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No te escondo nada - Sylvia Day - Cap.1


1
—Deberíamos ir a un bar a celebrarlo.
No me sorprendió la categórica declaración de mi compañero de piso. Cary Taylor
siempre encontraba pretextos para ir a celebrar algo, por pequeño e intrascendente que
fuera. Formaba parte de su encanto.
—No creo que beber la noche antes de empezar en un nuevo empleo sea buena idea.
—Vamos, Eva. —Sentado en el suelo del salón de nuestra nueva casa, entre varias
cajas de mudanza, Cary esbozó su irresistible sonrisa. Llevábamos varios días
desempaquetando, pero él seguía teniendo un aspecto increíble. De constitución delgada,
pelo oscuro y ojos verdes, Carey era un hombre al que resultaba difícil no ver guapísimo
todos los días. Me habría sentado mal de no ser porque era la persona a la que más quería
en este mundo.
—No estoy diciendo que nos vayamos de juerga —insistió—. Sólo una o dos copas
de vino. Podemos pillar una happy hour y estar de vuelta a eso de las ocho.
—No sé si llegaré a tiempo. —Señalé mi pantalón y mi camiseta de yoga—.
Después de calcular cuánto me llevará ir andando al trabajo, me acercaré al gimnasio.
—Camina deprisa y haz ejercicio más deprisa aún. —El perfecto arqueo de cejas de
Cary me hizo reír. No me cabía duda de que algún día el soberbio rostro de Cary aparecería
en carteles y revistas de moda de todo el mundo. Pusiera la cara que pusiera, estaba
buenísimo.
—¿Y qué tal mañana después del trabajo? —sugerí yo—. Si consigo terminar bien
el día, sí merecerá la pena celebrarlo.
—Vale. Inauguraré la nueva cocina para cenar.
—¡Humm...! —Cocinar era uno de los placeres de Cary, pero no uno de sus
dones—. ¡Vale!
Se sopló un mechón rebelde para apartárselo de la cara y me lanzó una sonrisita.
—Tenemos una cocina que ya quisieran muchos restaurantes. Ahí no pueden salir
mal las comidas.
Indecisa, le dije adiós con la mano y me marché, optando por evitar una
conversación sobre el arte de cocinar. Bajé en el ascensor hasta la planta baja, y sonreí al
portero cuando me mostró la salida a la calle con un ademán.
En cuanto puse un pie fuera, me invadieron los olores y sonidos de Manhattan,
invitándome a explorar. No sólo había cruzado el país desde mi San Diego natal, sino que
parecía estar en otro mundo. Dos importantes metrópolis, una de clima templado constante
y pereza sensual, la otra rebosante de vitalidad y energía frenética. En mis fantasías, me
imaginaba viviendo en un edificio sin ascensor en Brooklyn; sin embargo, como era una
hija obediente, me encontraba en el Upper West Side. De no ser porque Cary vivía conmigo, me habría sentido triste y sola en aquel amplio apartamento que, al mes, costaba
más de lo que mucha gente ganaba en un año.
El portero me saludó con una ligera inclinación de sombrero.
—Buenas tardes, señorita Tramell. ¿Va a querer un taxi esta tarde?
—No, gracias, Paul. —Me balanceé sobre los tacones redondeados de mis
deportivas—. Voy a caminar.
Él sonrió.
—Ha refrescado desde mediodía. Hará bueno.
—Me han dicho que disfrute del tiempo de junio, que luego empieza a hacer un
calor de mil demonios.
—Le han aconsejado bien, señorita Tramell.
Al salir de debajo del moderno y acristalado voladizo de la entrada, que de alguna
manera armonizaba con la edad del edificio y de sus vecinos, me recreé en la relativa
tranquilidad de aquella calle bordeada de árboles hasta llegar al ajetreo y el tráfico de
Broadway. Confiaba en que algún día no muy lejano conseguiría integrarme, pero de
momento me sentía como una impostora que se hacía pasar por neoyorquina. Tenía unas
señas y un empleo, pero aún desconfiaba del metro y no me resultaba fácil parar un taxi.
Procuraba no caminar distraída y con los ojos como platos, pero era difícil. Había tanto que
ver y experimentar...
La percepción sensorial era asombrosa: el olor del escape de los vehículos mezclado
con el de la comida de los carritos ambulantes, los gritos de los vendedores ambulantes
unido a la música de los animadores de calle, la impresionante variedad de caras, estilos y
acentos, las imponentes maravillas arquitectónicas... Y los coches. ¡Santo Dios! Nunca
había visto nada semejante a aquel frenético torrente de coches apretados.
Siempre había alguna ambulancia, coche patrulla o camión de bomberos intentando
abrirse paso entre la avalancha de taxis amarillos con el aullido electrónico de sus
ensordecedoras sirenas. Me atemorizaban los pesados camiones de la basura que circulaban
por pequeñas calles de un solo sentido y los conductores de reparto que desafiaban el denso
tráfico para hacer frente a los estrictos plazos de entrega.
Los auténticos neoyorquinos se movían entre todo aquello como peces en el agua;
su querida ciudad les resultaba tan cómoda y familiar como su par de zapatos favoritos. No
miraban el vapor que salía de los baches y las rejillas de ventilación de las aceras con
romántico embeleso, ni parpadeaban cuando el suelo vibraba bajo sus pies con el atronador
paso del metro, mientras que yo sonreía como una idiota y flexionaba los dedos. Nueva
York era una aventura amorosa completamente nueva para mí. Estaba arrobada, y se me
notaba.
Así que realmente tuve que hacer esfuerzos para tomarme las cosas con calma
mientras me dirigía al edificio donde iba a trabajar. Al menos, en lo que respectaba al
empleo, me había salido con la mía. Quería ganarme la vida por méritos propios, y eso
suponía un puesto de principiante. Empezaba a trabajar a la mañana siguiente como
ayudante de Mark Garrity en Waters Field & Leaman, una de las agencias publicitarias más
importantes de Estados Unidos. Mi padrastro, el megafinanciero Richard Stanton, se
molestó cuando acepté el empleo, porque decía que si no fuera tan orgullosa podría haber
trabajado para un amigo suyo y haberme beneficiado de ese contacto.
—Eres tan testaruda como tu padre —me dijo en aquel momento—. Tardará una
eternidad en devolver tus préstamos estudiantiles con su sueldo de policía.
Aquello supuso una buena bronca, pues mi padre no estaba dispuesto a dar su brazo
a torcer.
—¡Ni hablar! Ningún otro hombre pagará los estudios de mi hija —había dicho
Víctor Reyes cuando Stanton se lo ofreció. Yo respetaba esa actitud, y sospecho que
Stanton también, aunque nunca lo reconocería. Comprendía la postura de ambos hombres,
porque yo misma había luchado por pagarme los préstamos... y no lo había conseguido.
Para mi padre era una cuestión de orgullo. Mi madre se había negado a casarse con él, pero
eso no le hizo vacilar en su determinación de ser mi padre en todos los sentidos posibles.
Sabiendo que era inútil hacerse mala sangre por antiguas frustraciones, me centré en
llegar al trabajo cuanto antes. Había elegido a propósito una hora muy concurrida de un
lunes para cronometrar el corto paseo, así que me alegró llegar al Crossfire Building, que
albergaba a Waters Field & Leaman, en menos de treinta minutos.
Eché la cabeza hacia atrás y recorrí con la mirada la altura del edificio hasta la
escasa franja de cielo. El Crossfire, una elegante y reluciente torre azul zafiro que
atravesaba las nubes, imponía de verdad. Yo sabía, por las entrevistas que había realizado
con anterioridad, que el interior, al que se accedía por las puertas giratorias enmarcadas en
bronce, era igual de imponente, con suelos y paredes de mármol veteado, mostrador y
torniquetes de seguridad de aluminio cepillado.
Saqué mi nueva tarjeta de identificación del bolsillo interior de los pantalones y se
la mostré a los dos guardias de traje negro que estaban en recepción. Me dieron el alto de
todos modos, sin duda porque no iba vestida de manera apropiada, pero enseguida me
dejaron pasar. En cuanto subiera en ascensor al vigésimo piso, tendría el marco temporal
para la ruta completa de puerta a puerta. Objetivo cumplido.
Me dirigía hacia los ascensores cuando a una esbelta y elegante morena se le
enganchó el bolso en un torniquete y se le volcó, derramándosele un montón de calderilla.
Una lluvia de monedas rodó alegremente por el suelo de mármol, y vi cómo la gente
esquivaba aquel caos y seguía su camino como si no lo viera. Me dio pena y me agaché a
ayudar a aquella mujer a recoger el dinero, como hizo también uno de los guardias.
—Gracias —dijo, con una rápida y afligida sonrisa.
—No pasa nada. Yo también me he visto en situaciones parecidas —respondí,
devolviéndole la sonrisa.
Acababa de agacharme a coger una moneda de cinco centavos que estaba cerca de
la entrada cuando me topé con un par de exclusivos zapatos negros sobre los que caían unos
pantalones negros impecables. Esperé un instante a que aquel hombre se apartara de mi
camino, pero, como no lo hacía, eché la cabeza hacia atrás para ampliar mi campo visual
hacia arriba. Aquel traje sastre de tres piezas agitó alguna que otra de mis zonas sensibles,
pero era el cuerpo alto y de una delgadez atlética que había dentro lo que lo convertía en
sensacional. Pero, pese a lo impresionante que era toda aquella magnífica masculinidad, fue
al ver la cara del tipo cuando quedé fuera de combate.
¡Caray...! ¡Caray!
Se puso justo en frente de mí, apoyado elegantemente en los talones. Me quedé
impactada ante aquella masculinidad que tenía a la altura de los ojos. Atónita.
Entonces algo sucedió entre nosotros.
Él también se me había quedado mirando, y, mientras lo hacía, se transformó...,
como si se le hubiera caído un escudo de los ojos y dejara entrever una arrasadora voluntad
que me dejó sin respiración. El intenso magnetismo que emanaba se fue haciendo más
fuerte, hasta convertirse en una impresión casi tangible de enérgico e implacable poder.
Mi reacción instintiva fue echarme hacia atrás. Y me caí de culo toda despatarrada.
Me palpitaban los codos por el violento impacto contra el suelo de mármol, pero
casi no notaba el dolor. Me había quedado absorta mirando, fascinada con el hombre que
tenía delante. Un pelo negro como el carbón enmarcaba un rostro que quitaba el hipo. Su
estructura ósea haría llorar de alegría a cualquier escultor, mientras que una boca
firmemente delineada, una nariz afilada y unos ojos azul intenso le hacían increíblemente
guapo. Aquellos ojos se aguzaron ligeramente; por lo demás, sus rasgos mostraban una
estudiada imperturbabilidad.
Tanto la camisa de vestir como el traje eran negros, pero la corbata combinaba
perfectamente con sus brillantes iris. Sus ojos eran perspicaces y calculadores, y me
taladraban. Se me aceleró el corazón; separé los labios para respirar con más facilidad.
Aquel hombre olía divinamente. No a colonia. A gel de baño, quizá. O a champú. Fuera lo
que fuese, era de chuparse los dedos, como él.
Me tendió una mano, dejando a la vista unos gemelos de ónice y un reloj que parcía
muy caro.
Con una entrecortada inhalación, puse mi mano en la suya. El corazón me dio un
vuelco cuando me la apretó. Su roce era eléctrico, y me subió una descarga por el brazo que
me erizó el pelo de la nuca. Durante unos instantes no se movió, con una arruga en el ceño
que echaba a perder el espacio de entre sus cejas de corte arrogante.
—¿Estás bien?
Su voz era culta y suave, con un tono áspero que me agitó el estómago. Me hizo
pensar en el sexo. En un sexo extraordinario. Por un momento se me ocurrió que podría
tener un orgasmo simplemente oyéndole hablar.
Tenía los labios secos, y me los lamí antes de contestar.
—Sí, gracias.
Moviéndose con una gracia infinita, tiró de mí hasta que estuve a su lado.
Mantuvimos el contacto visual porque me resultaba imposible apartar la mirada. Era más
joven de lo que había supuesto en un principio. Diría que no había cumplido los treinta,
pero en sus ojos, fríos y de una agudísima inteligencia, había mucho mundo.
Me sentía atraída hacia él, como si tuviera una cuerda alrededor de la cintura y
aquel hombre tirara lenta e inexorablemente de ella.
Parpadeé tratando de romper aquel aturdimiento y le solté la mano. No sólo era
guapísimo, era... fascinante. Pertenecía a esa clase de hombres que hacen que una mujer
quiera desabrocharles la camisa de un tirón y ver cómo los botones se desparraman junto
con sus inhibiciones. Le miré, vestido con aquel traje tan elegante, refinado y
escandalosamente caro, y me vino a la mente la idea de follar cruda y salvajemente, con las
uñas clavadas en las sábanas.
Se agachó y recogió mi tarjeta de identificación, que no me había dado cuenta de
que se me había caído, liberándome de aquella provocativa mirada. A duras penas, mi
cerebro se puso de nuevo en funcionamiento.
Me cabreé conmigo misma por sentirme tan torpe mientras que a él se le veía
completamente dueño de sí mismo. ¿Y por qué? Porque estaba deslumbrada, ¡maldita sea!
Levantó la vista hacia mí y aquella postura —de él casi arrodillado ante mí— hizo
que volviera a tambalearme. Me sostuvo la mirada mientras se ponía de pie.
—¿Seguro que estás bien? Deberías sentarte un momento.
Me ardía la cara. Qué bonito, aparecer torpe y desgarbada delante del hombre más
grácil y seguro de sí mismo que había conocido en mi vida.
—He perdido el equilibrio, nada más. Estoy bien.
Al apartar la mirada, divisé a la mujer a la que se le había derramado el contenido
del bolso. Dio las gracias al guardia que la había ayudado; luego vino hacia mí
disculpándose con profusión. Me volví hacia ella y alargué la mano para darle el puñado de
monedas que había recogido, pero la mirada se le fue hacia el dios del traje y enseguida se
olvidó de mí por completo. Unos instantes después, me acerqué y metí la calderilla en el
bolso de la mujer. Luego me arriesgué a mirar a aquel hombre otra vez y descubrí que él
tenía puestos los ojos en mí, pese a que la morena no paraba de deshacerse en
agradecimientos. A él. No a mí, claro está, que era quien la había ayudado.
—¿Podría darme mi tarjeta, por favor? —intervine yo, interrumpiéndola.
Me la entregó, y aunque procuré cogérsela sin tocarle, sus dedos rozaron los míos,
lo cual provocó una descarga que volvió a estremecerme.
—Gracias —murmuré, y acto seguido le rodeé y salí a la calle por la puerta
giratoria. Me paré en la acera, tomando una bocanada de aquel aire de Nueva York que
estaba impregnado de un millón de cosas diferentes, unas buenas y otras tóxicas.
Delante del edificio había un rutilante todoterreno negro Bentley, y vi mi reflejo en
las inmaculadas ventanillas tintadas del vehículo. Estaba sonrojada y me brillaban mucho
mis ojos grises. Ya me había visto yo aquella mirada: en el espejo del baño, justo antes de
irme a la cama con un hombre. Era mi mirada de estoy-lista-para-follar y en aquel momento
no debería tenerla en la cara.
¡Por el amor de Dios! ¡Contrólate!
Cinco minutos con don Oscuro y Peligroso, y estaba llena de una energía inquieta y
a flor de piel. Aún podía sentir la atracción que me producía aquel hombre, la inexplicable
necesidad de volver a entrar a donde él estaba. Podría argumentar que no había terminado

lo que había ido a hacer al Crossfire, pero sabía que después me daría cabezazos contra las
paredes. ¿Cuántas veces iba a hacer el ridículo en un día?
—Ya basta —me reprendí a mí misma entre dientes—. ¡Andando!
Atronaban las bocinas cada vez que un taxi adelantaba a otro como una flecha, sin
apenas espacio entre ellos, y luego frenaban en seco cuando los temerarios transeúntes se
ponían a cruzar la calle, unos segundos antes de que cambiara la luz del semáforo. Luego
seguían los gritos: un aluvión de improperios y gestos de las manos que no conllevaban
verdaderas ofensas. En cuestión de segundos todas las partes implicadas se olvidaban de
aquel intercambio, que no era más que una nota en el ritmo natural de la ciudad.
Al incorporarme al flujo de viandantes y encaminarme al gimnasio, esbocé sin
querer una sonrisa. Ah, Nueva York, pensé, ya más tranquila. Cómo molas.
Había pensando hacer calentamiento en la cinta de correr y después completar la
hora con algunas máquinas, pero al ver que estaba a punto de empezar una clase de
kickboxing para principiantes, me uní al grupo de alumnos que estaba esperando. Para
cuando terminó la clase, me sentía mucho mejor. Los muslos me temblaban con la dosis
adecuada de fatiga, y sabía que dormiría como un tronco cuando me fuera a la cama por la
noche.
—Lo has hecho muy bien.
Me sequé el sudor de la cara con una toalla y miré al joven que me hablaba. Era
desgarbado y de suave musculatura, con unos vivaces ojos marrones y una piel café con
leche perfecta. Tenía unas pestañas envidiablemente densas y largas, en contraste con la
cabeza, que la llevaba afeitada.
—Gracias. —Torcí la boca en plan lastimoso—. Se me nota que es la primera vez,
¿verdad?
Él sonrió y me tendió la mano.
—Parker Smith.
—Eva Tramell.
—Tienes un don natural, Eva. Con un poco de entrenamiento dejarías fuera de
combate a cualquiera. En una ciudad como Nueva York, saber defensa personal es
imprescindible. —Señaló el tablón de corcho que había en la pared. Estaba lleno de tarjetas
de visita y folletos clavados con chinchetas. Arrancó una pestaña de la parte inferior de una
hoja de papel fluorescente y me la tendió—. ¿Has oído hablar del Krav Maga?
—En una película de Jennifer López.
—Yo lo enseño, y me encantaría enseñarte. Aquí tienes mi página web y el número
del estudio.
Me admiraba su manera de abordar. Era directa, como su mirada, y su sonrisa era
genuina. Me pregunté si estaría tratando de ligar, pero me lo dijo con tanta naturalidad que
no podía estar segura.
Parker cruzó los brazos, lo cual le realzó unos bíceps bien marcados. Vestía una
camiseta negra sin mangas y shorts largos. Sus zapatillas Converse parecían cómodas a 
base de haberlas usado mucho, y por el cuello le asomaban varios tatuajes tribales.
—En la página web encontrarás el horario. Deberías venir a conocerlo, y ver si es
para ti.
—Me lo pensaré.
—Hazlo. —Volvió a estrecharme la mano, con firmeza y seguridad—. Espero verte.
El apartamento olía de maravilla cuando regresé a casa, y por los altavoces se oía
cantar a Adele, a ritmo de soul, sobre seguir los caminos. A través del apartamento diáfano,
miré hacia la cocina y vi a Cary meneándose con la música y removiendo algo en los
fogones. Había una botella de vino abierta sobre la encimera y dos copas, una de ellas con
un poco de vino tinto.
—Hola —saludé al acercarme—. ¿Qué estás cocinando? ¿Me da tiempo a ducharme
primero?
Me sirvió vino en la otra copa y la deslizó por el mostrador de desayuno en mi
dirección, con movimientos practicados y elegantes. Viéndole, nadie habría dicho que había
pasado la infancia viviendo unas veces con su madre drogadicta y otras en casas de
acogida, y la adolescencia en centros estatales de reclusión y rehabilitación de menores.
—Pasta con salsa de carne. Y dúchate luego, que la cena está lista. ¿Lo has pasado
bien?
—Una vez que llegué al gimnasio, sí. —Saqué uno de los taburetes de madera de
teca y me senté. Le hablé de la clase de kickboxing y de Parker Smith—. ¿Quieres venir
conmigo?
—¿Krav Maga? —Cary meneó la cabeza—. Eso es muy duro. Terminaría todo
magullado y perdería trabajos, pero iré contigo a echar un vistazo, no vaya a ser que el tipo
ese sea un chiflado.
Me quedé mirando cómo echaba la pasta en un colador.
—Un chiflado, ¿eh?
Mi padre me enseñó muy bien a calar a los tíos, por eso supe enseguida que el dios
del traje era peligroso. La gente normal esbozaba sonrisas de cortesía cuando ayudaba a
alguien, para establecer una comunicación momentánea que allanara el camino.
Pero yo ni siquiera le había sonreído.
—Nena —dijo Cary, sacando platos del armario—, eres una mujer sexy,
despampanante. Desconfío de cualquier hombre que no tenga las pelotas de pedirte una cita
abiertamente.
Le miré arrugando la nariz.
Cary me puso un plato delante. Contenía pasta para ensalada cubierta de una escasa
salsa de tomate con trozos de carne y guisantes.
—Estás preocupada por algo. ¿De qué se trata?
Humm... Agarré el mango de la cuchara que sobresalía del plato y decidí no hacer
comentarios sobre la comida.
—Creo que hoy me he topado con el hombre más atractivo del planeta. Puede que el
más atractivo de la historia.
—¡Vaya! Creí que era yo. No me cuentes más. —Cary se quedó al otro lado del
mostrador, prefiriendo comer de pie.
Le observé mientras se tomaba unos bocados de su propio brebaje antes de
atreverme a probarlo yo también.
—En realidad no hay mucho que contar. Me caí de culo despatarrada en el vestíbulo
del Crossfire y él me echó una mano para levantarme.
—¿Alto o bajo? ¿Rubio o moreno? ¿Fornido o estilizado? ¿Color de ojos?
Tragué mi segundo bocado con un poco de vino.
—Alto. Moreno. Estilizado y fornido. Ojos azules. Asquerosamente rico, a juzgar
por la ropa y los accesorios. Y muy sexy. Ya sabes: hay tíos guapos que no te alteran las
hormonas, y otros menos guapos pero con un tremendo atractivo sexual. Este tipo lo tenía
todo.
Noté un cosquilleo en el vientre como cuando Oscuro y Peligroso me tocó.
Recordaba su asombrosa cara con absoluta claridad. Hombres así de turbadores deberían
estar prohibidos. Aún no me había recuperado del achicharramiento de las células de mi
cerebro.
Cary puso un codo en el mostrador y se apoyó, con su largo flequillo tapándole uno
de sus vivaces ojos verdes.
—¿Y qué pasó después de que te ayudara a levantarte?
Me encogí de hombros.
—Nada.
—¿Nada?
—Me marché.
—¿Qué? ¿Y no coqueteaste con él?
Tomé otro bocado. Realmente la comida no estaba mal. O yo estaba muerta de
hambre.
—No era la clase de tío con el que se puede coquetear, Cary.
—No existe un tío con el que no se pueda coquetear. Incluso los felizmente casados
disfrutan con un poquito de inofensivo coqueteo de vez en cuando.
—Este tipo no tenía nada de inofensivo —dije secamente.
—Ah, ya, es uno de ésos —replicó Cary con seriedad—. Los chicos malos pueden
ser divertidos, si no intimas demasiado.
Hablaba por experiencia; a sus pies caían rendidos hombres y mujeres de todas las
edades. Aun así, siempre se las arreglaba para elegir a los menos apropiados. Había salido
con acosadores, estafadores y amantes que le amenazaban con suicidarse por él, y amantes
que tenían otras relaciones de las que no le decían nada... Había pasado por todo lo
imaginable.
—No veo yo a ese tío como una diversión —dije—. Era demasiado intenso, pero
seguro que es alucinante en la cama, con toda esa intensidad.
—¡Así se habla! Olvídate del tipo real. Utiliza su cara para tus fantasías y hazle

perfecto en ellas.
Como prefería quitarme a aquel hombre de la cabeza, cambié de tema.
—¿Tienes algún casting de modelos mañana?
—Por supuesto. —Cary se puso a dar detalles de su programa de trabajo: un
anuncio de vaqueros, autobronceador, ropa interior y colonia.
Aparté de mi mente todo lo demás y me concentré en él y en su creciente éxito.
Cary Taylor estaba cada vez más solicitado, y se estaba forjando una sólida reputación
entre los fotógrafos y clientes de las agencias de publicidad de ser un profesional serio. Me
sentía muy feliz por él y muy orgullosa. Había recorrido un largo camino y pasado por
mucho.
Fue después de cenar cuando me fijé en que había dos grandes cajas de regalo
apoyadas en un lateral del sofá modular.
—¿Qué es eso?
—Eso —respondió Cary, acercándose a donde me encontraba yo en el comedor—
es lo último.
Supe inmediatamente que las habían enviado Stanton y mi madre. El dinero era algo
que mi madre necesitaba para ser feliz, y me alegraba que Stanton, su tercer marido,
pudiera satisfacerle esa necesidad y sus muchas otras también. Con frecuencia deseaba que
aquello acabara de una vez, pero a mi madre le costaba aceptar que yo no viera el dinero de
la misma forma que ella.
—¿Y ahora qué es?
Cary me pasó un brazo por los hombros, lo que no le resultaba muy difícil de hacer,
ya que me sacaba trece centímetros.
—No seas desagradecida. Él quiere a tu madre. Le encanta mimarla, y a tu madre le
encanta mimarte a ti. Por mucho que te disguste, no lo hace por ti, sino por ella.
Suspirando, en eso le di la razón.
—¿Qué hay en ellas?
—Ropa glamorosa para la cena benéfica de este sábado. Un vestido explosivo para
ti y un esmoquin Brioni para mí, porque lo que él hace por ti es comprarme regalos a mí.
Eres más tolerante si estoy yo para escuchar tus quejas.
—¡Desde luego! Menos mal que lo sabe.
—Claro que lo sabe. Stanton no sería archimillonario si no lo supiera todo. —Cary
me agarró de la mano y tiró de mí—. Vamos. Echa un vistazo.
A la mañana siguiente empujé la puerta giratoria para entrar al vestíbulo del
Crossfire a las nueve menos diez. Como era mi primer día y quería causar la mejor de las
impresiones, había ido con un sencillo vestido de tubo a juego con unos zapatos de salón
negros que me había puesto al quitarme los normales cuando subía en el ascensor. Llevaba
mi pelo rubio recogido en un ingenioso moño que tenía forma de un ocho, por cortesía de
Cary. Era una inepta con el pelo, pero él tenía la habilidad de crear peinados que eran
sofisticadas obras de arte. Lucía los pequeños pendientes de perlas que me había regalado

mi padre cuando me gradué y el Rolex de Stanton y mi madre.
Empezaba a pensar que me había arreglado demasiado, pero al entrar en el vestíbulo
me recordé despatarrada en el suelo, en ropa de deporte, y di gracias por no tener el aspecto
de aquella chica desgarbada. Los dos guardias de seguridad no parecieron atar cabos
cuando les mostré mi tarjeta de identificación camino de los torniquetes.
Veinte pisos después, salía al vestíbulo de Waters Field & Leaman. Ante mí tenía
una pared de cristal antibalas que enmarcaba la puerta de doble hoja de entrada a la zona de
recepción. La recepcionista que estaba en el mostrador de media luna vio la tarjeta de
identificación que sostenía en alto contra el cristal. Apretó el botón que abría las puertas al
tiempo que retiraba yo la identificación.
—Hola, Megumi —la saludé al entrar, fijándome en su blusa color frambuesa. Era
mestiza, con algo de asiática, seguro, y muy guapa. Tenía el pelo negro y abundante, que
llevaba en una melena lisa más corta por detrás y flequillo recto por delante. Sus ojos
almendrados eran marrones y cálidos, y tenía los labios carnosos y rosados.
—Hola, Eva. Mark no ha llegado todavía, pero sabes adónde ir, ¿verdad?
—Desde luego. —Con un gesto de la mano, enfilé el pasillo que salía a la izquierda
del mostrador de recepción hasta el final, donde volví a girar a la izquierda y fui a dar a un
espacio antes abierto y ahora dividido en cubículos. Uno de ellos era el mío y a él me dirigí
directamente.
Dejé mi bolso y la bolsa con los zapatos planos en el cajón inferior del funcional
escritorio metálico y acto seguido arranqué el ordenador. Había llevado algunas cosas para
personalizar mi espacio de trabajo, y las saqué. Una era un collage de tres fotografías
enmarcado: Cary y yo en Playa Coronado, mi madre y Stanton en el yate de él en la Riviera
Francesa, y mi padre de servicio en su coche policial de la Ciudad de Oceanside, California.
El otro objeto era un vistoso arreglo de flores de cristal que Cary me había dado aquella
misma mañana como regalo de «primer día». Lo coloqué al lado de la pequeña agrupación
de fotos y volví a sentarme para ver el efecto que hacía.
—Buenos días, Eva.
Me puse de pie para atender a mi jefe.
—Buenos días, señor Garrity.
—Llámame Mark, por favor. Acompáñame a mi oficina.
Le seguí por el pasillo, pensando una vez más que mi nuevo jefe era agradable a la
vista, con su reluciente piel oscura, su perilla recortada y sus risueños ojos marrones. Mark
tenía la mandíbula cuadrada y una sonrisa torcida encantadora. Era esbelto y se le veía en
forma, y se conducía con un aire de seguridad en sí mismo que inspiraba confianza y
respeto.
Señaló uno de los dos asientos que había frente a su mesa de cristal y metal
cromado y esperó a que yo me sentara para acomodarse él en su silla Aeron. Con el cielo y
los rascacielos como telón de fondo, Mark parecía competente y enérgico. En realidad, sólo
era subdirector de cuentas y su oficina era un armario comparada con las que ocupaban los
directores y ejecutivos, pero la vista era inmejorable.

Se echó hacia atrás y sonrió.
—¿Ya estás instalada en tu nuevo apartamento?
Me sorprendió que se acordara de eso, pero también me agradó. Le había conocido
durante mi segunda entrevista y me gustó al instante.
—Prácticamente —respondí—. Aún me queda alguna que otra caja por abrir.
—Vienes de San Diego, ¿verdad? Bonita ciudad, pero muy diferente de Nueva
York. ¿Echas de menos las palmeras?
—Echo de menos el aire seco. Me está costando un poco acostumbrarme a la
humedad de aquí.
—Pues espera a que llegue el verano. —Sonrió—. Bueno... éste es tu primer día y
vas a ser mi ayudante primera, así que iremos organizándonos sobre la marcha. No estoy
acostumbrado a delegar, pero seguro que aprendo enseguida.
Me tranquilicé inmediatamente.
—Estoy deseando que deleguen en mí.
—Contar contigo supone un enorme paso adelante para mí, Eva. Quiero que
trabajes a gusto aquí. ¿Tomas café?
—El café es uno de los componentes más importantes de mi dieta.
—Ah, eres una ayudante de las que me gustan. —Sonrió de oreja a oreja—. No voy
a pedir que me traigas el café, pero no me importaría que me ayudaras a entender cómo
funciona la máquina de café que acaban de ponernos en la sala de descanso.
—Sí, claro —respondí, con una sonrisa.
—Lo que siento es que no tengo nada más para ti. —Se frotó la parte posterior del
cuello tímidamente—. ¿Qué te parece si te enseño el trabajo que tengo entre manos y
partimos de ahí?
El resto del día transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Mark se puso en contacto
con dos clientes y tuvo una larga reunión con el equipo de creativos para trabajar en varias
ideas para una universidad laboral. Era un proceso fascinante ver de primera mano cómo
los distintos departamentos se pasaban el testigo unos a otros para llevar a cabo una
campaña, desde la propuesta hasta su cumplimiento. Me habría quedado más tiempo para
familiarizarme con la distribución de las oficinas, pero mi teléfono sonó a las cinco menos
diez.
—Oficina de Mark Garrity. Eva Tramell al habla.
—Ven a casa pitando para que podamos salir a tomar la copa que ayer decidiste
dejar para otro momento.
La fingida severidad de Cary me hizo sonreír.
—Vale, vale. Ya voy.
Apagué el ordenador y me largué. Cuando llegué a los ascensores, saqué el teléfono
móvil para mandar una nota rápida a Cary con un Estoy-de-camino. Un timbre me alertó de
qué cabina paraba en el piso en el que me encontraba y me desplacé hasta ponerme delante
de él, e inmediatamente centré la atención en darle al botón de enviar mensaje. Cuando se
abrieron las puertas, di un paso adelante. Levanté la vista para mirar por dónde iba y unos
ojos azules se cruzaron con los míos. Me quedé sin respiración.
El dios del sexo era el único ocupante.


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