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Cautivada por ti - Sylvia Day - Cap.18


18
—Oh, Dios mío —gemí de placer al probar un bocado de un cupcake de tofe y chocolate—.
Esto está divino.
Kristin, la organizadora del enlace, esbozó una sonrisa radiante.
—También es uno de mis favoritos. Pero espera, el de vainilla con sabor a mantequilla es
aún mejor.
—¿La vainilla mejor que el chocolate? —Paseé la mirada por las cosas ricas que había
sobre la mesita de centro—. ¡Venga ya!
—Normalmente estaría de acuerdo contigo —dijo Kristin, anotando algo—, pero esta
pastelería ha conseguido convertirme. El de limón también está muy bueno.
La luz de primera hora de la tarde entraba a raudales por el enorme ventanal que ocupaba
una pared del salón privado de mi madre, iluminando sus claros rizos dorados y su tez de
porcelana. Había pintado las paredes hacía poco, optando por un suave gris azulado que
confería una nueva energía al espacio e iba muy bien con ella.
Era una de sus habilidades: exhibirse a la luz que más la favorecía. Y era también uno de
sus principales defectos, en mi opinión. Se preocupaba demasiado por las apariencias.
Yo no entendía cómo era posible que mi madre no se aburriera siguiendo las últimas
tendencias en decoración, pese a que le había llevado alrededor de un año completar todas las
habitaciones y todos los pasillos del ático de casi seiscientos metros cuadrados de Stanton.
Mi único encuentro con Blaire Ash había bastado para darme cuenta de que el gen de la
decoración se había saltado mi generación. Me interesaban sus ideas pero no conseguía que
me entusiasmaran los detalles.
Mientras me metía otro cupcake en la boca, mi madre pinchaba delicadamente con un
tenedor uno de los pastelitos del tamaño de una moneda.
—¿Qué arreglos florales prefieres? —preguntó Kristin, cruzando y descruzando sus largas
piernas de color café.
Sus tacones Jimmy Choo eran elegantes pero a la vez sexis; su vestido cruzado de Diane
von Fürstenberg era vintage y clásico al mismo tiempo. Llevaba el pelo, oscuro y hasta los
hombros, en firmes rizos que le enmarcaban y le favorecían su rostro alargado, y el carmín
rosa claro resaltaba sus anchos y carnosos labios. Daba una imagen de extraordinaria firmeza,
y me cayó bien desde el momento en que la conocí.
—Rojo —respondí, limpiándome el azúcar glaseado de la comisura de la boca—.
Cualquier cosa roja.
—¿Rojo? —Mi madre negó enérgicamente con la cabeza—. Demasiado llamativo, Eva. Es
tu primera boda. Mejor blanco, crema o dorado.
Me quedé mirándola.
—¿Cuántas bodas crees que voy a tener?
—No me malinterpretes. Eres una novia primeriza.
—No estoy diciendo que el vestido tenga que ser rojo —argumenté—. Sólo que el color
primario dominante debe ser el rojo.
—Creo que no va a quedar bien, cariño. Y he pasado por unas cuantas bodas.
Me acordaba de las que tuvo que organizar mi madre, cada una a cuál más compleja y
memorable. Nada de exageraciones y siempre con buen gusto. Bodas preciosas para una novia
joven y bonita. Confiaba en envejecer con la mitad de gracia que ella, porque, a medida que
pasara el tiempo, Gideon estaría cada vez más atractivo. Era de esa clase de hombres.
—Permíteme que te enseñe cómo puede quedar el rojo, Monica —dijo Kristin, sacando un
álbum de cuero de su bolso—. El rojo puede ser increíble, sobre todo para bodas de tarde. Lo
importante es que la ceremonia y el banquete representen tanto a la novia como al novio. Para
que el día sea en verdad memorable, es importante que visualmente transmitamos su estilo, su
historia y sus esperanzas para el futuro.
Mi madre cogió el álbum desplegado y echó un vistazo al collage de fotos que había en la
página.
—Eva, no lo dirás en serio, ¿verdad? —insistió.
Lancé a Kristin una mirada de agradecimiento por respaldarme, sobre todo cuando se había
embarcado en aquello esperando que mi madre asumiera el pago de la cuenta. Claro que el
hecho de que me casara con Gideon Cross probablemente contribuía a que se pusiera de mi
lado. Utilizarlo como referencia sin duda la ayudaría a atraer a nuevos clientes en el futuro.
—Seguro que podemos llegar a un acuerdo, mamá. —Al menos, eso esperaba. Aún no le
había dejado caer encima la bomba más grande.
—¿Tenemos idea del presupuesto? —preguntó Kristin.
Y ahí estaba...
Vi cómo a mi madre se le abría la boca lentamente, y a mí se me aceleró el corazón en un
latido de pánico.
—Cincuenta mil para la ceremonia misma —solté—. Menos el coste del vestido.
Las dos mujeres me miraron con los ojos muy abiertos.
Mi madre dejó escapar una risa incrédula, llevándose una mano al colgante Trinity de
Cartier que lucía entre los pechos.
—Santo Dios, Eva. ¡No es momento para bromas!
—Papá va a pagar la boda, mamá —le dije, con la voz reforzada ahora que había pasado el
momento que más temía.
Mi madre me miraba sin dejar de pestañear y, sólo por un instante, en sus ojos azules pudo
entreverse una dulce suavidad. Entonces tensó la mandíbula.
—Sólo el vestido costará más que eso. Las flores, el local...
—Nos vamos a casar en la playa —intervine, idea que acababa de ocurrírseme—. En
Carolina del Norte. En los Outer Banks. En la casa que Gideon y yo hemos comprado. Sólo
necesitaremos flores para los miembros de la fiesta nupcial.
—No lo entiendes. —Mi madre miró a Kristin en busca de apoyo—. Eso no funcionaría de
ninguna manera. No podrías controlar nada.
Lo que significaba en realidad que ella no podría controlar nada.
—Tiempo imprevisible —continuó—, arena por doquier... Además, pedir a todos que se
trasladen tan lejos de la ciudad hará que algunos no puedan acudir. Y ¿dónde se alojará todo el
mundo?
—¿Quién es «todo el mundo»? Ya te he dicho que va a ser una ceremonia íntima, para
amigos y familiares solamente. Gideon se encargará del asunto del viaje. Estoy segura de que
igualmente estará encantado de ocuparse del alojamiento.
—Yo puedo ayudar en eso —dijo Kristin.
—¡No la animes! —saltó mi madre.
—¡No seas así! —salté yo a mi vez—. Creo que olvidas que se trata de mi boda. No es una
operación publicitaria.
Mi madre tomó aire profundamente para intentar serenarse.
—Eva, me parece muy bonito por tu parte que quieras complacer a tu padre de esa manera,
pero él no se hace una idea de la carga que pone sobre tus hombros pidiéndotelo. Aunque yo
pusiera un dólar por cada dólar suyo no sería suficiente
—Es más que suficiente. —Entrelacé con fuerza las manos en el regazo, apretándome los
anillos hasta hacerme daño en los dedos—. Y no es ninguna carga.
—Ofenderás a algunas personas. Debes entender que un hombre de la categoría de Gideon
necesita aprovechar cualquier oportunidad para afianzar su red de contactos. Él va a querer...
—... fugarse —solté exasperada por nuestra consabida disparidad de opiniones—. Si por él
fuera, nos iríamos corriendo a cualquier lugar y nos casaríamos en una playa lejana con unos
pocos testigos y una fantástica vista.
—Puede que él diga que...
—No, madre. Créeme. Eso es exactamente lo que él haría.
—Hum, si me permitís... —Kristin se inclinó hacia adelante—. Podemos conseguir que
funcione, Monica. Muchas bodas de famosos son asuntos privados. Un presupuesto limitado
nos obligará a centrarnos en los detalles. Y, si Gideon y Eva quieren, se puede organizar la
venta de algunas fotografías seleccionadas a revistas de actualidad y donar los beneficios a
obras de caridad.
—¡Oh, eso me gusta! —exclamé, a la vez que me preguntaba cómo podría cuadrarse con la
exclusiva de cuarenta y ocho horas que Gideon le había ofrecido a Deanna Johnson.
Mi madre estaba consternada.
—He soñado con tu boda desde el día en que naciste —dijo en voz baja—. Siempre he
querido para ti algo digno de una princesa.
—Mamá. —Alargué un brazo y le cogí la mano—. Puedes tirar la casa por la ventana con
el banquete, ¿vale? Haz lo que quieras. Pasa del rojo, invita al mundo entero, lo que te
apetezca. En lo que respecta a la ceremonia, ¿no es suficiente con que haya encontrado a mi
príncipe?
Me apretó la mano y me miró con lágrimas en los ojos.
—Supongo que tendrá que serlo.
Acababa de sentarme en el asiento trasero del Mercedes cuando mi móvil empezó a sonar. Al
sacarlo del bolso, vi en la pantalla que era Trey. Se me formó un pequeño nudo en el
estómago.
No podía quitarme de la cabeza la desolada expresión de su rostro la noche anterior. Me
había escondido en la cocina mientras Cary estaba con él en el cuarto de estar y estaba
hablándole de Tatiana y del niño. Había metido al horno un estofado de carne y me había
sentado con mi tableta a leer junto a la isla de la cocina sin perder de vista a Cary. Incluso de
perfil, pude ver lo mal que Trey encajaba la noticia.
Aun así, se había quedado a cenar y después a dormir, por lo que confiaba en que al final
se solucionarían las cosas. Al menos, no se había ido con viento fresco.
—Hola, Trey —respondí—. ¿Cómo estás?
—Hola, Eva. —Suspiró profundamente—. No tengo ni idea de cómo estoy. ¿Qué tal tú?
—Bueno, acabo de salir de casa de mi madre tras pasar varias horas hablando de la boda.
No ha ido tan mal como podría haber ido, aunque podría haber ido mejor. Pero así suelen ser
las cosas con mi madre.
—Vaya..., veo que ya tienes bastantes problemas. Siento molestarte.
—Trey, no pasa nada. Me alegra que hayas llamado. Si quieres hablar, aquí me tienes.
—¿Podríamos quedar algún día, cuando te venga bien?
—¿Qué tal ahora mismo?
—¿De verdad? Estoy en un mercadillo al aire libre en la zona oeste de la ciudad. Mi
hermana me obligó a salir pero se aburría conmigo, así que me ha dejado tirado hace unos
minutos, y ahora me pregunto qué demonios hago aquí.
—Puedo ir a buscarte.
—Estoy entre la Ochenta y dos y la Ochenta y tres, cerca de Amsterdam. Esto está
abarrotado, que lo sepas.
—Vale. No te muevas de ahí. Te veré dentro de unos minutos.
—Gracias, Eva.
Colgamos e intercambié una mirada con Raúl en el espejo retrovisor.
—Amsterdam y la Ochenta y dos. Todo lo cerca que puedas.
Él asintió con la cabeza.
—Gracias.
Al doblar una esquina, me puse a mirar por la ventanilla, contemplando la ciudad en
aquella soleada mañana de sábado.
El ritmo de Manhattan era más lento los fines de semana; la ropa, más informal, y había
más vendedores ambulantes. Las mujeres, con sandalias y vestidos veraniegos, miraban
escaparates sin prisas; mientras que los hombres, en pantalón corto y camiseta, se dedicaban a
observar a las mujeres y a hablar entre sí de lo que sea que hablen los hombres. Se veían
perros de todos los tamaños que brincaban atados a correas, y niños en cochecitos que agitaban
las piernas o dormían.
Una pareja de ancianos caminaban agarrados de la mano, ensimismados aún el uno en el
otro tras años de familiaridad.
Llamé a Gideon utilizando la marcación rápida antes de ser consciente de haber pensado
en hacerlo.
—Cielo —respondió—, ¿vienes ya para casa?
—No exactamente. He terminado en casa de mi madre, pero he quedado con Trey.
—¿Vas a estar mucho tiempo con él?
—No lo sé. No más de media hora, creo. Dios, espero que no vaya a decirme que ha
terminado con Cary.
—¿Qué tal te ha ido con tu madre?
—Le he dicho que vamos a casarnos en la playa de la casa de los Outer Banks. —Hice una
pausa—. Lo siento, creo que debería habértelo preguntado primero.
—Creo que es una idea estupenda. —Su voz ronca adoptó ese timbre especial que revelaba
que se había emocionado.
—Me ha preguntado cómo pensamos alojar a los invitados. Le he dicho que eso era cosa
tuya y de la organizadora de la boda.
—Has hecho bien. Ya lo pensaremos.
Me invadió una repentina y cálida oleada del inmenso amor que sentía por él.
—Gracias.
—Así que ya has superado el mayor escollo —dijo, comprendiendo la situación como
hacía a menudo.
—Bueno, no estoy muy segura. No paraba de llorar. Tenía grandes sueños que no van a
hacerse realidad. Confío en que se olvide de ellos y lo asuma.
—¿Y su familia? No hemos hablado de organizar las cosas para que vengan.
Me encogí de hombros y entonces caí en la cuenta de que Gideon no me veía.
—No están invitados —respondí—. Lo único que sé de ellos es lo que he averiguado a
través de Google. Repudiaron a mi madre cuando se quedó embarazada de mí, así que nunca
han estado presentes en mi vida.
—Vale, muy bien —dijo con suavidad—. Te daré una sorpresa cuando llegues a casa.
—¡Oh! —Me animé inmediatamente—. Dame una pista.
—De ninguna manera. Si tienes curiosidad, tendrás que apresurarte a volver a casa.
Hice un mohín.
—Eres un bromista.
—Los bromistas no cumplen lo que prometen. Yo sí.
Sentí un escalofrío de placer al oír la aterciopelada aspereza de su voz.
—Volveré en cuanto pueda.
—Estaré esperándote —susurró.
El tráfico cercano al mercadillo estaba imposible. Raúl dejó el Mercedes en el garaje de mi
edificio de apartamentos y me acompañó hasta la calle donde había quedado.
Cuando llevábamos recorrida media manzana, empecé a oler a comida y comenzó a
hacérseme la boca agua. Se oía música y, cuando llegamos a la avenida Amsterdam, vi que
provenía de una mujer que cantaba sobre un pequeño escenario ante un público numeroso.
Los vendedores ambulantes flanqueaban ambos lados de la calle a rebosar, y protegían sus
artículos y a sí mismos bajo toldos de lona blanca. Desde bufandas y sombreros hasta joyas y
obras de arte, pasando por productos frescos y comidas internacionales, allí podía encontrarse
cualquier cosa que se deseara.
Tardé unos minutos en divisar a Trey entre la multitud. Lo hallé sentado en unos escalones
no muy lejos de la esquina en la que habíamos quedado. Vestía unos vaqueros holgados y una
camiseta verde oliva, con unas gafas sobre el puente torcido de la nariz, antaño rota. El pelo,
rubio, lo llevaba tan revuelto como siempre, y sus preciosos labios dibujaban una línea tensa.
En cuanto me vio, se levantó, tendiéndome una mano para que se la estrechara. Pero yo lo
atraje hacia mí y lo abracé, manteniéndolo así hasta que noté que se relajaba y me devolvía el
abrazo. La vida seguía a nuestro alrededor: a los neoyorquinos no les incomodaban las
manifestaciones públicas de afecto. Raúl se quedó a cierta distancia.
—Soy un puto desastre —masculló Trey apoyado en mi hombro.
—No, no lo eres. —Me aparté e hice un gesto para que nos dirigiéramos a los escalones en
los que lo había encontrado—. En tu lugar, cualquiera estaría hecho polvo.
Se sentó en el peldaño intermedio. Yo me acomodé a su lado.
—Creo que no puedo hacerlo, Eva. Ni creo que deba. Quiero a alguien a tiempo completo
en mi vida, alguien con quien pueda contar mientras termino los estudios, para luego labrarme
un futuro. Pero Cary va a apoyar a esa modelo y a mí me hará un hueco cuando pueda. ¿Cómo
no voy a tomármelo a mal?
—Es lógico que te hagas esa pregunta —dije estirando las piernas hacia adelante—. Sabes
que Cary no estará seguro de si el niño es suyo hasta que se haga una prueba de paternidad.
Trey meneó la cabeza.
—Dudo que eso importe. Parece comprometido.
—Yo creo que sí importará. Puede que no la deje, que asuma el papel de tío o algo así. No
sé. De momento, hay que suponer que él es el padre, pero a lo mejor no lo es. Existe esa
posibilidad.
—Entonces ¿me estás diciendo que espere otros seis meses?
—No. Si lo que quieres es que te dé respuestas, me temo que no las tengo. Lo único que
puedo decirte con seguridad es que Cary te quiere, más de lo que lo he visto querer a nadie. Si
te pierde, se vendrá abajo. No pretendo que te sientas culpable para que sigas con él. Sólo creo
que debes saber que, si lo dejas, no serás tú el único que sufra.
—¿Debería sentirme mejor por ello?
—Puede que no. —Le puse una mano en la rodilla—. Puede que sea lo bastante mezquina
como para que me resultara un consuelo. Si lo mío con Gideon no funcionara, querría que él lo
pasara tan mal como yo.
Trey esbozó una sonrisa triste.
—Ya. Entiendo lo que quieres decir. ¿Seguirías con él si te enterases de que ha dejado
embarazada a otra mujer? ¿Alguien con quien se esté acostando mientras sale contigo?
—Lo he pensado. Me resulta difícil imaginar no estar con Gideon. Si en ese momento
mantuviéramos una relación seria y esa mujer fuera agua pasada, si estuviera conmigo en
lugar de con ella, a lo mejor podría con ello. —Me quedé mirando a una mujer que colgaba la
enésima bolsa con compras en el sobrecargado manillar del cochecito de su bebé—. Pero si
estuviera con ella y me tuviera a mí de segundo plato..., creo que lo dejaría.
No era fácil ser sincera cuando la verdad era lo contrario de lo que Cary querría que dijera,
pero me parecía que era lo correcto.
—Gracias, Eva.
—Si te sirve de algo, te diré que no pensaré mal de ti si decides seguir con Cary. No es una
debilidad permanecer junto a la persona que se ama cuando ambos intentan enmendar un error,
como tampoco lo es pensar primero en uno mismo. Tomes la decisión que tomes, seguiré
creyendo que eres un tío estupendo.
Se inclinó hacia mí y apoyó la cabeza en mi hombro.
—Gracias.
Entrelacé los dedos con los suyos.
—De nada.
—Iré a por el coche y lo traeré hasta la puerta —dijo Raúl cuando entrábamos en el vestíbulo
del edificio de mi casa.
—De acuerdo. Yo voy a mirar el buzón.
Saludé con la mano a la conserje al pasar por delante de su mesa y entré en la sala del
correo mientras Raúl se dirigía al ascensor.
Introduje la llave en la cerradura, tiré de la puerta de latón y me incliné a mirar adentro.
Había algunas postales, publicidad y nada más, lo que me ahorró tener que subir. Lo saqué
todo y lo tiré al cubo de la basura, luego cerré la puerta y eché la llave.
Volví al vestíbulo justo en el momento en que una mujer salía del edificio. Me llamó la
atención su pelo rojizo de punta. Me quedé mirando, a la espera de que saliera a la calle,
confiando en poder vislumbrarla de perfil.
Se me cortó la respiración. Su pelo me sonaba de una imagen que había visto en internet.
Recordaba la cara del evento benéfico al que Gideon y yo habíamos asistido hacía unas
semanas.
Entonces desapareció.
Corrí tras ella, pero cuando llegué a la acera ella estaba subiendo al asiento trasero de un
vehículo negro.
—¡Eh! —grité.
El coche se alejó a toda velocidad y yo me quedé mirándolo.
—¿Va todo bien?
Me di la vuelta y me encontré a Louie, el portero de los fines de semana.
—¿Sabes quién era ésa?
Él negó con la cabeza.
—No vive aquí.
Volví a entrar e hice la misma pregunta a la conserje.
—¿Una pelirroja? —preguntó con expresión perpleja—. Hoy no hemos tenido visitantes
que no vinieran acompañados de algún inquilino, así que no he prestado atención.
—Hum... Vale, gracias.
—El coche ya está aquí, Eva —dijo Louie desde la puerta.
Di las gracias a la conserje y me dirigí hacia Raúl. Me pasé el trayecto desde mi casa hasta
la de Gideon pensando en Anne Lucas. Cuando salí del ascensor privado al vestíbulo del ático,
estaba distraída con los pensamientos que me rondaban por la cabeza.
Gideon estaba esperándome. Vestido con unos vaqueros desgastados y una camiseta de la
Universidad de Columbia, parecía muy joven y estaba muy guapo. Me dedicó una sonrisa y a
punto estuve de perder el mundo de vista.
—Cielo —susurró cruzando descalzo el suelo ajedrezado. Tenía una mirada que yo
conocía muy bien—. Ven aquí.
Fui derecha a sus brazos abiertos y me acurruqué contra su cuerpo macizo. Me sumergí en
él.
—Vas a creer que estoy loca —mascullé contra su pecho—, pero juraría haber visto a
Anne Lucas en el vestíbulo de mi edificio.
Él se tensó. Sabía que la psiquiatra no era santo de su devoción.
—¿Cuándo? —preguntó muy serio.
—Hace unos veinte minutos. Justo antes de venir aquí.
Soltándome, se llevó una mano al bolsillo trasero y sacó su móvil. Con la otra me agarró la
mía y me dirigió al salón.
—La señora Cross acaba de ver a Anne Lucas en el edificio de su casa —dijo a quien
hubiera contestado.
—Creo haberla visto —corregí, torciendo el gesto al oír la dureza de su tono de voz.
Pero no me escuchaba.
—Averígualo —ordenó antes de colgar.
—Gideon, ¿qué ocurre?
Me dirigió hacia el sofá y nos sentamos. Dejé el bolso en la mesa de centro y me acomodé
a su lado.
—Estuve con Anne el otro día —explicó sin soltarme la mano—. Raúl me confirmó que
era ella la mujer que habló contigo en el acto benéfico. Lo reconoció, y le advertí que no se
acercara a ti, pero lo hará. Quiere hacerme daño y sabe que puede conseguirlo haciéndote daño
a ti.
—Entiendo —respondí.
—Si la ves en cualquier parte, debes decírselo a Raúl inmediatamente. Aunque sólo creas
que es ella.
—Un momento, campeón. ¿Fuiste a verla el otro día y no me lo dijiste?
—Te lo estoy diciendo ahora.
—Y ¿por qué no me lo dijiste entonces?
Gideon soltó el aire bruscamente.
—Fue el día que vino Chris.
—Oh.
—Sí.
Me mordí el labio inferior durante unos instantes.
—Y ¿cómo podría hacerme daño?
—No lo sé. Para mí basta con que quiera hacerlo.
—¿Me rompería una pierna? ¿La nariz?...
—No creo que recurra a la violencia —respondió con sequedad—. A ella le divierten más
los juegos psicológicos. Presentarse de repente donde estés tú, dejarse ver fugazmente...
Lo cual era más insidioso.
—Para poder verte a ti. Eso es lo que de verdad quiere —murmuré—. Quiere verte a ti.
—No la coaccionaré. Ya he dicho lo que tenía que decir.
Bajé la mirada hacia nuestras manos unidas y me puse a juguetear con su alianza.
—Anne, Corinne, Deanna... Es una locura, Gideon. Me refiero a que no me parece normal.
¿Cuántas mujeres van a enloquecer por ti?
Por la mirada que me lanzó, supe que no le había hecho ninguna gracia.
—No sé qué mosca le ha picado a Corinne. Nada de lo que ha hecho desde que volvió a
Nueva York es propio de ella. Ignoro si será por la medicación que está tomando, el aborto, su
divorcio...
—¿Va a divorciarse?
—No adoptes ese tono, Eva. A mí me da absolutamente igual que esté casada o soltera. Yo
estoy casado. Eso no va a cambiar, y yo no soy de los que engañan. Te respeto y me respeto a
mí mismo demasiado como para ser de esa clase de maridos.
Me incliné hacia adelante, ofreciéndole la boca, y él selló mis labios con un beso suave y
dulce. Había dicho exactamente lo que necesitaba oír.
Gideon se separó un poco y frotó la nariz contra la mía.
—Y respecto a las otras dos... Debes entender que Deanna fue un daño colateral. ¡Joder!
Toda mi vida ha sido siempre un campo de batalla y algunas personas se han visto atrapadas
en la línea de fuego.
Le puse una mano en la mejilla, dándole tranquilizadores masajes con el pulgar para
aliviarle la tensión. Entendía a qué se refería.
Él tragó saliva.
—Si no me hubiera servido de Deanna para hacerle saber a Anne que todo había
terminado, ella no habría sido más que el ligue de una noche. Asunto concluido.
—Pero ¿ella está bien ahora?
—Creo que sí. —Me rozó la mejilla con la yema de los dedos, una caricia que era reflejo
de la que le había hecho yo—. Y, puestos a contar, te diré que dudo que me rechazara si
intentara enrollarme con ella (cosa que no haré), pero creo que ya no va de mujer desdeñada.
—Sé que volvería a acostarse contigo si pudiera, y no la culpo. ¿Por qué tienes que ser tan
bueno en la cama? ¿No te basta con ser tan sexi, tener un cuerpo de escándalo y una polla
enorme?
Sacudió la cabeza, claramente exasperado.
—No es enorme.
—Lo que sea. Eres un superdotado. Y sabes cómo utilizarlo. Y la vida sexual de las
mujeres no suele ser como para tirar cohetes, así que, cuando lo es, se nos va un poco la pinza.
Supongo que eso responde a mi pregunta sobre Anne, dado que te ha tenido repetidamente.
—Nunca me ha tenido. —Gideon se echó hacia atrás, arrellanándose con el ceño fruncido
—. Llegará un momento en que te hartes de oír lo gilipollas que soy.
Me acurruqué a su lado, apoyando la cabeza en su hombro.
—No eres el primer tío increíblemente atractivo que utiliza a las mujeres. Y no serás el
último.
—Con Anne fue diferente —gruñó—. No se trataba sólo de su marido.
Me puse tensa, pero enseguida me obligué a relajarme para no ponerlo más nervioso de lo
que ya estaba.
Tomó aire rápida y profundamente.
—A veces me recuerda a Hugh —dijo muy deprisa—. Cómo se mueve, las cosas que
dice... Hay un parecido familiar. Y algo más. No sé explicarlo.
—No lo hagas.
—A veces los confundo. Era como si estuviera castigando a Hugh a través de Anne. Le
hice cosas que nunca he hecho con nadie más. Cosas que me asqueaban cuando después
pensaba en ellas.
—Gideon... —Le rodeé la cintura.
No me lo había contado. Me había dicho que era al doctor Terrence Lucas al que castigaba,
y no me cabía duda de que en parte era así. Sin embargo, ahora me daba cuenta de que eso no
era todo.
Gideon se recostó en el sofá.
—Era todo muy retorcido entre Anne y yo. Yo la hice retorcida. Si pudiera volver atrás y
hacer las cosas de otra manera...
—Lo solucionaremos. Gracias por contármelo.
—Tenía que hacerlo. Escúchame, cielo, debes advertir a Raúl en cuanto la veas. Aunque no
estés segura. Y no vayas sola a ninguna parte. Ya se me ocurrirá qué hacer con ella. Mientras
tanto, necesito saber que estás a salvo.
—De acuerdo.
No estaba muy segura de si ese plan funcionaría a largo plazo. Vivíamos en la misma
ciudad que esa mujer y su marido, y Lucas ya se había acercado a mí antes. Eran un problema
y necesitábamos una solución.
Pero no se nos iba a ocurrir ese día. Sábado. Uno de los dos días de la semana que estaba
deseando que llegaran porque podía pasar tiempo a solas con mi marido.
—Y... —empecé a decir al tiempo que deslizaba la mano por debajo de la camisa de
Gideon para acariciar su cálida piel—. ¿Dónde está mi sorpresa?
—Bueno... —La aspereza sexi de su voz se intensificó—. Vamos a esperar un poco. ¿Qué
tal si empezamos con una copa de vino?
Lo miré echando la cabeza hacia atrás.
—¿Estás intentando seducirme, campeón?
Me besó en la nariz.
—En todo momento.
—Mmm... Adelante, entonces.
Sabía que ocurría algo cuando Gideon no vino a ducharse conmigo. Sólo desaprovechaba la
oportunidad de acariciarme mientras tenía el cuerpo empapado por las mañanas después de
haberse saciado ya conmigo.
Cuando volví al salón vestida con unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes y sin
sujetador, él me esperaba con una copa de vino tinto. Nos acomodamos en el sofá con Tres
días para matar, lo cual era una prueba de lo bien que Gideon me conocía. Me gustaba esa
clase de películas: con un poco de diversión y un mucho de desmesura. Y estaba protagonizada
por Kevin Costner, quien nunca me decepcionaba.
Sin embargo, por mucho que me gustara estar con mi marido sin hacer nada, a medida que
pasaban las horas, empecé a ponerme a nerviosa con la espera. Y él, el muy zorro, lo sabía y
sacaba partido de ello. No dejaba de rellenarme la copa y en todo momento tenía las manos
encima de mí: enredadas en mi pelo, acariciándome la espalda, recorriéndome el muslo.
A eso de las nueve, ya estaba encima de él. Me acoplé en su regazo y apreté los labios
contra su cuello, acariciándole el pulso con la lengua. Noté que se le alteraba y se aceleraba,
pero no mostró intención de responder. Parecía absorto en el programa de televisión que
habíamos dejado puesto cuando terminó la película.
—Gideon —susurré con mi tono que decía «Fóllame» al tiempo que deslizaba una mano
entre sus piernas y lo encontraba duro y dispuesto como siempre.
—¿Mmm?
Le mordí el lóbulo de la oreja y tiré de él con suavidad.
—¿Te importaría que me montara encima de tu enorme polla mientras tú ves la televisión?
Me pasó la mano por la espalda distraídamente.
—A lo mejor no me dejas ver —respondió como si la cosa no fuera con él—. ¿Y si te
arrodillas y, mejor, me haces una mamada?
Me eché hacia atrás y lo miré boquiabierta. En sus ojos vi que estaba riéndose.
Le di un empujón en el hombro.
—¡Eres tremendo!
—Pobrecita mía —susurró—. ¿Estás cachonda?
—¿Tú qué crees? —Me señalé el pecho. Tenía los pezones duros y tiesos, marcándose a
través de la camiseta, reclamando en silencio su atención.
Entonces me agarró de los hombros, me atrajo hacia sí, me cogió un pezón entre los
dientes y empezó a acariciármelo con la lengua. Yo dejé escapar un gemido.
Me soltó. En ese momento tenía los ojos oscuros como zafiros.
—¿Estás mojada ya?
Estaba poniéndome, rápidamente. Cuando Gideon me miraba de esa forma, mi cuerpo se
ablandaba para él, se humedecía y ardía de deseo.
—¿Por qué no lo averiguas? —bromeé.
—Muéstramelo.
El tono autoritario de su voz me puso aún más cachonda. Me separé de él con mucho
cuidado, sintiéndome inexplicablemente cohibida. Empujó la mesa de centro con un pie para
darme más espacio para ponerme delante de él. A continuación me recorrió inexpresivo con la
mirada. El hecho de que no me alentara me ponía más ansiosa, lo que suponía que era su
intención.
Estaba presionándome de esa manera que él sabía.
Echando los hombros hacia atrás, lo miré a los ojos y me pasé la lengua por el labio
inferior. Él entornó los párpados. Metí los pulgares entre la cinturilla elástica de mis shorts
deportivos y me los bajé, meneando un poco las caderas para que pareciera un estriptis y no se
me notara que me sentía violenta.
—Sin bragas —murmuró con la mirada fija en mi sexo—. Eres una niña mala, cielo.
Hice un mohín.
—Intento ser buena.
—Ábrete para mí —susurró—. Deja que te vea.
—Gideon...
Esperaba pacientemente y yo sabía que no se le agotaría esa paciencia. Tanto si tardaba
cinco minutos como si tardaba cinco horas, me esperaría. Y por eso confiaba en él. Porque
nunca era una cuestión de si me sometería, sino de cuándo estuviera preparada para hacerlo, y
ésa era una decisión que casi siempre me dejaba a mí.
Me abrí de piernas un poco más e hice un esfuerzo por respirar más despacio. Me llevé las
manos al sexo y me separé los labios para mostrar el clítoris al hombre por el que suspiraba.
Gideon se enderezó lentamente.
—Tienes un coño precioso, Eva.
Contuve el aliento cuando empezó a acercarse. Separó las manos de los muslos, buscando
las mías para mantenerme firme.
—No te muevas —ordenó.
Entonces me lamió deslizando la lengua sin prisas.
—¡Oh, Dios...! —gemí mientras las piernas me temblaban.
—Siéntate —dijo con voz bronca, y se puso de rodillas en el suelo cuando obedecí.
Notaba frío el cristal en mis nalgas desnudas, un acusado contraste con el calor de mi piel.
Estiré los brazos hacia atrás y me agarré al borde de la mesa para no perder el equilibrio al
tiempo que Gideon me presionaba los muslos con las palmas para abrirme.
Notaba el calor de su aliento en mi carne húmeda, su atención completamente centrada en
mi sexo.
—Podrías estar más lubricada.
Observé, jadeando, cómo bajaba la cabeza y me rodeaba el clítoris con los labios. El calor
era abrasador; el embate de su lengua, irresistible. Grité deseando retorcerme, pero él me
sujetaba con fuerza. La cabeza se me caía hacia atrás, me resonaban los oídos con el fluir de la
sangre y el gruñido de Gideon. Con el revoloteo de su lengua sobre el apretado manojo de
nervios, me llevaba inexorablemente al orgasmo. Notaba cómo se me tensaba el estómago a
medida que aumentaba el placer, la suave seda de su pelo rozándome la sensible cara interna
de los muslos.
Dejé escapar un gemido.
—Voy a correrme —dije con la voz entrecortada—. Gideon... ¡Dios!... Voy a correrme.
Me clavó la lengua. Los codos me flaqueaban, obligándome a relajar la postura. Introducía
la lengua en la apretada abertura de mi sexo acariciando los tejidos más sensibles, tentándome
con la promesa de la penetración que realmente ansiaba.
—Fóllame —supliqué.
Entonces se retiró lamiéndose los labios.
—Aquí, no.
Cuando se levantó, protesté con un sonido, tan cerca del orgasmo que podía saborearlo.
Gideon me tendió una mano, me ayudó a incorporarme y a ponerme de pie. Como me
tambaleaba, me alzó y me cargó sobre su hombro.
—¡Gideon!
Enseguida me metió una mano entre las piernas y empezó a masajear mi sexo húmedo e
hinchado; me daba igual cómo cargara conmigo con tal de que me llevara a algún lugar donde
me poseyera.
Llegamos al pasillo y doblamos la esquina, luego se detuvo demasiado pronto para haber
alcanzado su dormitorio. Oí que hacía girar el pomo y a continuación se encendió la luz.
Estábamos en mi dormitorio. Me dejó en el suelo, frente a él.
—¿Por qué aquí? —pregunté.
Quizá otros hombres se dirigirían a la cama más cercana, pero Gideon tenía mucho más
autodominio. Si me quería en el segundo dormitorio, alguna razón tendría.
—Date la vuelta —dijo en voz baja.
Había algo en su tono..., en la forma de mirarme...
Miré por encima del hombro.
Y entonces vi el columpio.
No era lo que esperaba.
Había visto columpios sexuales en internet cuando Gideon me había hablado de ellos por
primera vez. Los que había encontrado eran unas cosas tambaleantes que se colgaban de los
marcos de las puertas, otras menos inseguras que se asentaban sobre estructuras de cuatro
patas y otras que pendían de una argolla en el techo. Todos ellos consistían en una
combinación de cadenas y/o cintas a modo de cabestrillos para distintas partes del cuerpo. Las
mujeres que aparecían en las fotos enjaezadas a esos trastos no daban la impresión de estar
muy cómodas.
Sinceramente, me parecía imposible superar la incomodidad y el miedo a caerse, por no
hablar de alcanzar el orgasmo.
Debería haber imaginado que mi marido tendría otra cosa en mente.
Me di la vuelta y miré de frente el columpio. En algún momento Gideon había vaciado el
dormitorio. La cama y los muebles habían desaparecido. El único objeto que había era el
columpio, suspendido de una sólida y resistente estructura semejante a una jaula. Una amplia
y sólida plataforma servía de anclaje a los laterales de acero y el techo, que soportaban el peso
de una silla metálica acolchada y varias cadenas. Había también esposas de cuero rojo para las
muñecas en los sitios apropiados.
Gideon me rodeó con sus brazos por detrás, y a continuación deslizó una mano por debajo
de la camisa para acariciarme el pecho y la otra entre mis piernas para introducirme dos
dedos.
Me apartó el pelo con la barbilla y me besó en el cuello.
—¿Cómo te sientes al mirar eso?
Me quedé pensándolo.
—Intrigada. Me inquieta un poco.
Curvó los labios contra mi piel.
—Vamos a ver cómo te sientes una vez estés ahí dentro.
Me recorrió un estremecimiento de expectación e inquietud. Al ver las esposas comprendí
que estaría indefensa, que me sería imposible moverme o soltarme. Que me sería imposible
ejercer ningún control en absoluto sobre lo que pudiera pasarme.
—Quiero hacerlo bien, Eva. No como aquella noche en el ascensor. Quiero que sientas que
soy yo quien domina, y que estamos en esto juntos.
Apoyé la cabeza en él. De alguna forma, era más difícil darle el consentimiento que quería.
La responsabilidad era... menor cuando él se hacía cargo de la situación.
Pero eso era escurrir el bulto.
—¿Qué palabra de seguridad quieres utilizar, cielo? —susurró marcándome el cuello con
los dientes. Hacía maravillas con las manos, con aquellos dedos que se deslizaban
superficialmente dentro de mí.
—Crossfire.
—Tú dices esa palabra y lo paramos todo. Repítela.
—Crossfire.
Me tiró de un pezón con sus hábiles dedos, apretando con la pericia de un experto.
—No hay nada que temer. Tú sólo has de recostarte y recibir mi polla. Voy a conseguir que
te corras sin que tengas que hacer nada de nada.
Respiré hondo.
—Me da la impresión de que siempre es así entre nosotros.
—Prueba de esta manera —me incitó, empezando a quitarme la camiseta—. Si no te gusta,
nos vamos a la cama.
Por un momento quise posponerlo, tomarme más tiempo para asimilarlo. Le había
prometido lo del columpio, pero él no me apremiaba...
—Crossfire —susurró abrazándome por detrás.
No sabía si estaba recordándome la palabra de seguridad o diciéndome que me quería tanto
que no había palabras para expresar lo que sentía por mí. Fuera como fuese, el efecto que me
produjo fue el mismo. Me sentía segura.
Sentía también su excitación. Se le había acelerado la respiración en el momento en que
había visto el columpio. Notaba su erección en mis nalgas dura como el acero, y su piel
caliente al contacto con la mía. Su deseo espoleaba el mío y me hacía querer hacer lo que
fuera para proporcionarle todo el placer que pudiera soportar.
Si necesitaba algo, yo quería ser la mujer que se lo diera. Él me daba mucho a mí. Me lo
daba todo.
—De acuerdo —respondí suavemente—. De acuerdo.
Me besó en el hombro, luego se puso a mi lado y me agarró de la mano.
Lo seguí hasta el columpio mirándolo fijamente. El estrecho asiento le quedaba a Gideon a
la altura de la cintura, así que tuvo que ponerme frente a sí y alzarme para sentarme en la silla.
Al posar mi culo desnudo en el frío cuero, estampó los labios en los míos y me recorrió la
boca con la lengua. Me estremecí, no sabía si como consecuencia del frío, de su beso o de la
inquietud.
Gideon se apartó y me miró de manera penetrante y seductora. Me colocó en posición,
sosteniendo las cadenas mientras me reclinaba en el respaldo del asiento, que formaba un
ángulo respecto a donde estaba él, lo cual me hacía querer estirar las piernas para buscar el
equilibrio.
—¿Estás cómoda? —preguntó mirándome fijamente.
Era consciente de que la pregunta incluía algo más que la mera comodidad física. Asentí
con la cabeza.
Retrocedió unos pasos sin dejar de mirarme a los ojos en ningún momento.
—Voy a sujetarte los tobillos. Dime si notas que algo no está bien.
—De acuerdo —respondí con la voz entrecortada y el pulso acelerado.
Me recorrió una pierna con la mano, en una caricia cálida y provocadora. No pude apartar
la mirada mientras me colocaba el cuero carmesí en un tobillo y ajustaba la hebilla metálica.
La esposa estaba bien sujeta pero no demasiado apretada.
Gideon se movía con rapidez y seguridad. Unos instantes después, ya tenía suspendida la
otra pierna.
Me miró.
—¿Todo bien de momento?
—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad? —inquirí frunciendo el ceño. Su forma de
operar no parecía la de un novato.
No respondió. Lo que hizo fue empezar a desnudarse tan lenta y metódicamente como me
había atado.
Fascinada, contemplé con avidez cada centímetro de piel que iba dejando al descubierto.
Mi marido tenía un cuerpo asombroso. Era esbelto y macizo, y muy viril. Era imposible no
excitarse viéndolo desnudo.
Deslizó la lengua por su labio inferior en una caricia lenta y erótica.
—¿Sigue todo bien, cielo?
Gideon era muy consciente del efecto que me producía su físico, y me ponía aún más la
arrogancia con la que utilizaba esa debilidad contra mí. Dios sabía que yo hacía lo mismo con
él cuando podía.
—¡Joder, estás buenísimo! —exclamé lamiéndome los labios.
Sonrió y vino hacia mí con su polla, gruesa y larga, curvada en dirección al ombligo.
—Creo que vas a disfrutar de lo lindo.
No tuve que preguntarle por qué lo decía, ya que era evidente cuando llegó hasta mí y me
tomó las manos. Desde la ventajosa posición del asiento del columpio lo veía sin ningún tipo
de estorbo. De los muslos para arriba, estaba totalmente al descubierto entre mis piernas
abiertas.
Se inclinó para besarme otra vez. Con suavidad. Con dulzura. Gemí ante la inesperada
ternura y la voluptuosidad de su sabor.
Me soltó una mano, se agarró la polla y la dirigió hacia abajo para acariciar mi sexo.
Deslizó el ancho glande por la lubricidad de mi deseo y a continuación empujó suavemente
contra mi clítoris expuesto. Me invadió una oleada de placer y me di cuenta de la posición tan
vulnerable en la que me encontraba. No podía arquear las caderas, ni apretar la cara interior de
los muslos para perseguir esa sensación.
Dejé escapar un débil gemido. Quería más, pero lo único que podía hacer era esperar a que
él me lo diera.
—Confías en mí —susurró contra mis labios.
No era una pregunta, pero respondí de todos modos:
—Sí.
Él asintió.
—Agarra las cadenas.
Había ligaduras para las muñecas más arriba. Me pregunté por qué no las usaba, pero
confiaba plenamente en que él sabía lo que era mejor. Si creía que estaba preparada era porque
me conocía muy bien. En cierto sentido, me conocía mejor que yo misma.
El amor que sentía por él me desbordó el pecho hasta inundarme, ahuyentando cualquier
vestigio de temor que me rondara en algún rincón de la mente. Nunca me había sentido tan
cerca de él, ni imaginado que fuera posible creer tan plenamente en alguien.
Hice lo que me ordenaba y agarré las cadenas. Él volvió a acercarse; en sus abdominales,
el primer rocío de transpiración. Vi cómo le palpitaba el pulso en el cuello, los brazos y el
pene. El corazón le latía aceleradamente, como a mí. Tenía el capullo tan húmedo de
excitación como mi sexo. El hambre entre nosotros dos era algo vivo en aquella habitación,
deslizándose sinuosamente a nuestro alrededor, reduciendo el mundo a tan sólo nosotros dos.
—No te sueltes —ordenó, y esperó hasta que asentí con la cabeza antes de proceder.
Agarró una cadena por el lugar donde ésta se unía al asiento. Con la otra mano dirigió la
polla a mi coño. Presionó con el grueso capullo, burlonamente, tentándome con la promesa del
placer. Jadeaba mientras esperaba a que diera el paso hacia adelante que lo introduciría en mí;
me dolía en lo más profundo la necesidad de ser colmada.
En cambio, agarró con ambas manos el asiento de la silla y me montó sobre su polla.
El sonido que salió de mi garganta no era humano, la sensación, salvajemente erótica, de
ser penetrada de manera tan profunda era enloquecedora.
Se hundió en lo más hondo en un único y fácil deslizamiento, y mi cuerpo fue incapaz de
oponer resistencia.
Gideon rugió como si un temblor le atravesara su cuerpo poderoso.
—¡Joder! —susurró—. Tienes un coño exquisito.
Hice intención de agarrarlo, pero él empujó el columpio hacia atrás, privándome de su
polla dura como el acero. La sensación de ser vaciada me hizo gemir de dolor.
—Por favor —supliqué con voz queda.
—Te he dicho que no te soltaras —me riñó con un brillo pícaro en los ojos.
—No lo haré —prometí, agarrando las cadenas con tanta fuerza que dolía.
Dobló los brazos al tirar de mí para volver a deslizarme sobre su polla. Me estremecí. La
sensación de ingravidez, de entrega total, era indescriptible.
—Háblame —pidió—. Dime que te gusta.
—Maldita sea —dije entrecortadamente, notando que el sudor me caía por la nuca—. No
pares.
Estaba inmóvil y de repente empecé a balancearme con fluidez; la polla de Gideon entraba
y salía de mi sexo con una rapidez pasmosa. Su cuerpo funcionaba como un motor bien
engrasado, los brazos, el pecho, los abdominales y los muslos tensos por el esfuerzo en el
perfecto manejo del columpio. Ver sus poderosos movimientos, la intensa concentración en
procurarnos placer a ambos, sentirlo bombeando tan profunda y rápidamente dentro de mí...
Alcancé el orgasmo con un grito, incapaz de contener el torrente que me invadía. Él no
dejó de follarme en ningún momento, gruñendo violentamente, con la cara colorada y
traspasada de lujuria. Nunca me había corrido con tanta intensidad, tan deprisa. Durante un
interminable momento no pude ver ni respirar, mi cuerpo se sacudía por el placer más furioso
que jamás había sentido.
El columpio se ralentizó y luego se detuvo. Gideon avanzó un paso más hacia mí que lo
mantuvo clavado en mi interior. Su olor era decadente, primario. Puro pecado y sexo.
Me rodeó la cara con las manos. Con los dedos me retiró unos mechones de pelo de mis
húmedas mejillas. Mi sexo se contrajo alrededor del suyo, plenamente consciente de lo duro
que aún estaba.
—Tú no te has corrido —lo acusé, sintiéndome muy vulnerable después de la locura del
orgasmo que acababa de tener.
Entonces se apoderó de mi boca en un beso áspero y exigente.
—Voy a sujetarte las muñecas. Luego voy a correrme dentro de ti.
Los pezones se me tensaron en dos puntos dolorosos.
—Oh, Dios.
—Confías en mí —repitió examinando mi rostro.
Lo acaricié mientras aún podía, deslizando las manos por su pecho resbaladizo de sudor, notando el desesperado latido de su corazón.

—Por encima de todo.

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