, se vuelve
hacia la banda que está a sus espaldas y chasquea los dedos. Los conocidos acordes de
«I’ve Got You Under My Skin» inundan el aire.
Christian me mira sonriendo, me toma en sus brazos y empieza a moverse.
Oh, baila tan bien que es muy fácil seguirle. Nos sonreímos mutuamente como tontos,
mientras me hace girar alrededor de la pista.
—Me encanta esta canción —murmura Christian, y baja los ojos hacia mí
—. Resulta muy apropiada.
Ya no sonríe, está serio.
—Yo también te tengo bajo la piel —respondo—. Al menos te tenía en tu
dormitorio.
Frunce los labios, pero es incapaz de disimular su regocijo.
—Señorita Steele —me reprocha en tono de broma—, no tenía ni idea de
que pudiera ser tan grosera.
—Señor Grey, yo tampoco. Creo que es a causa de todas mis experiencias
recientes. Han sido muy educativas.
—Para ambos.
Christian vuelve a estar serio, y se diría que estamos los dos solos con la
banda. En nuestra burbuja privada.
Cuando termina la canción, los dos aplaudimos. Sam, el cantante, saluda
con elegancia y presenta a su banda.
—¿Puedo interrumpir?
Reconozco al hombre que pujó por mí en la subasta. Christian me suelta de
mala gana, pero parece también divertido.
—Adelante. Anastasia, este es John Flynn. John, Anastasia.
¡Oh, no!
Christian sonríe y se aleja con paso tranquilo hacia un lateral de la pista de
baile.
—¿Cómo estás, Anastasia? —dice el doctor Flynn en tono afable, y me doy
cuenta de que es inglés.
—Hola —balbuceo.
La banda inicia otra canción, y el doctor Flynn me toma entre sus brazos. Es
mucho más joven de lo que imaginaba, aunque no puedo verle la cara. Lleva una
máscara parecida a la de Christian. Es alto, pero no tanto como Christian, ni tampoco
se mueve con su gracia natural.
¿Qué le digo? ¿Por qué Christian está tan jodido? ¿Por qué ha apostado por
mí? Eso es lo único que quiero preguntarle, pero me parece una grosería en cierto
sentido.
—Estoy encantado de conocerte por fin, Anastasia. ¿Lo estás pasando bien?
—pregunta.
—Lo estaba —murmuro.
—Oh, espero no ser el responsable de tu cambio de humor.
Me obsequia con una sonrisa breve y afectuosa que hace que me sienta algo
más a gusto.
—Usted es el psiquiatra, doctor Flynn. Dígamelo usted.
Sonríe.
—Ese es el problema, ¿verdad? ¿Que soy psiquiatra?
Se me escapa una risita.
—Me siento un poco intimidada y avergonzada, porque me preocupa lo que
pueda revelarme. Y la verdad es que lo único que quiero hacer es preguntarle acerca
de Christian.
Sonríe.
—En primer lugar, estamos en una fiesta, de manera que no estoy de
servicio —musita con aire cómplice—. Y, en segundo, lo cierto es que no puedo
hablar contigo sobre Christian. Además —bromea—, le necesitamos al menos hasta
Navidad.
Doy un respingo, atónita.
—Es una broma de médicos, Anastasia.
Me ruborizo, incómoda, y me siento un poco ofendida. Está bromeando a
costa de Christian.
—Acaba de confirmar lo que he estado diciéndole a Christian… que no es
usted más que un charlatán carísimo —le reprocho.
El doctor Flynn reprime una carcajada.
—Puede que tengas parte de razón.
—¿Es usted inglés?
—Sí. Nacido en Londres.
—¿Y cómo acabó usted aquí?
—Por una feliz circunstancia.
—No es muy extrovertido, ¿verdad?
—No tengo mucho que contar. La verdad es que soy una persona muy
aburrida.
—Eso es ser muy autocrítico.
—Típico de los británicos. Forma parte de nuestro carácter nacional.
—Ah.
—Y podría acusarte a ti de lo mismo, Anastasia.
—¿De ser también una persona aburrida, doctor Flynn?
Suelta un bufido.
—No, Anastasia, de no ser extrovertida.
—No tengo mucho que contar —replico sonriendo.
—Lo dudo, sinceramente.
Y, de forma inesperada, frunce el ceño.
Me ruborizo, pero entonces la música cesa y Christian vuelve a aparecer a
mi lado. El doctor Flynn me suelta.
—Ha sido un placer conocerte, Anastasia.
Vuelve a sonreírme afectuosamente, y tengo la sensación de haber pasado
una especie de prueba encubierta.
—John —le saluda Christian con un gesto de la cabeza.
—Christian —le devuelve el saludo el doctor Flynn, luego gira sobre sus
talones y desaparece entre la multitud.
Christian me coge entre sus brazos para el siguiente baile.
—Es mucho más joven de lo que esperaba —le digo en un murmullo—. Y
tremendamente indiscreto.
—¿Indiscreto? —pregunta Christian, ladeando la cabeza.
—Ah, sí, me lo ha contado todo.
Christian se pone rígido.
—Bien, en ese caso iré a buscar tu bolso. Estoy seguro de que ya no
querrás tener nada que ver conmigo —añade en voz baja.
Me paro en seco.
—¡No me ha contado nada!
Mi voz rezuma pánico.
Christian parpadea y el alivio inunda su cara. Me acoge de nuevo en sus
brazos.
—Entonces disfrutemos del baile.
Me dedica una sonrisa radiante, me hace girar al compás de la música, y yo
me tranquilizo.
¿Por qué ha pensado que querría dejarle? No tiene sentido.
Bailamos dos temas más, y me doy cuenta de que tengo que ir al baño.
—No tardaré.
Al dirigirme hacia el tocador, recuerdo que me he dejado el bolso sobre la
mesa de la cena, así que vuelvo a la carpa. Al entrar veo que sigue iluminada pero
prácticamente desierta, salvo por una pareja al fondo… ¡que debería buscarse una
habitación! Recojo mi bolso.
—¿Anastasia?
Una voz suave me sobresalta, me doy la vuelta y veo a una mujer con un
vestido de terciopelo negro, largo y ceñido. Lleva una máscara singular. Le cubre la
cara hasta la nariz, pero también el cabello. Está hecha de elaboradas filigranas de oro,
algo realmente extraordinario.
—Me alegro mucho de encontrarte a solas —dice en voz baja—. Me he
pasado toda la velada queriendo hablar contigo.
—Perdone, pero no sé quién es.
Se aparta la máscara de la cara y se suelta el pelo.
¡Oh, no! Es la señora Robinson.
—Lamento haberte sobresaltado.
La miro boquiabierta. Madre mía… ¿qué diablos querrá esta mujer de mí?
No sé qué dicta el protocolo acerca de relacionarse socialmente con
pederastas. Ella me sonríe con dulzura y me indica con un gesto que me siente a su
mesa. Y, dado que carezco de todo punto de referencia y estoy anonadada, hago lo que
me pide por educación, agradeciendo no haberme quitado la máscara.
—Seré breve, Anastasia. Sé lo que piensas de mí… Christian me lo contó.
La observo impasible, sin expresar nada, pero me alegro de que lo sepa.
Así me ahorro tener que decírselo y ella puede ir al grano. Hay una parte de mí que se
muere por saber qué tendrá que decirme.
Hace una pequeña pausa y echa un vistazo por encima de mi hombro.
—Taylor nos está vigilando.
Echo un vistazo de reojo y le veo examinando la carpa desde el umbral.
Sawyer le acompaña. Miran a todas partes salvo a nosotras.
—No tenemos mucho tiempo —dice apresuradamente—. Ya debes tener
claro que Christian está enamorado de ti. Nunca le había visto así, nunca —añade,
enfatizando la última palabra.
¿Qué? ¿Que me quiere? No. ¿Por qué me dice ella esto? ¿Para
tranquilizarme? No entiendo nada.
—Él no te lo dirá porque probablemente ni siquiera sea consciente de ello,
a pesar de que se lo he dicho, pero Christian es así. No acepta con facilidad ningún
tipo de emoción o sentimiento positivo que pueda experimentar. Se maneja mucho
mejor con lo negativo. Aunque seguramente eso ya lo has comprobado por ti misma.
No se valora en absoluto.
Todo me da vueltas. ¿Christian me quiere? ¿Él no me lo ha dicho, y esta
mujer tiene que explicarle qué es lo que siente? Todo esto me supera.
Un aluvión de imágenes acude a mi mente: el iPad, el planeador, coger un
avión privado para ir a verme, todos sus actos, su posesividad, cien mil dólares por un
baile… ¿Es eso amor?
Y oírlo de boca de esta mujer, que ella tenga que confirmármelo, es,
francamente, desagradable. Preferiría oírselo a él.
Se me encoge el corazón. Christian cree que no vale nada. ¿Por qué?
—Yo nunca le he visto tan feliz, y es evidente que tú también sientes algo
por él. —Una sonrisa fugaz brota en sus labios—. Eso es estupendo, y os deseo lo
mejor a los dos. Pero lo que quería decir es que, si vuelves a hacerle daño, iré a por ti,
señorita, y eso no te gustará nada.
Me mira fijamente, perforándome el cerebro con sus gélidos ojos azules
que intentan llegar más allá de la máscara. Su amenaza es tan sorprendente, tan
descabellada, que se me escapa sin querer una risita incrédula. De todas las cosas que
podía decirme, esta era la que menos esperaba de ella.
—¿Te parece gracioso, Anastasia? —masculla consternada—. Tú no le
viste el sábado pasado.
Palidezco y me pongo seria. No es agradable imaginar a Christian infeliz, y
el sábado pasado le abandoné. Tuvo que recurrir a ella. Esa idea me descompone. ¿Por
qué estoy aquí sentada escuchando toda esta basura, y de ella, nada menos? Me levanto
despacio, sin dejar de mirarla.
—Me sorprende su desfachatez, señora Lincoln. Christian y yo no tenemos
nada que ver con usted. Y si le abandono y usted viene a por mí, la estaré esperando,
no tenga ninguna duda de ello. Y quizá le pague con su misma moneda, para resarcir al
pobre chico de quince años del que usted abusó y al que probablemente destrozó aún
más de lo que ya estaba.
Se queda estupefacta.
—Y ahora, si me perdona, tengo mejores cosas que hacer en vez de perder
el tiempo con usted.
Me doy la vuelta, sintiendo una descarga de rabia y adrenalina por todo el
cuerpo, y me dirijo hacia la entrada de la carpa, donde están Taylor y Christian, que
acaba de llegar, con aspecto nervioso y preocupado.
—Estás aquí —musita, y frunce el ceño al ver a Elena.
Yo paso por su lado sin detenerme, sin decir nada, dándole la oportunidad
de escoger entre ella y yo. Elige bien.
—Ana —me llama. Me paro y le miro mientras él acude a mi lado—. ¿Qué
ha pasado?
Y baja los ojos para observarme, con la inquietud grabada en la cara.
—¿Por qué no se lo preguntas a tu ex? —replico con acidez.
Él tuerce la boca y su mirada se torna gélida.
—Te lo estoy preguntando a ti.
No levanta la voz, pero el tono resulta mucho más amenazador.
Nos fulminamos mutuamente con la mirada.
Muy bien, ya veo que esto acabará en una pelea si no se lo digo.
—Me ha amenazado con ir a por mí si vuelvo a hacerte daño… armada con
un látigo, seguramente —le suelto.
El alivio se refleja en su cara y dulcifica el gesto con expresión divertida.
—Seguro que no se te ha pasado por alto la ironía de la situación —dice, y
noto que hace esfuerzos para que no se le escape la risa.
—¡Esto no tiene gracia, Christian!
—No, tienes razón. Hablaré con ella —dice, adoptando un semblante serio,
pero sonriendo aún para sí.
—Eso ni pensarlo —replico cruzando los brazos, nuevamente indignada.
Parpadea, sorprendido ante mi arrebato.
—Mira, ya sé que estás atado a ella financieramente, si me permites el
juego de palabras, pero…
Me callo. ¿Qué le estoy pidiendo que haga? ¿Abandonarla? ¿Dejar de
verla? ¿Puedo hacer eso?
—Tengo que ir al baño —digo al fin con gesto adusto.
Él suspira e inclina la cabeza a un lado. ¿Se puede ser más sensual? ¿Es la
máscara, o simplemente él?
—Por favor, no te enfades. Yo no sabía que ella estaría aquí. Dijo que no
vendría. —Emplea un tono apaciguador, como si hablara con una niña. Alarga la mano
y resigue con el pulgar el mohín que dibuja mi labio inferior—. No dejes que Elena
nos estropee la noche, por favor, Anastasia. Solo es una vieja amiga.
«Vieja», esa es la palabra clave, pienso con crueldad mientras él me
levanta la barbilla y sus labios rozan mi boca con dulzura. Yo suspiro y pestañeo,
rendida. Él se yergue y me sujeta del codo.
—Te acompañaré al tocador y así no volverán a interrumpirte.
Me conduce a través del jardín hasta los lujosos baños portátiles. Mia me
dijo que los habían instalado para la gala, pero no sabía que hubiera modelos de lujo.
—Te espero aquí, nena —murmura.
Cuando salgo, estoy de mejor humor. He decidido no dejar que la señora
Robinson me arruine la noche, porque seguramente eso es lo que ella quiere. Christian
se ha alejado un poco y habla por teléfono, apartado de un reducido grupo que está
charlando y riendo. A medida que me acerco, oigo lo que dice.
—¿Por qué cambiaste de opinión? Creía que estábamos de acuerdo. Bien,
pues déjala en paz —dice muy seco—. Esta es la primera relación que he tenido en mi
vida, y no quiero que la pongas en peligro basándote en una preocupación por mí
totalmente infundada. Déjala… en… paz. Lo digo en serio, Elena. —Se calla y escucha
—. No, claro que no. —Y frunce ostensiblemente el ceño al decirlo. Levanta la vista y
me ve mirándole—. Tengo que dejarte. Buenas noches.
Aprieta el botón y cuelga.
Yo inclino la cabeza a un lado y arqueo una ceja. ¿Por qué la ha
telefoneado?
—¿Cómo está la vieja amiga?
—De mal humor —responde mordaz—. ¿Te apetece volver a bailar? ¿O
quieres irte? —Consulta su reloj—. Los fuegos artificiales empiezan dentro de cinco
minutos.
—Me encantan los fuegos artificiales.
—Pues nos quedaremos a verlos. —Me pasa un brazo alrededor del
hombro y me atrae hacia él—. No dejes que ella se interponga entre nosotros, por
favor.
—Se preocupa por ti —musito.
—Sí, y yo por ella… como amiga.
—Creo que para ella es más que una amistad.
Tuerce el gesto.
—Anastasia, Elena y yo… es complicado. Compartimos una historia. Pero
solo es eso, historia. Como ya te he dicho muchas veces, es una buena amiga. Nada
más. Por favor, olvídate de ella.
Me besa el cabello, y, para no estropear nuestra noche, decido dejarlo
correr. Tan solo intento entender.
Caminamos de la mano hacia la pista de baile. La banda sigue en plena
actuación.
—Anastasia.
Me doy la vuelta y ahí está Carrick.
—Me preguntaba si me harías el honor de concederme el próximo baile.
Me tiende la mano. Christian se encoge de hombros, sonríe y me suelta, y
yo dejo que Carrick me lleve a la pista de baile. Sam, el líder de la banda, empieza a
cantar «Come Fly with Me», y Carrick me pasa el brazo por la cintura y me conduce
girando suavemente hacia el gentío.
—Quería agradecerte tu generosa contribución a nuestra obra benéfica,
Anastasia.
Por el tono, sospecho que está dando un rodeo para preguntarme si puedo
permitírmelo.
—Señor Grey…
—Llámame Carrick, por favor, Ana.
—Estoy encantada de poder contribuir. Recibí un dinero que no esperaba, y
no lo necesito. Y la causa lo vale.
Él me sonríe, y yo sopeso la conveniencia de hacerle un par de preguntas
inocentes. Carpe diem, sisea mi subconsciente, ahuecando la mano en torno a su boca.
—Christian me ha hablado un poco de su pasado, así que considero muy
apropiado apoyar este proyecto —añado, esperando que eso anime a Carrick a
desvelarme algo del misterio que rodea a su hijo.
Él se muestra sorprendido.
—¿Te lo ha contado? Eso es realmente insólito. Está claro que ejerces un
efecto positivo en él, Anastasia. No creo haberle visto nunca tan… tan… optimista.
Me ruborizo.
—Lo siento, no pretendía incomodarte.
—Bueno, según mi limitada experiencia, él es un hombre muy peculiar —
apunto.
—Sí —corrobora Carrick.
—Por lo que me ha contado Christian, los primeros años de su infancia
fueron espantosamente traumáticos.
Carrick frunce el ceño, y me preocupa haber ido demasiado lejos.
—Mi esposa era la doctora de guardia cuando le trajo la policía. Estaba en
los huesos, y seriamente deshidratado. No hablaba. —Carrick, sumido en ese terrible
recuerdo, ajeno al alegre compás de la música que nos rodea, tuerce otra vez el gesto
—. De hecho, estuvo casi dos años sin hablar. Lo que finalmente le sacó de su mutismo
fue tocar el piano. Ah, y la llegada de Mia, naturalmente.
Me sonríe con cariño.
—Toca maravillosamente bien. Y ha conseguido tantas cosas en la vida que
debe de estar muy orgulloso de él —digo con la voz casi quebrada.
¡Dios santo! Estuvo dos años sin hablar.
—Inmensamente. Es un joven muy decidido, muy capaz, muy brillante.
Pero, entre tú y yo, Anastasia, verlo cómo está esta noche… relajado, comportándose
como alguien de su edad… eso es lo que realmente nos emociona a su madre y a mí.
Eso es lo que estábamos comentando hoy mismo. Y creo que debemos darte las gracias
por ello.
Una sensación de rubor me invade de la cabeza a los pies. ¿Qué debo decir
ahora?
—Siempre ha sido un chico muy solitario. Nunca creímos que le veríamos
con alguien. Sea lo que sea lo que estás haciendo con él, por favor, sigue haciéndolo.
Nos gusta verle feliz. —De pronto se calla, como si fuera él quien hubiera ido
demasiado lejos—. Lo siento, no pretendía incomodarte.
Niego con la cabeza.
—A mí también me gusta verle feliz —musito, sin saber qué más decir.
—Bien, estoy encantado de que hayas venido esta noche. Ha sido un
auténtico placer veros a los dos juntos.
Mientras los últimos acordes de «Come Fly with Me» se apagan, Carrick
me suelta y se inclina educadamente, y yo hago una reverencia, imitando su cortesía.
—Ya está bien de bailar con ancianos.
Christian ha vuelto a aparecer. Carrick se echa a reír.
—No tan «anciano», hijo. Todo el mundo sabe que he tenido mis momentos.
Carrick me guiña un ojo con aire pícaro, y se aleja con paso tranquilo y
elegante.
—Me parece que le gustas a mi padre —susurra Christian mientras observa
a Carrick mezclándose entre el gentío.
—¿Cómo no voy a gustarle? —comento, coqueta, aleteando las pestañas.
—Bien dicho, señorita Steele. —Y me arrastra a sus brazos en cuanto la
banda empieza a tocar «It Had to Be You»—. Baila conmigo —susurra, seductor.
—Con mucho gusto, señor Grey —le respondo sonriendo, y él me lleva de
nuevo en volandas a través de la pista.
* * *
A medianoche bajamos paseando hasta la orilla, entre la carpa y el
embarcadero, donde los demás asistentes a la fiesta se han reunido para contemplar los
fuegos artificiales. El maestro de ceremonias, de nuevo al mando, ha permitido que nos
quitáramos las máscaras para poder ver mejor el espectáculo. Christian me rodea con
el brazo, pero soy muy consciente de que Taylor y Sawyer están cerca, probablemente
porque ahora estamos en medio de una multitud. Miran hacia todas partes excepto al
embarcadero, donde dos pirotécnicos vestidos de negro están haciendo los últimos
preparativos. Al ver a Taylor, pienso en Leila. Quizá esté aquí. Oh, Dios… La idea me
provoca escalofríos, y me acurruco junto a Christian. Él baja la mirada y me abraza
más fuerte.
—¿Estás bien, nena? ¿Tienes frío?
—Estoy bien.
Echo un vistazo hacia atrás y veo, cerca de nosotros, a los otros dos
guardaespaldas, cuyos nombres he olvidado. Christian me coloca delante de él y me
rodea los hombros con los brazos.
De repente, los compases de una pieza clásica retumban en el embarcadero
y dos cohetes se elevan en el aire, estallando con una detonación ensordecedora sobre
la bahía e iluminándola por entero con una deslumbrante panoplia de chispas naranjas
y blancas, que se reflejan como una fastuosa lluvia luminosa sobre las tranquilas aguas
de la bahía. Contemplo con la boca abierta cómo se elevan varios cohetes más, que
estallan en el aire en un caleidoscopio de colores.
No recuerdo haber visto nunca una exhibición pirotécnica tan
impresionante, excepto quizá en televisión, y allí nunca se ven tan bien. Está todo
perfectamente acompasado con la música. Una salva tras otra, una explosión tras otra,
y luces incesantes que despiertan las exclamaciones admiradas de la multitud. Es algo
realmente sobrecogedor.
Sobre el puente de la bahía, varias fuentes de luz plateada se alzan unos
seis metros en el aire, cambiando de color: del azul al rojo, luego al naranja y de
nuevo al gris plata… y cuando la música alcanza el crescendo, estallan aún más
cohetes.
Empieza a dolerme la mandíbula por culpa de la bobalicona sonrisa de
asombro que tengo grabada en la cara. Miro de reojo a Cincuenta, y él está igual,
maravillado como un niño ante el sensacional espectáculo. Para acabar, una andanada
de seis cohetes surca el aire y explotan simultáneamente bañándonos en una espléndida
luz dorada, mientras la multitud irrumpe en un aplauso frenético y entusiasta.
—Damas y caballeros —proclama el maestro de ceremonias cuando los
vítores decrecen—. Solo un apunte más que añadir a esta extraordinaria velada: su
generosidad ha alcanzado la cifra total de ¡un millón ochocientos cincuenta y tres mil
dólares!
Un aplauso espontáneo brota de nuevo, y sobre el puente aparece un
mensaje con las palabras «Gracias de parte de Afrontarlo Juntos», formadas por líneas
centellanes de luz plateada que brillan y refulgen sobre el agua.
—Oh, Christian… esto es maravilloso.
Levanto la vista, fascinada, y él se inclina para besarme.
—Es hora de irse —murmura, y una enorme sonrisa se dibuja en su
hermoso rostro al pronunciar esas palabras tan prometedoras.
De repente, me siento muy cansada.
Alza de nuevo la vista, buscando entre la multitud que empieza a
dispersarse, y ahí está Taylor. Se dicen algo sin pronunciar palabra.
—Quedémonos por aquí un momento. Taylor quiere que esperemos hasta
que la gente se vaya.
Ah.
—Creo que ha envejecido cien años por culpa de los fuegos artificiales —
añade.
—¿No le gustan los fuegos artificiales?
Christian me mira con cariño y niega con la cabeza, pero no aclara nada.
—Así que Aspen, ¿eh? —dice, y sé que intenta distraerme de algo.
Funciona.
—Oh… no he pagado la puja —digo apurada.
—Puedes mandar el talón. Tengo la dirección.
—Estabas realmente enfadado.
—Sí, lo estaba.
Sonrío.
—La culpa es tuya y de tus juguetitos.
—Te sentías bastante abrumada por toda la situación, señorita Steele. Y el
resultado ha sido de lo más satisfactorio, si no recuerdo mal. —Sonríe lascivo—. Por
cierto, ¿dónde están?
—¿Las bolas de plata? En mi bolso.
—Me gustaría recuperarlas. —Me mira risueño—. Son un artilugio
demasiado potente para dejarlo en tus inocentes manos.
—¿Tienes miedo de que vuelva a sentirme abrumada, con otra persona
quizá?
Sus ojos brillan peligrosamente.
—Espero que eso no pase —dice con un deje de frialdad en la voz—. Pero
no, Ana. Solo deseo tu placer.
Uau.
—¿No te fías de mí?
—Se sobreentiende. Y bien, ¿vas a devolvérmelas?
—Me lo pensaré.
Me mira con los ojos entornados.
Vuelve a sonar música en la pista de baile, pero ahora es un disc-jockey el
que ha puesto un tema disco, con un bajo que marca un ritmo implacable.
—¿Quieres bailar?
—Estoy muy cansada, Christian. Me gustaría irme, si no te importa.
Christian mira a Taylor, este asiente, y nos encaminamos hacia la casa
siguiendo a un grupo de invitados bastante ebrios. Agradezco que Christian me dé la
mano; me duelen los pies por culpa de estos zapatos tan prietos y con unos tacones tan
altos.
Mia se acerca dando saltitos.
—No os iréis ya, ¿verdad? Ahora empieza la música auténtica. Vamos, Ana
—me dice, cogiéndome de la mano.
—Mia —la reprende Christian—, Anastasia está muy cansada. Nos vamos
a casa. Además, mañana tenemos un día importante.
¿Ah, sí?
Mia hace un mohín, pero sorprendentemente no presiona a Christian.
—Tenéis que venir algún día de la próxima semana. Ana, tal vez podríamos
ir juntas de compras.
—Claro, Mia.
Sonrío, aunque en el fondo de mi mente me preguntó cómo, porque yo tengo
que trabajar para vivir.
Me da un beso fugaz y luego abraza fuerte a Christian, para sorpresa de
ambos. Y algo todavía más extraordinario: apoya las manos en las solapas de su
chaqueta y él, indulgente, se limita a bajar la vista hacia ella.
—Me gusta verte tan feliz —le dice Mia con dulzura y le besa en la mejilla
—. Adiós, que os divirtáis.
Y corre a reunirse con sus amigos que la esperan, entre ellos Lily, quien,
despojada de la máscara, tiene una expresión aún más amarga si cabe.
Me pregunto vagamente dónde estará Sean.
—Les diremos buenas noches a mis padres antes de irnos. Ven.
Christian me lleva a través de un grupo de invitados hasta donde están
Grace y Carrick, que se despiden de nosotros con simpatía y cariño.
—Por favor, vuelve cuando quieras, Anastasia, ha sido un placer tenerte
aquí —dice Grace afectuosamente.
Me siento un poco superada tanto por su reacción como por la de Carrick.
Por suerte, los padres de Grace ya se han ido, así que al menos me he ahorrado su
efusividad.
Christian y yo vamos tranquilamente de la mano hasta la entrada de la
mansión, donde una fila interminable de coches espera para recoger a los invitados.
Miro a Cincuenta. Parece feliz y relajado. Es un auténtico placer verle así, aunque
sospecho que no tiene nada de extraño después de un día tan extraordinario.
—¿Vas bien abrigada? —me pregunta.
—Sí, gracias —respondo, envolviéndome en mi chal de satén.
—He disfrutado mucho de la velada, Anastasia. Gracias.
—Yo también. De unas partes más que de otras —digo sonriendo.
Él también sonríe y asiente, y luego arquea una ceja.
—No te muerdas el labio —me advierte de un modo que me altera la
sangre.
—¿Qué querías decir con que mañana es un día importante? —pregunto,
para distraer mi mente.
—La doctora Greene vendrá para solucionar lo tuyo. Además, tengo una
sorpresa para ti.
—¡La doctora Greene!
Me paro en seco.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque odio los preservativos —dice tranquilamente.
Sus ojos, que brillan bajo la suave luz de los farolillos de papel, escrutan
mi reacción.
—Es mi cuerpo —murmuro, molesta porque no me lo haya consultado.
—También es mío —susurra.
Le miro fijamente mientras varios invitados pasan por nuestro lado sin
hacernos caso. Su expresión es muy seria. Sí, mi cuerpo es suyo… él lo sabe mejor que
yo.
Alargo la mano y él parpadea levemente, pero se queda quieto. Cojo una
punta de la pajarita, tiro de ella y la desato, dejando a la vista el botón superior de su
camisa. Lo desabrocho con cuidado.
—Así estás muy sensual —susurro.
De hecho, siempre está sensual, pero así aún más.
Sonríe.
—Tengo que llevarte a casa. Ven.
Cuando llegamos al coche, Sawyer le entrega un sobre a Christian. Frunce
el ceño y me mira cuando Taylor me abre la puerta para que suba. Por alguna razón,
Taylor parece aliviado. Christian entra en el coche y me da el sobre, sin abrir, mientras
Taylor y Sawyer ocupan sus asientos delante.
—Va dirigido a ti. Alguien del servicio se lo dio a Sawyer. Sin duda, de
parte de otro corazón cautivo.
Christian hace una mueca. Es obvio que la idea le desagrada.
Miro la nota. ¿De quién será? La abro y me apresuro a leerla bajo la escasa
luz. Oh, no… ¡es de ella! ¿Por qué no me deja en paz?
Puede que te haya juzgado mal. Y está claro que tú me has juzgado mal a
mí. Llámame si necesitas llenar alguno de los espacios en blanco; podríamos quedar
para comer. Christian no quiere que hable contigo, pero estaría encantada de poder
ayudar. No me malinterpretes, apruebo lo vuestro, créeme… pero si le haces daño,
no sé lo que haría… Ya le han hecho bastante daño.
Llámame: (206) 279-6261.
Sra. Robinson
¡Maldita sea, ha firmado como «Sra. Robinson»! Él se lo contó. Cabrón…
—¿Se lo dijiste?
—¿Decirle qué?
—Que yo la llamo señora Robinson —replico.
—¿Es de Elena? —Christian se queda estupefacto—. Esto es ridículo —
exclama. Se pasa una mano por el cabello y le noto indignado—. Mañana hablaré con
ella. O el lunes —masculla malhumorado.
Y aunque me avergüenza admitirlo, una parte muy pequeña de mí se alegra.
Mi subconsciente asiente sagazmente. Elena le está irritando, y eso solo puede ser
bueno… seguro. Decido no decir nada más de momento, pero me guardo la nota en el
bolso y, para asegurarme de que recupere el buen humor, le devuelvo las bolas.
—Hasta la próxima —murmuro.
Él me mira; es difícil ver su cara en la oscuridad, pero creo que está
complacido. Me coge la mano y la aprieta.
Contemplo la noche a través de la ventanilla, pensando en este día tan
largo. He aprendido mucho sobre él, he recopilado muchos detalles que faltaban —los
salones, el mapa corporal, su infancia—, pero todavía queda mucho por descubrir. ¿Y
qué hay de la señora R.? Sí, se preocupa por él, y además mucho, se diría. Eso lo veo
claro, y también que él se preocupa por ella… pero no del mismo modo. Ya no sé qué
pensar. Tanta información me empieza a dar dolor de cabeza.
* * *
Christian me despierta justo cuando paramos frente al Escala.
—¿Tengo que llevarte en brazos? —pregunta, cariñoso.
Yo meneo la cabeza medio dormida. Ni hablar.
Al entrar en el ascensor, me apoyo en él y recuesto la cabeza en su hombro.
Sawyer está delante de nosotros y no deja de removerse, incómodo.
—Ha sido un día largo, ¿eh, Anastasia?
Asiento.
—¿Cansada?
Asiento.
—No estás muy habladora.
Asiento y sonríe.
—Ven. Te llevaré a la cama.
Me da la mano y salimos del ascensor, pero cuando Sawyer levanta la
mano nos paramos en el vestíbulo. Y basta esa fracción de segundo para despertarme
totalmente. Sawyer le habla a la manga de su chaqueta. No tenía ni idea de que llevara
una radio.
—Entendido, T. —dice, y se vuelve hacia nosotros—. Señor Grey, han
rajado los neumáticos y han embadurnado de pintura el Audi de la señorita Steele.
Qué horror… ¡Mi coche! ¿Quién habrá sido? Y en cuanto me formulo la
pregunta mentalmente, sé la respuesta: Leila. Levanto la vista hacia Christian, que está
pálido.
—A Taylor le preocupa que quien lo haya hecho pueda haber entrado en el
apartamento y que aún siga ahí. Quiere asegurarse.
—Entiendo. —Christian suspira—. ¿Y qué piensa hacer?
—Está subiendo en el ascensor de servicio con Ryan y Reynolds. Lo
registrarán todo y luego nos darán luz verde. Yo esperaré con ustedes, señor.
—Gracias, Sawyer. —Christian tensa el brazo que me rodea el hombro—.
El día de hoy no para de mejorar. —Suspira amargamente, con la boca pegada a mi
cabello—. Escuchad, yo no soporto quedarme aquí esperando. Sawyer, ocúpate de la
señorita Steele. No dejes que entre hasta que esté todo controlado. Estoy seguro de que
Taylor exagera. Ella no puede haber entrado en el apartamento.
¿Qué?
—No, Christian… tienes que quedarte aquí conmigo —le ruego.
Christian me suelta.
—Haz lo que dicen, Anastasia. Espera aquí.
¡No!
—¿Sawyer? —dice Christian.
Sawyer abre la puerta del vestíbulo para dejar que Christian entre en el
apartamento, y después cierra la puerta y se coloca delante de ella, mirándome
impasible.
Oh, no… ¡Christian! Imágenes terribles de todo tipo acuden a mi mente,
pero lo único que puedo hacer es quedarme a esperar.

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3 comentarios:

  1. Carajo, cada vez se pone mejor

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  2. Me entusiasmo cada capitulo mas...

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  3. esta buenisimo cada capitulo viene a mi mente y logro imaginarme todo como si estuviera mirando la película

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