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50 SOMBRAS MÁS OSCURAS:Capitulo 8


Sawyer vuelve a hablarle a su manga.
—Taylor, el señor Grey ha entrado en el apartamento.
Parpadea, coge el auricular y se lo saca del oído, probablemente porque
acaba de recibir un contundente improperio por parte de Taylor.
Oh, no… si Taylor está preocupado…
—Por favor, déjeme entrar —le ruego.
—Lo siento, señorita Steele. No tardaremos mucho. —Sawyer levanta
ambas manos en gesto exculpatorio—. Taylor y los chicos están entrando ahora mismo
en el apartamento.
Ahhh… Me siento tan impotente. De pie y completamente inmóvil, escucho
muy atenta, pendiente del menor sonido, pero lo único que oigo es mi propia
respiración convulsa. Es fuerte y entrecortada, me pica el cuero cabelludo, tengo la
boca seca y me siento mareada. Por favor, que no le pase nada a Christian, rezo en
silencio.
No tengo ni idea de cuánto tiempo ha pasado, y seguimos sin oír nada.
Probablemente eso sea buena señal: no hay disparos. Me pongo a dar vueltas alrededor
de la mesa del vestíbulo y a contemplar los cuadros de las paredes para intentar
distraer mi mente.
La verdad es que nunca me había fijado: hay dieciséis, todas obras
figurativas y de temática religiosa: la Madona y el Niño. Qué extraño…
Christian no es religioso… ¿o sí? Todas las pinturas del gran salón son
abstractas; estas son muy distintas. No consiguen distraer mi mente durante mucho rato.
¿Dónde está Christian?
Observo a Sawyer, que me mira impasible.
—¿Qué está pasando?
—No hay novedades, señorita Steele.
De repente, se mueve el pomo de la puerta. Sawyer se gira rápidamente y
saca una pistola de la cartuchera del hombro.
Me quedo petrificada. Christian aparece en el umbral.
—Vía libre —dice.
Mira a Sawyer con el ceño fruncido, y este aparta la pistola y da un paso
atrás para dejarme pasar.
—Taylor ha exagerado —gruñe Christian, y me tiende la mano.
Yo le miro con la boca abierta, incapaz de moverme, absorbiendo cada
detalle: su cabello despeinado, la tensión que expresan sus ojos, la rigidez en la
mandíbula, los dos botones desabrochados del cuello de la camisa. Parece que haya
envejecido diez años. Sus ojos me observan con aire sombrío y preocupado.
—No pasa nada, nena. —Se me acerca, me rodea con sus brazos y me besa
en el pelo—.Ven, estás cansada. Vamos a la cama.
—Estaba tan angustiada —murmuro con la cabeza apoyada en su torso,
disfrutando de su abrazo e inhalando su dulce aroma.
—Lo sé. Todos estamos nerviosos.
Sawyer ha desaparecido, seguramente está dentro del apartamento.
—Sinceramente, señor Grey, sus ex están resultando ser muy problemáticas
—musito con ironía.
Christian se relaja.
—Sí, es verdad.
Me suelta, me da la mano y me lleva por el pasillo hasta el gran salón.
—Taylor y su equipo están revisando todos los armarios y rincones. Yo no
creo que esté aquí.
—¿Por qué iba a estar aquí? No tiene sentido.
—Exacto.
—¿Podría entrar?
—No veo cómo. Pero Taylor a veces es excesivamente prudente.
—¿Has registrado tu cuarto de juegos? —susurro.
Inmediatamente Christian me mira y arquea una ceja.
—Sí, está cerrado con llave… pero Taylor y yo lo hemos revisado.
Lanzo un suspiro, profundo y purificador.
—¿Quieres una copa o algo? —pregunta Christian.
—No. —Me siento exhausta—. Solo quiero irme a la cama.
La expresión de Christian se dulcifica.
—Ven. Deja que te lleve a la cama. Se te ve agotada.
Yo tuerzo el gesto. ¿Él no viene? ¿Quiere dormir solo?
Cuando me lleva a su dormitorio me siento aliviada. Dejo mi bolso de
mano sobre la cómoda, lo abro para vaciar el contenido, y veo la nota de la señora
Robinson.
—Mira. —Se la paso a Christian—. No sé si quieres leerla. Yo prefiero no
hacer caso.
Christian le echa una breve ojeada y aprieta la mandíbula.
—No estoy seguro de qué espacios en blanco pretende llenar —dice con
desdén—. Tengo que hablar con Taylor. —Baja la vista hacia mí—. Deja que te baje
la cremallera del vestido.
—¿Vas a llamar a la policía por lo del coche? —le pregunto mientras me
doy la vuelta.
Él me aparta el pelo, desliza los dedos suavemente sobre mi espalda
desnuda y me baja la cremallera.
—No, no quiero que la policía esté involucrada en esto. Leila necesita
ayuda, no la intervención de la policía, y yo no les quiero por aquí. Simplemente
hemos de redoblar nuestros esfuerzos para encontrarla.
Se inclina y me planta un beso cariñoso en el hombro.
—Acuéstate —ordena, y luego se va.
Me tumbo y miro al techo, esperando a que vuelva. Cuántas cosas han
pasado hoy, hay tanto que procesar… ¿Por dónde empiezo?
Me despierto de golpe, desorientada. ¿Me he quedado dormida? Parpadeo
al mirar hacia la tenue luz del pasillo que se filtra a través de la puerta entreabierta del
dormitorio, y observo que Christian no está conmigo. ¿Dónde está? Levanto la vista.
Plantada, a los pies de la cama, hay una sombra. ¿Una mujer, quizá? ¿Vestida de negro?
Es difícil de decir.
Aturdida, alargo la mano y enciendo la luz de la mesita, y me doy
rápidamente la vuelta para mirar, pero allí no hay nadie. Meneo la cabeza. ¿Lo he
imaginado? ¿Soñado?
Me siento y miro alrededor de la habitación, dominada por una sensación
de intranquilidad vaga e insistente… pero estoy sola.
Me froto los ojos. ¿Qué hora es? ¿Dónde está Christian? Miro el
despertador: son las dos y cuarto de la madrugada.
Salgo aún aturdida de la cama y voy a buscarle, desconcertada por mi
imaginación hiperactiva. Ahora veo cosas. Debe de ser la reacción a los
espectaculares acontecimientos de la velada.
El salón está vacío, y solo hay encendida una de las tres lámparas
pendulares sobre la barra del desayuno. Pero la puerta de su estudio está entreabierta y
le oigo hablar por teléfono.
—No sé por qué me llamas a estas horas. No tengo nada qué decirte…
Bueno, pues dímelo ahora. No tienes por qué dejar una nota.
Me quedo parada en la puerta, escuchando con cierto sentimiento de culpa.
¿Con quién habla?
—No, escúchame tú. Te lo pedí y ahora te lo advierto. Déjala tranquila.
Ella no tiene nada que ver contigo. ¿Lo entiendes?
Suena beligerante y enfadado. No sé si llamar a la puerta.
—Ya lo sé. Pero lo digo en serio, Elena, joder. Déjala en paz. ¿Lo quieres
por triplicado? ¿Me oyes?… Bien. Buenas noches.
Cuelga de golpe el teléfono del escritorio.
Oh, maldita sea. Llamo discretamente a la puerta.
—¿Qué? —gruñe, y me dan ganas de correr a esconderme.
Se sienta a su escritorio con la cabeza entre las manos. Alza la vista con
expresión feroz, pero al verme dulcifica el gesto enseguida. Tiene los ojos muy
abiertos y cautelosos. De pronto se le ve tan cansado, que se me encoge el corazón.
Parpadea, y me mira de arriba abajo, demorándose en mis piernas
desnudas. Me he puesto una de sus camisetas.
—Deberías llevar algo de seda o satén, Anastasia —susurra—. Pero,
incluso con mi camiseta, estás preciosa.
Oh, un cumplido inesperado.
—Te he echado en falta —digo—. Ven a la cama.
Se levanta despacio de la silla. Todavía lleva la camisa blanca y los
pantalones negros. Pero ahora sus ojos brillan, cargados de promesas… aunque
también tienen un matiz de tristeza. Se queda de pie frente a mí, mirándome fijamente
pero sin tocarme.
—¿Sabes lo que significas para mí? —murmura—. Si te pasara algo por
culpa mía…
Se le quiebra la voz, arruga la frente y aparece en su rostro un destello de
dolor casi palpable. Parece tan vulnerable, y su temor es tan evidente…
—No me pasará nada —le aseguro con dulzura. Me acerco para acariciarle
la cara, paso los dedos sobre la sombra de barba de sus mejillas. Es
sorprendentemente suave—. Te crece enseguida la barba —musito, incapaz de ocultar
mi fascinación por el hermoso y dolido hombre que tengo delante.
Resigo el perfil de su labio inferior y luego bajo los dedos hasta su
garganta, hasta un leve resto de pintalabios en la base del cuello. Se le acelera la
respiración. Mis dedos llegan hasta su camisa y bajan hasta el primer botón abrochado.
—No voy a tocarte. Solo quiero desabrocharte la camisa —murmuro.
Él abre mucho los ojos y me mira con expresión alarmada. Pero no se
mueve y no me lo impide. Yo desabotono muy despacio el primero, mantengo la tela
separada de la piel y bajo cautelosamente hasta el siguiente, y repito la operación
lentamente, muy concentrada en lo que hago.
No quiero tocarle. Bueno, sí… pero no lo haré. En el cuarto botón
reaparece la línea roja, y levanto los ojos y le sonrío con timidez.
—Volvemos a estar en territorio familiar.
Trazo la línea con los dedos antes de desabrochar el último botón. Le abro
la camisa y paso a los gemelos, y retiro las dos gemas de negro bruñido, una después
de otra.
—¿Puedo quitarte la camisa? —pregunto en voz baja.
Él asiente, todavía con los ojos muy abiertos, mientras yo se la quito por
encima de los hombros. Se libera las manos y se queda desnudo ante mí de cintura para
arriba. Es como si, una vez sin camisa, hubiese recuperado la calma, y me sonríe
satisfecho.
—¿Y qué pasa con mis pantalones, señorita Steele? —pregunta, arqueando
la ceja.
—En el dormitorio. Te quiero en la cama.
—¿Sabe, señorita Steele? Es usted insaciable.
—No entiendo por qué.
Le cojo de la mano, le saco del estudio y le llevo al dormitorio. La
habitación está helada.
—¿Tú has abierto la puerta del balcón? —me pregunta con gesto
preocupado cuando entramos en su cuarto.
—No, no recuerdo haberlo hecho. Recuerdo que examiné la habitación
cuando me desperté. Y la puerta estaba cerrada, seguro.
Oh, no… Se me hiela la sangre, y miro a Christian pálida y con la boca
abierta.
—¿Qué pasa? —inquiere, con los ojos muy fijos en mí.
—Cuando me desperté… había alguien aquí —digo en un susurro—. Pensé
que eran imaginaciones mías.
—¿Qué? —Parece horrorizado, sale al balcón, mira fuera, y luego vuelve a
entrar en la habitación y echa el cerrojo de la puerta—. ¿Estás segura? ¿Quién era? —
pregunta con voz de alarma.
—Una mujer, creo. Estaba oscuro. Me acababa de despertar.
—Vístete —me ordena—. ¡Ahora!
—Mi ropa está arriba —señalo quejumbrosa.
Abre uno de los cajones de la cómoda y saca un par de pantalones de
deporte.
—Ponte esto.
Son enormes, pero no es momento de poner objeciones. Saca también una
camiseta y se la pone rápidamente. Coge el teléfono que tiene al lado y aprieta dos
botones.
—Sigue aquí, joder —masculla al auricular.
Unos tres segundos después, Taylor y otro guardaespaldas irrumpen en el
dormitorio de Christian, quien les informa brevemente de lo ocurrido.
—¿Cuánto hace? —me pregunta Taylor en tono muy expeditivo. Todavía
lleva puesta la americana. ¿Es que este hombre nunca duerme?
—Unos diez minutos —balbuceo, sintiéndome culpable por algún motivo.
—Ella conoce el apartamento como la palma de su mano —dice Christian
—. Estará escondida en alguna parte. Encontradla. Me llevo a Anastasia de aquí.
¿Cuándo vuelve Gail?
—Mañana por la noche, señor.
—Que no vuelva hasta que el apartamento sea seguro. ¿Entendido? —
ordena Christian.
—Sí, señor. ¿Irá usted a Bellevue?
—No pienso cargar a mis padres con este problema. Hazme una reserva en
algún lado.
—Sí, señor. Le llamaré para decirle dónde.
—¿No estamos exagerando un poco? —pregunto.
Christian me fulmina con la mirada.
—Puede que vaya armada —replica.
—Christian, estaba ahí parada a los pies de la cama. Podría haberme
disparado si hubiera querido.
Christian hace una breve pausa para refrenar su mal humor, o al menos eso
parece.
—No estoy dispuesto a correr ese riesgo —dice en voz baja pero
amenazadora—. Taylor, Anastasia necesita zapatos.
Christian se mete en el vestidor mientras el otro guardaespaldas me vigila.
No recuerdo cómo se llama, Ryan quizá. No deja de mirar al pasillo y las ventanas del
balcón, alternativamente. Pasados un par de minutos Christian vuelve a salir con
tejanos y el bléiser de rayas y una bandolera de piel. Me pone una chaqueta tejana
sobre los hombros.
—Vamos.
Me sujeta fuerte de la mano y casi tengo que correr para seguir su paso
enérgico hasta el gran salón.
—No puedo creer que pudiera estar escondida aquí —musito, mirando a
través de las puertas del balcón.
—Este sitio es muy grande. Todavía no lo has visto todo.
—¿Por qué no la llamas, simplemente, y le dices que quieres hablar con
ella?
—Anastasia, está trastornada, y puede ir armada —dice irritado.
—¿De manera que nosotros huimos y ya está?
—De momento… sí.
—¿Y si intenta disparar a Taylor?
—Taylor sabe mucho del manejo de armas —replica de mala gana—, y
será más rápido con la pistola que ella.
—Ray estuvo en el ejército. Me enseñó a disparar.
Christian levanta las cejas y, por un momento, parece totalmente perplejo.
—¿Tú con un arma? —dice incrédulo.
—Sí. —Me siento ofendida—. Yo sé disparar, señor Grey, de manera que
más le vale andarse con cuidado. No solo debería preocuparse de ex sumisas
trastornadas.
—Lo tendré en cuenta, señorita Steele —contesta secamente, aunque
divertido, y me gusta saber que, incluso en esta situación absurdamente tensa, puedo
hacerle sonreír.
Taylor nos espera en el vestíbulo y me entrega mi pequeña maleta y mis
Converse negras. Me deja atónita que haya hecho mi equipaje con algo de ropa. Le
sonrío con tímida gratitud, y él corresponde enseguida para tranquilizarme. E, incapaz
de reprimirme, le doy un fuerte abrazo. Le he cogido por sorpresa y, cuando le suelto,
tiene las mejillas sonrojadas.
—Ten mucho cuidado —murmuro.
—Sí, señorita Steele —musita.
Christian me mira con el ceño fruncido, y luego a Taylor, con aire confuso,
mientras este sonríe imperceptiblemente y se ajusta la corbata.
—Hazme saber dónde nos alojaremos —dice Christian.
Taylor se saca la cartera de la americana y le entrega a Christian una tarjeta
de crédito.
—Quizá necesitará esto cuando llegue.
Christian asiente.
—Bien pensado.
Llega Ryan.
—Sawyer y Reynolds no han encontrado nada —le dice a Taylor.
—Acompaña al señor Grey y a la señorita Steele al parking —ordena
Taylor.
El parking está desierto. Bueno, son casi las tres de la madrugada. Christian
me hace entrar a toda prisa en el asiento del pasajero del R8, y mete mi maleta y su
bolsa en el maletero de delante. A nuestro lado está el Audi, hecho un auténtico
desastre: con todas las ruedas rajadas y embadurnado de pintura blanca. La visión
resulta aterradora, y agradezco a Christian que me lleve lejos de aquí.
—El lunes tendrás el coche de sustitución —dice Christian, abatido, al
sentarse a mi lado.
—¿Cómo supo ella que era mi coche?
Él me mira ansioso y suspira.
—Ella tenía un Audi 3. Les compro uno a todas mis sumisas… es uno de
los coches más seguros de su gama.
Ah.
—Entonces no era un regalo de graduación.
—Anastasia, a pesar de lo que yo esperaba, tú nunca has sido mi sumisa, de
manera que técnicamente sí es un regalo de graduación.
Sale de la plaza de aparcamiento y se dirige a toda velocidad hacia la
salida.
A pesar de lo que él esperaba. Oh, no… Mi subconsciente menea la cabeza
con tristeza. Siempre volvemos a lo mismo.
—¿Sigues esperándolo? —susurro.
Suena el teléfono del coche.
—Grey —responde Christian.
—Fairmont Olympic. A mi nombre.
—Gracias, Taylor. Y, Taylor… ten mucho cuidado.
Taylor se queda callado.
—Sí, señor —dice en voz baja, y Christian cuelga.
Las calles de Seattle están desiertas, y Christian recorre a toda velocidad la
Quinta Avenida hacia la interestatal 5. Una vez en la carretera, con rumbo hacia el
norte, aprieta el acelerador tan a fondo que el impulso me empuja contra el respaldo de
mi asiento.
Le miro de reojo. Está sumido en sus pensamientos, irradiando un silencio
absoluto y meditabundo. No ha contestado a mi pregunta. Mira a menudo el retrovisor,
y me doy cuenta de que comprueba que no nos sigan. Quizá por eso vamos por la
interestatal 5. Yo creía que el Fairmont estaba en Seattle.
Miro por la ventanilla, e intento ordenar mi mente exhausta e hiperactiva. Si
ella quería hacerme daño, tuvo su gran oportunidad en el dormitorio.
—No. No es eso lo que espero, ya no. Creí que había quedado claro.
Christian interrumpe con voz dulce mis pensamientos.
Le miro y me envuelvo con la chaqueta tejana, aunque no sé si el frío
proviene de mi interior o del exterior.
—Me preocupa, ya sabes… no ser bastante para ti.
—Eres mucho más que eso. Por el amor de Dios, Anastasia, ¿qué más tengo
que hacer?
Háblame de ti. Dime que me quieres.
—¿Por qué creíste que te dejaría cuando te dije que el doctor Flynn me
había contado todo lo que había que saber de ti?
Él suspira profundamente, cierra los ojos un momento y se queda un buen
rato sin contestar.
—Anastasia, no puedes ni imaginar siquiera hasta dónde llega mi
depravación. Y eso no es algo que quiera compartir contigo.
—¿Y realmente crees que te dejaría si lo supiera? —digo en voz alta, sin
dar crédito. ¿Es que no comprende que le quiero?—. ¿Tan mal piensas de mí?
—Sé que me dejarías —dice con pesar.
—Christian… eso me resulta casi inconcebible. No puedo imaginar estar
sin ti.
Nunca…
—Ya me dejaste una vez… No quiero volver a pasar por eso.
—Elena me dijo que estuvo contigo el sábado pasado —susurro.
—No es cierto —dice, torciendo el gesto.
—¿No fuiste a verla cuando me marché?
—No —replica enfadado—. Ya te he dicho que no… y no me gusta que
duden de mí —advierte—. No fui a ninguna parte el pasado fin de semana. Me quedé
en casa montando el planeador que me regalaste. Me llevó mucho tiempo —añade en
voz baja.
Mi corazón se encoge de nuevo. La señora Robinson dijo que estuvo con él.
¿Estuvo con él o no? Ella miente. ¿Por qué?
—Al contrario de lo que piensa Elena, no acudo corriendo a ella con todos
mis problemas, Anastasia. No recurro a nadie. Quizá ya te hayas dado cuenta de que no
hablo demasiado —dice, agarrando con fuerza el volante.
—Carrick me ha dicho que estuviste dos años sin hablar.
—¿Eso te ha dicho?
Christian aprieta los labios en una fina línea.
—Yo le presioné un poco para que me diera información.
Me miro los dedos, avergonzada.
—¿Y qué más te ha dicho mi padre?
—Me ha contado que tu madre fue la doctora que te examinó cuando te
llevaron al hospital. Después de que te encontraran en tu casa.
Christian sigue totalmente inexpresivo… cauto.
—Dijo que estudiar piano te ayudó. Y también Mia.
Al oír ese nombre, sus labios dibujan una sonrisa de cariño. Al cabo de un
momento, dice:
—Debía de tener unos seis meses cuando llegó. Yo estaba emocionado,
Elliot no tanto. Él ya había tenido que aceptar mi llegada. Era perfecta. —Su voz, tan
dulce y triste, resulta sobrecogedora—. Ahora ya no tanto, claro —musita, y recuerdo
aquellos momentos en el baile en que consiguió frustrar nuestras lascivas intenciones.
Se me escapa la risa.
Christian me mira de reojo.
—¿Le parece divertido, señorita Steele?
—Parecía decidida a que no estuviéramos juntos.
Él suelta una risa apática.
—Sí, es bastante hábil. —Alarga la mano y me acaricia la rodilla—. Pero
al final lo conseguimos. —Sonríe y vuelve a echar una mirada al retrovisor—. Creo
que no nos han seguido.
Da la vuelta para salir de la interestatal 5 y se dirige otra vez al centro de
Seattle.
—¿Puedo preguntarte algo sobre Elena?
Estamos parados ante un semáforo.
Me mira con recelo.
—Si no hay más remedio… —concede de mala gana, pero no dejo que su
enfado me detenga.
—Hace tiempo me dijiste que ella te quería de un modo que para ti era
aceptable. ¿Qué querías decir con eso?
—¿No es evidente? —pregunta.
—Para mí no.
—Yo estaba descontrolado. No podía soportar que nadie me tocara. Y sigo
igual. Y pasé una etapa difícil en la adolescencia, cuando tenía catorce o quince años y
las hormonas revolucionadas. Ella me enseñó una forma de liberar la presión.
Oh.
—Mia me dijo que eras un camorrista.
—Dios, ¿por qué ha de ser tan charlatana mi familia? Aunque la culpa es
tuya. —Estamos parados ante otro semáforo y me mira con los ojos entornados—. Tú
engatusas a la gente para sacarle información.
Menea la cabeza fingiendo disgusto.
—Mia me lo contó sin que le dijera nada. De hecho, se mostró bastante
comunicativa. Estaba preocupada porque provocaras una pelea si no me conseguías en
la subasta —apunto indignada.
—Ah, nena, de eso no había el menor peligro. No permitiría que nadie
bailara contigo.
—Se lo permitiste al doctor Flynn.
—Él siempre es la excepción que confirma la regla.
Christian toma el impresionante y frondoso camino de entrada que lleva al
hotel Fairmont Olympic, y se detiene cerca de la puerta principal, junto a una
pintoresca fuente de piedra.
—Vamos.
Baja del coche y saca el equipaje. Un mozo acude corriendo, con cara de
sorpresa, sin duda por la hora tan tardía de nuestra llegada. Christian le lanza las
llaves del coche.
—A nombre de Taylor —dice.
El mozo asiente y no puede reprimir su alegría cuando se sube al R8 y
arranca. Christian me da la mano y se dirige al vestíbulo.
Mientras estoy a su lado en la recepción del hotel, me siento totalmente
ridícula. Ahí estoy yo, en el hotel más prestigioso de Seattle, vestida con una chaqueta
tejana que me queda grande, unos enormes pantalones de deporte y una camiseta vieja,
al lado de este hermoso y elegante dios griego. No me extraña que la recepcionista nos
mire a uno y a otro como si la suma no cuadrara. Naturalmente, Christian la intimida.
Se ruboriza y tartamudea, y yo pongo los ojos en blanco. Madre mía, si hasta le
tiemblan las manos…
—¿Necesita… que le ayuden… con las maletas, señor Taylor? —pregunta,
y vuelve a ponerse colorada.
—No, ya las llevaremos la señora Taylor y yo.
¡Señora Taylor! Pero si ni siquiera llevo anillo… Pongo las manos detrás
de la espalda.
—Están en la suite Cascade, señor Taylor, piso once. Nuestro botones les
ayudará con el equipaje.
—No hace falta —dice Christian cortante—. ¿Dónde están los ascensores?
La ruborizada señorita se lo indica, y Christian vuelve a cogerme de la
mano. Echo un breve vistazo al vestíbulo, suntuoso, impresionante, lleno de butacas
mullidas y desierto, excepto por una mujer de cabello oscuro sentada en un acogedor
sofá, dando de comer pequeños bocaditos a su perro. Levanta la vista y nos sonríe
cuando nos ve pasar hacia los ascensores. ¿Así que el hotel acepta mascotas? ¡Qué
raro para un sitio tan majestuoso!
La suite consta de dos dormitorios y un salón comedor, provisto de un
piano de cola. En el enorme salón principal arde un fuego de leña. Por Dios… la suite
es más grande que mi apartamento.
—Bueno, señora Taylor, no sé usted, pero yo necesito una copa —murmura
Christian mientras se asegura de cerrar la puerta.
Deja mi maleta y su bolsa sobre la otomana, a los pies de la gigantesca
cama de matrimonio con dosel, y me lleva de la mano hasta el gran salón, donde brilla
el fuego de la chimenea. La imagen resulta de lo más acogedora. Me acerco y me
caliento las manos mientras Christian prepara bebidas para ambos.
—¿Armañac?
—Por favor.
Al cabo de un momento se reúne conmigo junto al fuego y me ofrece una
copa de brandy.
—Menudo día, ¿eh?
Asiento y sus ojos me miran penetrantes, preocupados.
—Estoy bien —susurro para tranquilizarle—. ¿Y tú?
—Bueno, ahora mismo me gustaría beberme esto y luego, si no estás
demasiado cansada, llevarte a la cama y perderme en ti.
—Me parece que eso podremos arreglarlo, señor Taylor —le sonrío
tímidamente, mientras él se quita los zapatos y los calcetines.
—Señora Taylor, deje de morderse el labio —susurra.
Bebo un sorbo de armañac, ruborizada. Es delicioso y se desliza por mi
garganta dejando una sedosa y caliente estela. Cuando levanto la vista, Christian está
bebiendo un sorbo de brandy y mirándome con ojos oscuros, hambrientos.
—Nunca dejas de sorprenderme, Anastasia. Después de un día como el de
hoy… o más bien ayer, no lloriqueas ni sales corriendo despavorida. Me tienes
alucinado. Eres realmente fuerte.
—Tú eres el motivo fundamental de que me quede —murmuro—. Ya te lo
dije, Christian, no me importa lo que hayas hecho, no pienso irme a ninguna parte. Ya
sabes lo que siento por ti.
Tuerce la boca como si dudara de mis palabras, y arquea una ceja como si
le doliera oír lo que estoy diciendo. Oh, Christian, ¿qué tengo que hacer para que te
des cuenta de lo que siento?
Dejar que te pegue, dice maliciosamente mi subconsciente. Y yo le frunzo
el ceño.
—¿Dónde vas a colgar los retratos que me hizo José? —digo para intentar
que mejore su ánimo.
—Eso depende.
Relaja el gesto. Es obvio que este tema de conversación le apetece mucho
más.
—¿De qué?
—De las circunstancias —dice con aire misterioso—. Su exposición sigue
abierta, así que no tengo que decidirlo todavía.
Ladeo la cabeza y entorno los ojos.
—Puede poner la cara que quiera, señorita Steele. No diré nada —bromea.
—Puedo torturarte para sacarte la verdad.
Levanta una ceja.
—Francamente, Anastasia, creo que no deberías hacer promesas que no
puedas cumplir.
Oh, ¿eso es lo que piensa? Dejo mi copa en la repisa de la chimenea, alargo
el brazo y, ante la sorpresa de Christian, cojo la suya y la pongo junto a la mía.
—Eso habrá que verlo —murmuro.
Y con total osadía —espoleada sin duda por el brandy—, le tomo de la
mano y le llevo al dormitorio. Me detengo a los pies de la cama. Christian intenta que
no se le escape la risa.
—¿Qué vas a hacer conmigo ahora que me tienes aquí, Anastasia? —
susurra en tono burlón.
—Lo primero, desnudarte. Quiero terminar lo que empecé antes.
Apoyo las manos en las solapas de su chaqueta, con cuidado de no tocarle,
y él no pestañea pero contiene la respiración.
Le retiro la chaqueta de los hombros con delicadeza, y él sigue
observándome. De sus ojos, cada vez más abiertos y ardientes, ha desaparecido
cualquier rastro de humor, y me miran… ¿cautos…? Su mirada tiene tantas
interpretaciones. ¿Qué está pensando? Dejo su chaqueta en la otomana.
—Ahora la camiseta —murmuro.
La cojo por el bajo y la levanto. Él me ayuda, alzando los brazos y
retrocediendo, para que me sea más fácil quitársela. Una vez que lo he conseguido,
baja los ojos y me mira atento. Ahora solo lleva esos provocadores vaqueros que le
sientan tan bien. Se ve la franja de los calzoncillos.
Mis ojos ascienden ávidos por su estómago prieto hasta los restos de la
frontera de carmín, borrosa y corrida, y luego hasta el torso. Solo pienso en recorrer
con la lengua el vello de su pecho para disfrutar de su sabor.
—¿Y ahora qué? —pregunta con los ojos en llamas.
—Quiero besarte aquí.
Deslizo el dedo sobre su vientre, de un lado de la cadera al otro.
Separa los labios e inspira entrecortadamente.
—No pienso impedírtelo —musita.
Le cojo la mano.
—Pues será mejor que te tumbes —murmuro, y le llevo a un lado de nuestra
enorme cama de matrimonio.
Parece desconcertado, y se me ocurre que quizá nadie ha llevado la
iniciativa con él desde… ella. No, no vayas por ahí.
Aparto la colcha y él se sienta en el borde de la cama, mirándome,
esperando, con ese gesto serio y cauteloso. Yo me pongo delante de él y me quito su
chaqueta tejana, dejándola caer al suelo, y luego sus pantalones de deporte.
Él se frota las yemas de los dedos con el pulgar. Sé que se muere por
tocarme, pero reprime el impulso. Yo suspiro profundamente y, armándome de valor,
me quito la camiseta hasta quedar totalmente desnuda ante él. Sin apartar los ojos de
los míos, él traga saliva y abre los labios.
—Eres Afrodita, Anastasia —murmura.
Tomo su cara entre las manos, le levanto la cabeza y me inclino para
besarle. Un leve gruñido brota de su garganta.
Cuando le beso en los labios, me sujeta las caderas y, casi sin darme
cuenta, me tumba debajo de él, y me obliga a separar las piernas con las suyas, de
forma que queda encajado sobre mi cuerpo, entre mis piernas. Desliza su mano sobre
mi muslo, por encima de la cadera y a lo largo del vientre hasta alcanzar uno de mis
pechos, y lo oprime, lo masajea y tira tentadoramente de mi pezón.
Yo gimo y alzo la pelvis involuntariamente, me pego a él y me froto
deliciosamente contra la costura de su cremallera y contra su creciente erección. Deja
de besarme y baja la vista hacia mí, perplejo y sin aliento. Flexiona las caderas y su
erección empuja contra mí… Sí, justo ahí.
Cierro los ojos y jadeo, y él vuelve a hacerlo, pero esta vez yo también
empujo, y saboreo su respuesta en forma de quejido mientras vuelve a besarme. Él
sigue con esa lenta y deliciosa tortura… frotándome, frotándose. Y siento que tiene
razón: perderme en él… es embriagador hasta el punto de excluir todo lo demás. Todas
mis preocupaciones quedan eliminadas. Estoy aquí, en este momento, con él: la sangre
hierve en mis venas, zumba con fuerza en mis oídos mezclada con el sonido de nuestra
respiración jadeante. Hundo mis manos en su cabello, reteniéndole pegado a mi boca y
consumiéndole con una lengua tan avariciosa como la suya. Deslizo los dedos por sus
brazos hasta la parte baja de su espalda, hasta la cintura de sus vaqueros, e
intrépidamente introduzco mis manos anhelantes por dentro, acuciándole,
acuciándole… olvidándolo todo, salvo nosotros.
—Conseguirás intimidarme, Ana —murmura de pronto; a continuación, se
aparta de mí y se pone de rodillas. Se baja los pantalones con destreza y me entrega un
paquetito plateado—. Tú me deseas, nena, y está claro que yo te deseo a ti. Ya sabes
qué hacer.
Con dedos ansiosos y diestros, rasgo el envoltorio y le coloco el
preservativo. Él me sonríe con la boca abierta y los ojos enturbiados, llenos de
promesa carnal. Se inclina sobre mí, me frota la nariz con la suya, y despacio, con los
ojos cerrados, entra deliciosamente en mí.
Me aferro a sus brazos y levanto la barbilla, gozando de la exquisita
sensación de que me posea. Me pasa los dientes por el mentón, se retira, y vuelve a
deslizarse en mi interior… muy despacio, con mucha suavidad, mucha ternura, mientras
con los codos y las manos a ambos lados de mi cara oprime mi cuerpo con el suyo.
—Tú haces que me olvide de todo. Eres la mejor terapia —jadea, y se
mueve a un ritmo dolorosamente lento, saboreándome centímetro a centímetro.
—Por favor, Christian… más deprisa —murmuro, deseando más, ahora, ya.
—Oh, no, nena, necesito ir despacio.
Me besa suavemente, mordisquea con cuidado mi labio inferior y absorbe
mis leves quejidos.
Yo hundo más las manos en su cabello y me rindo a su ritmo, mientras lenta
y firmemente mi cuerpo asciende más y más alto hasta alcanzar la cima, y luego se
precipita brusca y rápidamente mientras llego al clímax en torno a él.
—Oh, Ana…
Y con mi nombre en sus labios como una bendición, alcanza el orgasmo.
* * *
Tiene la cabeza apoyada en mi vientre y me rodea con sus brazos. Mis
dedos juguetean con su cabello revuelto, y seguimos así, tumbados, durante no sé
cuánto tiempo. Es muy tarde y estoy muy cansada, pero solo deseo disfrutar de la
tranquila serenidad de haber hecho el amor con Christian, porque eso es lo que hemos
hecho: hacer el amor, dulce y tierno.
Él también ha recorrido un largo camino, como yo, en muy poco tiempo.
Tanto, que digerirlo resulta casi excesivo. Por culpa de ese espantoso pasado suyo,
estoy perdiendo de vista ese recorrido, simple y sincero, que ha hecho conmigo.
—Nunca me cansaré de ti. No me dejes —murmura, y me besa en el
vientre.
—No pienso irme a ninguna parte, y creo recordar que era yo la que quería
besarte en el vientre —refunfuño medio dormida.
Él sonríe pegado a mi piel.
—Ahora nada te lo impide, nena.
—Estoy tan cansada que no creo que pueda moverme.
Christian suspira y se mueve de mala gana, se tumba a mi lado, apoya la
cabeza sobre el codo y tira de la colcha para taparnos. Me mira con ojos centelleantes,
cálidos, amorosos.
—Ahora duérmete, nena.
Me besa el pelo, me rodea con el brazo y me dejo llevar por el sueño.
* * *
Cuando abro los ojos, la luz que inunda la habitación me hace parpadear
con fuerza. Siento la cabeza totalmente embotada por la falta de sueño. ¿Dónde estoy?
Ah… el hotel…
—Hola —murmura Christian, sonriéndome con cariño.
Está tumbado a mi lado en la cama, completamente vestido. ¿Cuánto lleva
ahí? ¿Me ha estado observando todo ese tiempo? De pronto, esa mirada insistente me
provoca una timidez increíble y me arde la cara.
—Hola —murmuro, y doy gracias por estar tumbada boca abajo—. ¿Cuánto
tiempo llevas ahí mirándome?
—Podría estar contemplándote durante horas, Anastasia. Pero solo llevo
aquí unos cinco minutos. —Se inclina y me besa con dulzura—. La doctora Greene
llegará enseguida.
—Oh.
Había olvidado esa inapropiada intromisión de Christian.
—¿Has dormido bien? —pregunta dulcemente—. Roncabas tanto que
parecía que así era, la verdad.
Oh, el Cincuenta juguetón y bromista.
—¡Yo no ronco! —replico irritada.
—No. No roncas.
Me sonríe. Alrededor del cuello sigue visible una tenue línea de pintalabios
rojo.
—¿Te has duchado?
—No. Te estaba esperando.
—Ah… vale. ¿Qué hora es?
—Las diez y cuarto. Me dictaba el corazón que no debía despertarte más
pronto.
—Me dijiste que no tenías corazón.
Sonríe con tristeza, pero no contesta.
—Han traído el desayuno. Para ti tortitas y beicon. Venga, levanta, que
empiezo a sentirme solo.
Me da un palmetazo en el culo que me hace pegar un salto y levantarme de
la cama.
Mmm… una demostración de afecto al estilo Christian.
Me desperezo, y me doy cuenta de que me duele todo… sin duda como
resultado de tanto sexo, y de bailar y andar todo el día por ahí con unos carísimos
zapatos de tacón alto. Salgo a rastras de la cama y voy hacia el suntuoso cuarto de baño
totalmente equipado, mientras repaso mentalmente los acontecimientos del día anterior.
Cuando salgo, me pongo uno de los extraordinariamente sedosos albornoces que están
colgados en una barra dorada del baño.
Leila, la chica que se parece a mí: esa es la imagen más perturbadora que
suscita todo tipo de conjeturas en mi cerebro, eso y su fantasmagórica presencia en el
dormitorio de Christian. ¿Qué buscaba? ¿A mí? ¿A Christian? ¿Para hacer qué? ¿Y por
qué diablos ha destrozado mi coche?
Christian dijo que me proporcionaría otro Audi, como el de todas sus
sumisas. No me gusta esa idea. Pero, como fui tan generosa con el dinero que él me
dio, ya no puedo hacer nada.
Entro en el salón principal de la suite: ni rastro de Christian. Finalmente le
localizo en el comedor. Me siento a la mesa, agradeciendo el impresionante desayuno
que tengo delante. Christian está leyendo los periódicos del domingo y bebiendo café.
Ya ha terminado de desayunar. Me sonríe.
—Come. Hoy necesitas estar fuerte —bromea.
—¿Y eso por qué? ¿Vas a encerrarme en el dormitorio?
La diosa que llevo dentro se despierta bruscamente, desaliñada y con pinta
de acabar de practicar sexo.
—Por atractiva que resulte la idea, tenía pensado salir hoy. A tomar un
poco el aire.
—¿No es peligroso? —pregunto en tono ingenuo, intentando que mi voz no
suene irónica, sin conseguirlo.
Christian cambia de cara y su boca se convierte en una fina línea.
—El sitio al que vamos, no. Y este asunto no es para tomárselo en broma
—añade con severidad, entornando los ojos.
Me ruborizo y bajo la vista a mi desayuno. Después de todo lo que pasó
ayer y de lo tarde que nos acostamos, no tengo ganas ahora de que me riñan. Me como
el desayuno en silencio y de mal humor.
Mi subconsciente me mira y menea la cabeza. Cincuenta no bromea con mi
seguridad; a estas alturas ya debería saberlo. Tengo ganas de mirarle con los ojos en
blanco para hacerle ver que está exagerando pero me contengo.
De acuerdo, estoy cansada y molesta. Ayer tuve un día muy largo y he
dormido poco. Y además, ¿por qué él tiene que estar fresco como una rosa? La vida es
tan injusta…
Llaman a la puerta.
—Esa será la doctora —masculla Christian, y es evidente que sigue
ofendido por mi irónico comentario.
Se levanta bruscamente de la mesa.
¿Es que no podemos tener una mañana normal y tranquila? Inspiro fuerte y,
dejando el desayuno a medias, me levanto para recibir a la doctora Antibaby.
Estamos en el dormitorio, y la doctora Greene me mira con la boca abierta.
Va vestida de modo más informal que la última vez, con un conjunto de cachemira rosa
pálido, pantalones negros y la melena rubia suelta.
—¿Y dejaste de tomarla así, sin más?
Me ruborizo, sintiéndome como una idiota.
—Sí.
¿De dónde me sale esa vocecita?
—Podrías estar embarazada —dice sin rodeos.
¡Qué! El mundo se hunde bajo mis pies. Mi subconsciente tiene arcadas y
cae al suelo en redondo, y sé que yo también voy a vomitar. ¡No!
—Toma, orina aquí.
Hoy está en plan profesional implacable.
Yo acepto dócilmente el vasito de plástico que me ofrece y entro dando
tumbos al cuarto de baño. No. No. No. Ni hablar… ni hablar… Por favor. No.
¿Qué hará Cincuenta? Palidezco. Se pondrá como loco.
—¡No, por favor! —musito como si rezara.
Le entrego la muestra a la doctora Greene, y ella introduce con cuidado en
el líquido un bastoncito blanco.
—¿Cuándo te empezó el periodo?
¿Cómo puedo pensar ahora en esas menudencias, aquí plantada y pendiente
exclusivamente de ese bastoncito blanco?
—Esto… ¿el miércoles? No este último, el anterior. El uno de junio.
—¿Y cuándo dejaste de tomar la píldora?
—El domingo. El domingo pasado.
Frunce los labios.
—No debería pasar nada —afirma con sequedad—. Por la cara que pones,
deduzco que un embarazo imprevisto no te haría ninguna ilusión. Así que la
medroxiprogesterona te irá bien por si no te acuerdas de tomar la píldora todos los
días.
Me mira con gesto severo y una expresión autoritaria que me hace temblar.
Saca el bastoncito blanco y lo examina.
—No hay peligro. Todavía no estás ovulando, de modo que, si tomas
precauciones, no deberías quedarte embarazada. Pero voy a aclararte una cosa sobre
esta inyección. La última vez la descartamos por los efectos secundarios, pero,
francamente, tener un hijo es un efecto secundario más grave y dura muchos años.
Sonríe, satisfecha consigo misma y su bromita, pero yo estoy demasiado
estupefacta como para contestar.
La doctora Greene procede a explicarme los efectos secundarios, y yo sigo
sentada, paralizada y aliviada, sin escuchar ni una sola de las palabras que me dice.
Creo que preferiría que apareciera cualquier mujer extraña a los pies de mi cama,
antes que tener que confesarle a Christian que estoy embarazada.
—¡Ana! —me espeta la doctora Greene, despertándome de mis
cavilaciones—. Acabemos de una vez con esto.
Y yo me subo de buen grado la manga.
Christian despide a la doctora en la puerta, cierra y me mira con recelo.
—¿Todo bien?
Yo asiento, y él echa la cabeza a un lado con expresión tensa y preocupada.
—¿Qué pasa, Anastasia? ¿Qué te ha dicho la doctora Greene?
Niego con la cabeza.
—Puedes estar tranquilo durante siete días.
—¿Siete días?
—Sí.
—Ana, ¿qué pasa?
Trago saliva.
—No hay ningún problema. Por favor, Christian, olvídalo.
Christian se acerca a mí con semblante sombrío. Me sujeta la barbilla, me
echa la cabeza hacia atrás y me mira a los ojos intensamente, intentando descifrar mi
expresión de pánico.
—Cuéntamelo —insiste.
—No hay nada que contar. Me gustaría vestirme. —Echo la cabeza hacia
atrás para evitar su mirada.
Suspira, se pasa la mano por el pelo y me mira con el ceño fruncido.
—Vamos a ducharnos —dice finalmente.
—Claro —digo con aire ausente, y él tuerce el gesto.
—Vamos.
Y me coge la mano con fuerza, malhumorado. Va dando largas zancadas
hasta el baño, llevándome casi a rastras. Por lo visto, no soy la única que está
disgustada. Abre el grifo de la ducha y se desnuda deprisa antes de volverse hacia mí.
—No sé por qué te has enfadado, o si solo estás de mal humor porque has
dormido poco —dice mientras me desata el albornoz—. Pero quiero que me lo
cuentes. Me imagino todo tipo de cosas y eso no me gusta.
Le miro con los ojos en blanco, y él me hace un gesto reprobador con los
ojos entornados. ¡Maldita sea! Vale… allá voy.
—La doctora Greene me ha reñido porque me olvidé de tomar la píldora.
Ha dicho que podría estar embarazada.
—¿Qué?
De pronto se pone pálido, lívido, con las manos como paralizadas.
—Pero no lo estoy. Me ha hecho la prueba. Pero eso me ha afectado mucho,
nada más. Es increíble que haya sido tan estúpida.
Se relaja visiblemente.
—¿Seguro que no lo estás?
—Seguro.
Respira hondo.
—Bien. Sí, ya entiendo que una noticia así puede ser muy perturbadora.
Frunzo el ceño… ¿perturbadora?
—Lo que me preocupaba sobre todo era tu reacción.
Me mira sorprendido, confuso.
—¿Mi reacción? Bueno, me siento aliviado, claro… dejarte embarazada
habría sido el colmo del descuido y del mal gusto.
—Pues quizá deberíamos abstenernos —replico.
Me mira fijamente un momento, desconcertado, como si yo fuera una
especie de raro experimento científico.
—Estás de mal humor esta mañana.
—Me ha afectado mucho, nada más —repito en tono arisco.
Me coge por las solapas del albornoz, me atrae hacia él y me abraza con
cariño, me besa el pelo y aprieta mi cabeza contra su pecho. Me quedo absorta en el
vello de su torso, que me hace cosquillas en la mejilla. ¡Ah, si pudiera acariciarle…!
—Ana, yo no estoy acostumbrado a esto —murmura—. Mi inclinación
natural sería darte una paliza, pero dudo que quieras eso.
Por Dios…
—No, no lo quiero. Pero esto ayuda.
Abrazo más fuerte a Christian, y permanecemos un buen rato entrelazados
en ese peculiar abrazo, Christian desnudo y yo en albornoz. Una vez más me siento
desarmada ante su sinceridad. No sabe nada de relaciones personales, y yo tampoco,
salvo lo que he aprendido de él. Bueno, él me ha pedido fe y paciencia; quizá yo
debería hacer lo mismo.
—Ven, vamos a ducharnos —dice Christian finalmente, y me suelta.
Da un paso atrás y me quita el albornoz. Entro tras él bajo el torrente de
agua, y levanto la cara hacia la cascada. Cabemos los dos bajo esa inmensa roseta.
Christian coge el champú y empieza a lavarse el pelo. Me lo pasa y yo procedo a hacer
lo mismo.
Oh, esto es muy agradable. Cierro los ojos y me rindo al placer del agua
caliente y purificadora. Mientras me aclaro la espuma siento sus manos sobre mí
enjabonándome el cuerpo: los hombros, los brazos, las axilas, los senos, la espalda.
Me da la vuelta con delicadeza y me atrae hacia él, mientras sigue bajando por mi
cuerpo: el estómago, el vientre, sus dedos hábiles entre mis piernas… mmm… mi
trasero. Oh, es muy agradable y muy íntimo. Me da la vuelta para tenerme de frente otra
vez.
—Toma —dice en voz baja, y me entrega el gel—. Quiero que me limpies
los restos de pintalabios.
Inmediatamente abro los ojos y los clavo en los suyos. Me mira
intensamente, mojado, hermoso. Con sus preciosos y brillantes ojos grises que no
traslucen nada.
—No te apartes mucho de la línea, por favor —apunta, tenso.
—De acuerdo —murmuro, intentando absorber la enormidad de lo que
acaba de pedirme que haga: tocarle en el límite de la zona prohibida.
Me echo un poco de jabón en la mano y froto ambas palmas para hacer
espuma; luego las pongo sobre sus hombros y, con cuidado, lavo la raya de carmín de
cada costado. Él se queda quieto y cierra los ojos con el rostro impasible, pero respira
entrecortadamente, y sé que no es por deseo sino por miedo. Y eso me hiere en lo más
profundo.
Con dedos temblorosos resigo cuidadosamente la línea por el costado de su
torso, enjabonando y frotando suavemente, y él traga saliva con la barbilla rígida como
si apretara los dientes. ¡Ahhh! Se me encoge el corazón y tengo la garganta seca. Oh,
no… Estoy a punto de romper a llorar.
Dejo de echarme más jabón en la mano y noto que se relaja. No puedo
mirarle. No soporto ver su dolor: es abrumador. Ahora soy yo quien traga saliva.
—¿Listo? —murmuro, y mi tono trasluce con toda claridad la tensión del
momento.
—Sí —accede con voz ronca y preñada de miedo.
Coloco con suavidad las manos a ambos lados de su torso, y él vuelve a
quedarse paralizado.
Esto me supera por completo. Me abruma su confianza en mí, me abruma su
miedo, el daño que le han hecho a este hombre maravilloso, perdido e imperfecto.
Tengo los ojos bañados en lágrimas, que se derraman por mi rostro
mezcladas con el agua de la ducha. ¡Oh, Christian! ¿Quién te hizo esto?
Con cada respiración entrecortada su diafragma se mueve convulso, y
siento su cuerpo rígido, que emana oleadas de tensión mientras mis manos resiguen y
borran la línea. Oh, si pudiera borrar tu dolor, lo haría… Haría cualquier cosa, y lo
único que deseo es besar todas y cada una de las cicatrices, borrar a besos esos años
de espantoso abandono. Pero ahora no puedo hacerlo, y las lágrimas caen sin control
por mis mejillas.
—No, por favor, no llores —susurra con voz angustiada mientras me
envuelve con fuerza entre sus brazos—. Por favor, no llores por mí.
Y estallo en sollozos, escondo la cara en su cuello, mientras pienso en un
niñito perdido en un océano de miedo y dolor, asustado, abandonado, maltratado…
herido más allá de lo humanamente soportable.
Se aparta, me sujeta la cabeza entre las manos y la echa hacia atrás mientras
se inclina para besarme.
—No llores, Ana, por favor —murmura junto a mi boca—. Fue hace mucho
tiempo. Anhelo que me toques y acaricies, pero soy incapaz de soportarlo,
simplemente. Me supera. Por favor, por favor, no llores.
—Yo también quiero tocarte. Más de lo que te imaginas. Verte así… tan
dolido y asustado, Christian… me hiere profundamente. Te amo tanto…
Me acaricia el labio inferior con el pulgar.
—Lo sé, lo sé.
—Es muy fácil quererte. ¿Es que no lo entiendes?
—No, nena. No lo entiendo.
—Pues lo es. Yo te quiero, y tu familia también. Y Elena y Leila, aunque lo
demuestren de un modo extraño, pero también te quieren. Mereces ser querido.
—Basta. —Pone un dedo sobre mis labios y niega con la cabeza en un gesto
agónico—. No puedo oír esto. Yo no soy nada, Anastasia. Soy un hombre vacío por
dentro. No tengo corazón.
—Sí, sí lo tienes. Y yo lo quiero, lo quiero todo él. Eres un hombre bueno,
Christian, un hombre bueno de verdad. No lo dudes. Mira lo que has hecho… lo que
has conseguido —digo entre sollozos—. Mira lo que has hecho por mí… a lo que has
renunciado por mí —susurro—. Yo lo sé. Sé lo que sientes por mí.
Baja la vista y me mira, con ojos muy abiertos y aterrados. Solo se oye el
chorro de agua cayendo sobre nosotros.
—Tú me quieres —musito.
Abre aún más los ojos, y también la boca. Inspira profundamente, como si
le faltara el aire. Parece torturado… vulnerable.
—Sí —murmura—. Te quiero.
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