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El infierno de Gabriel - Cap.11 y 12

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El martes por la tarde, a última hora, Julia y Paul estaban sentados en el Starbucks de la calle Bloor, disfrutando de sus respectivos cafés, acurrucados en un sofá de terciopelo lila y charlando. Estaban cerca, pero no demasiado. Lo bastante cerca como para que Paul pudiera admirar su belleza; lo suficientemente lejos como para que Julia pudiera mirarlo a los ojos —aquellos ojos grandes y amables— y no sentirse inquieta. O apabullada.
—¿Te gustan los Nine Inch Nails? —le preguntó ella, que sostenía un vaso grande de café con las dos manos.
A Paul le sorprendió la pregunta.
—Pues no. La verdad es que no —respondió, encogiéndose de hombros—. Trent Reznor me crispa bastante. Menos cuando canta temas de Tori Amos. ¿Por qué? ¿A ti te gustan?
Julia se estremeció.
—No. En absoluto.
Él rebuscó en su maletín y sacó un CD.
—Éste es el tipo de música que me gusta. Música que me permita trabajar mientras la escucho.
—¿Hem? Nunca he oído hablar de ellos —dijo Julia, dándole la vuelta a la funda.
—Tienen una canción que creo que te gustaría. Se llama Half Acre. Salía en un anuncio de seguros de la tele, así que puede que te suene. Es preciosa. Y nadie grita, ni da berridos ni te dice que te va a fo... —Se interrumpió, ruborizándose. Estaba tratando de hablar bien cuando estaba con ella, pero no acababa de conseguirlo.
Julia le alargó el CD, pero Paul lo rechazó.
—No, lo compré para ti. El álbum se llama «Rabbit songs». Canciones de conejos para el Conejito.
—Gracias, pero no puedo aceptarlo.
Él pareció ofendido. Y dolido.
—¿Por qué no?
—Porque no. Pero gracias de todos modos.
—Pues has aceptado que alguien te regalara un precioso maletín —protestó Paul, señalándolo—. ¿Un regalo de Navidad adelantado de algún novio?
—No tengo novio —respondió ella, incómoda—. La madre de mi
mejor amiga quiso que me lo quedara. Murió hace poco.
—Lo siento, Conejito. No lo sabía.
Le dio unas palmaditas en la mano y dejó el CD en el sofá, entre los dos. Julia no se apartó. De hecho, estuvo rebuscando en el maletín hasta que encontró el CD del profesor Emerson y se lo devolvió, sin apartar la mano que Paul le tenía sujeta en ningún momento.
—¿Qué puedo hacer para convencerte de que aceptes mi regalo? —preguntó él, mientras guardaba el CD de Mozart en su maletín.
—Nada. Ya he recibido demasiados regalos últimamente. Estoy servida.
Paul enderezó la espalda y sonrió.
—Deja que lo intente. Tienes unas manos tan pequeñas... Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene las manos tan pequeñas —añadió, moviendo sus manos unidas para verlas desde todos los ángulos. La de Julia se veía diminuta dentro de las de él.
Ella lo miró con curiosidad.
—Es muy bonito. ¿Se te ha ocurrido ahora?
Paul apoyó la cabeza en el respaldo y se acercó la mano de Julia a los ojos, mientras le trazaba la línea de la vida con el pulgar. Parecía como si le estuviera leyendo la palma de la mano.
—No, es una cita del poema de E. E. Cummings, «En algún lugar al que nunca he viajado». ¿Lo conoces?
—No, pero me encantaría. —La voz de Julia sonó tímida de repente.
—Algún día te lo leeré. —Paul la miró a los ojos con una sonrisa esperanzada.
—Me gustará mucho.
—No es de Dante, pero es bonito. —El pulgar de Paul le presionó ligeramente la mano—. Y me recuerda a ti. Tú estás en un lugar al que nunca he viajado. Tú, tu fragilidad y tus manos diminutas.
Julia se inclinó hacia adelante para disimular el rubor que le cubría las mejillas y bebió un poco de café. Pero permitió que Paul siguiera acariciándole la mano dulcemente. Al llevarse el vaso a los labios, su vetusto jersey de lana lila le resbaló un poco del hombro, dejando al descubierto unos cinco centímetros de tira de sujetador de algodón blanco y una curva de piel de alabastro.
Inmediatamente, Paul le soltó la mano y le cubrió la inocente tira con el jersey, apartando la vista para no incomodarla.
—Así —susurró—. Arreglado.
Y volvió a reclinarse en el asiento. No quería arriesgarse a que se enfadara. Con mucha prudencia, le volvió a coger la mano. Tenía miedo de que la apartara en cualquier momento.
Julia observaba lo que él estaba haciendo conteniendo el aliento. Parecía como si todo sucediera a cámara lenta. La manera de actuar de Paul le llegaba al corazón. Sus movimientos eran íntimos pero castos al mismo tiempo. Le había tapado el hombro. Había cubierto una parte de su cuerpo pequeña e inocente, para protegerla de miradas lujuriosas. Y, al hacerlo, le había demostrado su aprecio y su respeto. Virgilio la estaba honrando.
Con ese acto, galante y caballeroso, se había ganado el acceso a su corazón. No hasta el fondo, pero sí hasta el Vestíbulo, por decirlo de alguna manera. Si ese gesto había sido una muestra del contenido de su alma, Julia estaba convencida de que no le importaría que fuera virgen. Estaba segura de que, al enterarse, la cubriría con una manta de aceptación.
No la acusaría ni se burlaría de ella. Y mantendría cualquier secreto que tuvieran entre los dos, sin contárselos a nadie. No la trataría como a un animal; no la follaría ni la violaría. Y no querría compartirla con nadie.
Empujada por esos sentimientos, hizo algo impetuoso: se inclinó hacia Paul y lo besó. Fue un beso tímido y casto. No sintió que la sangre se le acelerara, ni una vibración por todo el cuerpo, ni una explosión de calor. Los labios de él, que eran muy suaves, respondieron vacilantes. Julia notó su asombro en el modo en que apretó la mandíbula. Sin duda lo había sorprendido con su atrevimiento y lo lamentó inmediatamente.
Lamentó que sus labios no fueran los de Gabriel. Lamentó que aquel beso no fuera como los besos de Gabriel.
Una gran tristeza se abatió sobre ella. Una vez más, se maldijo por haber probado algo de lo que no podría volver a disfrutar. Con el primer bocado de aquella manzana, había echado a perder la oportunidad de que otro hombre pudiera estar nunca a la altura de Gabriel. Morder la manzana había sido adquirir el conocimiento. Y ahora lo sabía.
Se alejó de Paul antes de que lo hiciera él, reprendiéndose por haber sido tan atrevida. Se preguntó qué pensaría de ella. «Acabo de perder a mi único amigo en Toronto por un beso —reflexionó—. ¡Maldita sea!»
—Conejito —dijo él mirándola con cariño y acariciándole la
mejilla.
Su contacto no era eléctrico, sino suave y relajante. Todo en Paul era amable. Hasta su piel.
Rodeándola con sus brazos, la atrajo hacia su pecho para acariciarle el pelo y susurrarle algo dulce al oído. Cualquier cosa que sirviera para tranquilizarla y borrar aquella expresión de dolor y de confusión en su cara. Pero sus dulces murmullos se interrumpieron en seco con la llegada de una arpía de grandes alas, zapatos de tacón y pintalabios carmesí, con un vaso de café en cada mano.
—Vaya, vaya, qué bonita escena —dijo una voz fría y dura como el acero.
Al levantar la vista, Julia se encontró con los ojos castaños de Christa Peterson.
Trató de apartarse de Paul, pero éste se lo impidió.
—Hola, Christa —la saludó él sin ningún entusiasmo.
—¿De visita en los barrios pobres para confraternizar con los alumnos del curso de especialización? Qué democrático por tu parte, Paul —se burló ella, ignorando a Julia.
—Ten cuidado, Christa —le advirtió Paul—. ¿A dos manos? ¿No será demasiado café? ¿Acaso no has dormido en toda la noche?
—Si yo te contara... —ronroneó ella—. Pero no son los dos para mí. Uno es para Gabriel. Oh, no te había visto, Julianne. Supongo que para ti sigue siendo el profesor Emerson. —Y se echó a reír como una gallina clueca.
Alzando una ceja, Julia reprimió el impulso de sacarla de su error y de borrarle aquella sonrisa burlona de la cara. Porque, ante todo, era una dama. Y porque le gustaba la sensación del brazo de Paul sobre su hombro y no tenía ganas de moverse. De momento al menos.
—Tú tampoco le llamas Gabriel a la cara, Christa —dijo Paul—. Te reto a que lo hagas la próxima vez que lo veas.
La mirada de la joven se endureció aún más.
—¿Me retas? Qué gracioso. ¿Es algo típico de Vermont? ¿Algo que los granjeros se dicen unos a otros mientras apilan estiércol? Después de la reunión con Gabriel, probablemente iremos a Lobby a tomar unas copas. Le gusta ir allí después del trabajo. Estoy segura de que esta noche... intercambiaremos más que nombres. —Sacó un poco la lengua y se la pasó por el labio inferior lánguidamente.
Julia sintió náuseas.
—¿Te va a llevar allí a ti? —preguntó Paul, escéptico.
—Oh, sí. No lo dudes.
Julia sintió una arcada, pero la reprimió. Pensar en Gabriel junto a aquella... furcia era repugnante. Hasta la camarera de Lobby le parecía preferible a ella.
—No eres su tipo de mujer —murmuró Julia, sin poder evitarlo.
—¿Perdona?
Ella alzó la vista y se encontró con los ojos entornados y cargados de suspicacia de Christa. Calibró sus alternativas durante un par de segundos y decidió optar por la prudencia.
—He dicho que no es mi tipo de local.
—¿Cuál?
—Lobby. No me parece nada del otro mundo.
La otra le dedicó una sonrisa glacial.
—Como si el portero te fuera a dejar entrar. Lobby es un club exclusivo.
Luego la miró de arriba abajo, como si fuera un animal de esos que nadie quiere. Como si fuera un poni viejo y casi ciego en una granja escuela. De pronto, Julia se vio fea y poco adecuada. Sintió ganas de llorar, pero las reprimió.
Paul sabía lo que Christa estaba haciendo. Notó que Julia empezaba a temblar como reacción al afilamiento de garras de su compañera. Así que, aunque le dolió, soltó a Julia y se echó hacia adelante en el sofá.
«No me obligues a levantarme, zorra», pensó.
—¿Qué te hace pensar que no dejarían entrar a Julia en Lobby, Christa? ¿Acaso sólo dejan entrar a profesionales?
La joven se ruborizó violentamente.
—¿Qué sabrás tú, Paul? ¡Eres prácticamente un monje! O tal vez sí. ¿Es eso lo que hacéis los monjes? ¿Tenéis que pagar para acostaros con alguien? —preguntó, con una mirada malintencionada hacia el nuevo maletín de Julia.
—Christa, si no cierras la boca ahora mismo, voy a tener que levantarme. Y en cuanto me ponga de pie, me voy a olvidar de mis modales —dijo Paul, mirándola muy serio, sin dejar de recordarse que no podía pegarle a una mujer.
Y Christa seguía siendo una mujer, por mucho que pareciera una puerca anoréxica en celo. Paul nunca la habría comparado con una vaca, porque consideraba que las vacas eran animales nobles, especialmente las Holstein.
—No te excites tanto —replicó Christa—. Estoy segura de que hay múltiples explicaciones. Tal vez no la dejaran entrar por su
coeficiente intelectual. Gabriel dice que no eres demasiado lista, Julianne.
Y sonrió triunfalmente al ver que Julia agachaba la cabeza, sintiéndose insignificante. Paul se apoyó en los talones. No iba a pegarle a Christa; sólo iba a asegurarse de que se callara de una vez. Tal vez pudiese llevarla a rastras hasta la salida. Pero al final no tuvo que hacer nada.
—¿Ah, sí? ¿Y qué más dice Gabriel, si se puede saber?
Los tres estudiantes se volvieron a la vez hacia el especialista en Dante de ojos azules que se había acercado a ellos sin que se dieran cuenta. No sabían cuánto tiempo llevaba allí ni lo que había oído, pero tenía la mirada brillante y no podía esconder su enfado con Christa. Era como una nube de tormenta que crecía amenazadoramente. Por suerte, pensó Julia, esa vez no avanzaba en su dirección.
«El picor en mi pulgar me dice que algo malo está a punto de llegar», pensó Paul, recordando el famoso verso de Macbeth.
—Paul —lo saludó Gabriel con frialdad, mirando intencionadamente hacia el espacio cada vez mayor que separaba a Julianne de su ayudante de investigación.
«¡Follaángeles! Ajá. Así está mejor. Las manos lejos del ángel, desgraciado.»
—Señorita Mitchell, es un placer verla. —Gabriel esbozó una sonrisa un poco forzada—. La veo estupendamente, como siempre.
«Sí, ángel de ojos castaños, he oído lo que te ha dicho. No te preocupes. Yo me encargo de ella.»
—Señorita Peterson —dijo Gabriel al fin, indicándole a Christa que lo siguiera con un gesto, como si fuera un perro.
«Has mirado a Julia como si fuera basura. No lo volverás a hacer. Me aseguraré personalmente de ello.»
Julia vio que él rechazaba el café que Christa le había comprado y que se dirigía al mostrador para pedir otra cosa. Vio también que los hombros de la chica se estremecían de rabia.
Paul se volvió hacia Julia y suspiró.
—¿Dónde nos habíamos quedado?
Ella respiró hondo y dejó pasar unos instantes antes de decir lo que sabía que tenía que decir.
—No he debido besarte. Lo siento —se disculpó, mirando el maletín para no mirarlo a la cara.
—Yo no lo siento. Sólo siento que lo sientas —replicó Paul, acercándose y mirándola con una sonrisa—. Pero no pasa nada. No
estoy enfadado ni disgustado.
—No sé qué me ha pasado. No suelo actuar así. No voy besando a cualquiera por ahí.
—Es que yo no soy cualquiera. —La miró fijamente—. Personalmente, llevo mucho tiempo queriendo besarte. Desde el primer seminario, para ser sincero. Pero habría sido demasiado pronto.
Trató de obligarla a mirarlo a los ojos, pero ella apartó la vista y miró a la pareja sentada a otra mesa, discutiendo. Suspiró.
—Julia, ese beso no tiene por qué cambiar nada. Piensa en ello como en una demostración de cariño entre amigos. No tiene por qué volver a suceder a no ser que tú así lo quieras —insistió él, preocupado—. ¿Te sentirás mejor así? ¿Quieres que finjamos que no ha sucedido?
Ella asintió y se removió en el sofá.
—Lo siento, Paul. Eres tan amable conmigo...
—No quiero que sientas que me debes nada. No soy amable contigo para conseguir algo a cambio. Soy así contigo porque me apetece. Por eso te compré el CD. Y por eso el poema me recuerda a ti. Me inspiras. —Se inclinó hacia ella para susurrarle al oído, aunque era muy consciente del par de ojos azules clavados en él desde otra mesa—: Por favor, no te sientas obligada a hacer nada que no te apetezca. Yo seré tu amigo hagas lo que hagas. —Guardó silencio unos instantes—. Ha sido un pequeño beso amistoso. Pero a partir de ahora podemos limitarnos a abrazarnos. Y algún día, si quieres que pasemos a algo más...
—No estoy preparada —susurró Julia, algo sorprendida al haber encontrado con tanta facilidad las palabras que expresaban exactamente cómo se sentía.
—Lo sé. Por eso no te he devuelto el beso con el entusiasmo que me habría gustado. Pero ha sido un beso muy bonito. Gracias. Sé que no dejas que cualquier persona se acerque tanto a ti y yo me siento muy honrado de que me tengas confianza.
Le dio unos golpecitos en la mano y volvió a sonreír. Ella abrió la boca para decir algo, pero Paul habló primero.
—Qué ganas tenía de romperle el cuello a Christa cuando te ha dicho esas cosas. Otro día no me molestaré en responderle. —Miró hacia la mesa de El Profesor y comprobó aliviado que sus ojos color zafiro estaban ahora clavados en Christa, que parecía a punto de llorar.
Julia se encogió de hombros.
—No tiene importancia.
—Sí la tiene. He visto cómo te miraba. Y he visto tu reacción. Te has encogido, Julia. ¿Por qué demonios te has encogido? ¿Por qué no la has mandado al infierno?
—Porque yo no hago esas cosas si puedo evitarlo. Intento no ponerme a su nivel. Otras veces me quedo tan asombrada de que la gente sea tan desagradable sin motivo que no me salen las palabras.
—¿Hay más gente que se porta así contigo? —preguntó Paul, empezando a enfurecerse.
—A veces.
—¿Emerson? —susurró.
—Ha mejorado mucho. Ya lo has visto. Hoy ha sido... educado.
Paul asintió a regañadientes.
«¡Profesor Mem-erson!»
Julia se retorció las manos, nerviosa.
—No pretendo ser san Francisco de Asís ni nada parecido, pero cualquiera puede gritar obscenidades. ¿Por qué debería ser como Christa? Me gusta pensar que a veces... sólo a veces, el silencio puede ser más fuerte que el mal. Y me gusta pensar que, si no digo nada, la gente oirá el odio que sale de su boca con sus propios oídos, sin nada que los distraiga. Tal vez la bondad sea suficiente para mostrar el mal como lo que es, sin necesidad de reprimirlo con más mal. Aunque no es que yo sea la encarnación del bien. Sé que no lo soy. —Se detuvo y miró a Paul—. No me estoy explicando muy bien.
Él sonrió.
—Te explicas con absoluta claridad. Precisamente hablamos de esto en el seminario sobre santo Tomás de Aquino. El mal es su propio castigo. Mira a Christa, por ejemplo. ¿Crees que es feliz? ¿Cómo podría serlo portándose así? Algunas personas son tan egocéntricas y viven tan engañadas que ni todos los gritos del mundo servirían para que se dieran cuenta de sus errores.
—O para activar su memoria —añadió Julia, con una mirada de reojo a la otra mesa.
Al día siguiente, Julia se encontraba en el Departamento de Estudios Italianos, revisando la correspondencia antes del seminario sobre Dante. Estaba escuchando el CD que Paul le había regalado. Finalmente había aceptado su regalo y lo había cargado en su iPod. Su amigo tenía razón. Se había enamorado del álbum inmediatamente
y pronto comprobó que podía trabajar en su proyecto mucho mejor con aquella música que con la de Mozart. «Lacrimosa» era demasiado deprimente.
Tras varios días sin encontrar nada, finalmente recibió correspondencia. Tres cartas, concretamente.
La primera anunciaba la nueva fecha de la conferencia del profesor Emerson: «La lujuria en el Infierno de Dante: el pecado capital contra el Yo». Tomó nota y pensó preguntarle a Paul si le apetecería acompañarla.
La segunda carta venía en un sobre pequeño color crema. Al abrirla, comprobó asombrada que contenía una tarjeta de regalo de Starbucks. Era una tarjeta personalizada, decorada con la imagen de una bombilla. El texto decía: «Eres brillante, Julianne».
Al darle la vuelta a la tarjeta, vio que tenía un valor de cien dólares. «Mierda —pensó—. Eso es mucho café.» No le cupo duda de quién se la había enviado y por qué, pero igualmente no se desprendió de la sensación de sorpresa. Hasta que abrió la tercera carta.
Era un sobre alargado y elegante. Julia lo abrió rápidamente y vio que se lo enviaba el jefe del Departamento de Estudios Italianos. La felicitaba por haber conseguido una beca. Lo primero que hizo ella fue buscar la cantidad. Al ver que se trataba de cinco mil dólares al semestre y que era compatible con la que ya cobraba, cerró los ojos.
«Oh, dioses de los estudiantes francamente pobres que viven en agujeros de hobbit que no son aptos ni para perros, ¡gracias, gracias, gracias!»
—Julianne, ¿te encuentras bien?
La voz de la señora Jenkins, amable y tranquilizadora, la sacó de su trance.
Dirigiéndose a trompicones hasta su escritorio, le mostró la carta.
—Ah, sí, ya me enteré —dijo la mujer con una sonrisa sincera—. Estas becas no se conceden muy a menudo. De repente, el lunes recibimos una llamada diciendo que una fundación había donado miles de dólares para la dotación de esa beca.
Julia asintió, sin salir de su asombro.
La señora Jenkins se quedó mirando el sobre.
—Me pregunto quién será.
—¿Quién será quién?
—La persona que da nombre a la beca.
—No lo he leído hasta el final.
La señora Jenkins le devolvió la carta y le señaló un nombre.
—Dice que eres la destinataria de la Beca M. P. Emerson. Me pregunto quién será M. P. Emerson. ¿Crees que sería pariente del profesor Emerson? Aunque Emerson es un apellido bastante común. Probablemente no sea más que una coincidencia.
12
El profesor Emerson vio que salía luz por debajo de la puerta del despacho de la biblioteca, pero como Paul había tapado con cartulina marrón la estrecha ventanita, no vio quién estaba dentro. Le extrañó que el chico estuviera trabajando un jueves a las diez y media de la noche. La biblioteca cerraría en media hora.
Se sacó la llave del bolsillo y entró sin llamar. Lo que se encontró dentro lo dejó anonadado. La señorita Mitchell estaba en la silla, con la cabeza apoyada elegantemente en los brazos, que reposaban sobre el escritorio. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. Se la veía sonrosada y el pecho le subía y bajaba rítmicamente al respirar pausadamente. El sonido de su respiración era relajante, como las olas del mar chocando contra una playa tranquila. Gabriel se quedó contemplándola embelesado, pensando que se podría grabar un CD de relajación sólo con el sonido de su respiración. Se imaginó yéndose a dormir cada noche con esa melodía.
Tenía el ordenador portátil encendido y vio que su fondo de pantalla consistía en una serie de ilustraciones, al parecer de un libro infantil relacionado con animales. Le llamó la atención un conejo blanco con orejas que le llegaban a los pies. Oyó música y vio que también salía del ordenador. Al lado de Julia había un CD con la foto de un conejo en la carátula y Gabriel empezó a preguntarse por qué estaría tan obsesionada con esos animales.
«¿Será algún tipo de fetichismo con la Pascua?» Empezó a imaginarse en qué podía consistir ese fetichismo, cuando, de repente, recuperó la sensatez. Acabó de entrar en el despacho y cerró la puerta con llave. A ninguno de los dos les convenía que los encontraran en el despacho a solas a esas horas.
Se acercó a ella. No quería molestarla ni interrumpir lo que parecía un sueño muy agradable, pues estaba sonriendo. Tras localizar el libro que había ido a buscar, se dispuso a marcharse, pero sus ojos repararon en una libretita que había junto a los dedos de Julia.
«Gabriel», había escrito. «Mi Gabriel.»
La visión de su nombre escrito varias veces en la libreta con tanto amor lo atrajo con más fuerza que el canto de las sirenas y le provocó un escalofrío en la espalda. Se quedó momentáneamente
inmóvil, con la mano en el aire.
Por supuesto, se podía tratar de otro Gabriel. Le costaba creer que Julia pensara en él y más aún que lo considerara «su» Gabriel.
Al mirarla, supo que si se quedaba todo cambiaría entre los dos. Supo que si la tocaba sería incapaz de resistir el impulso —irreprimible, primitivo— de reclamar a la hermosa y pura señorita Mitchell que estaba allí esperándolo, llamándolo con su aroma de vainilla que se percibía más de lo normal, en un espacio tan reducido y con demasiada calefacción.
«Mi Gabriel.» Se imaginó su voz acariciando su nombre como la lengua de un amante se mueve sobre la piel del amado. Su mente, desatada, se imaginó que la rodeaba con los brazos y la besaba. La sentaría en la mesa y se colocaría entre sus piernas, mientras ella le hundiría los dedos en el pelo y trataría de arrancarle el jersey y la camisa. Se desharía el nudo de la pajarita, se la quitaría y la arrojaría al suelo.
Gabriel acariciaría su pelo largo y ondulado y le rozaría el cuello con un dedo, haciendo que cada centímetro, cada poro, se le cubriera de rubor. Con la nariz le acariciaría la mejilla, la oreja, la garganta, blanca como la nieve. Le encontraría el pulso en el cuello y se sentiría extrañamente calmado por su suave ritmo. Se sentiría conectado a los latidos de su corazón, sobre todo cuando éste empezara a acelerársele a causa de sus caricias. Se preguntaría si sería posible que sus corazones latieran al unísono o si eso sólo pasaba en la fantasía de los poetas.
Sabía que al principio ella se mostraría tímida, pero él insistiría con delicadeza, susurrándole dulces palabras de seducción al oído. Le diría todo lo que quería oír y Julia se lo creería. Sus manos descenderían centímetro a centímetro, desde los hombros hacia sus preciosas e inocentes curvas, maravillándose a su paso de su receptividad. Ella florecería bajo sus manos.
Porque ningún hombre la habría tocado así antes. Gradualmente, se encendería y respondería a sus caricias. ¡Oh, sí! ¡Cómo respondería! Se besarían y su beso sería eléctrico, intenso, explosivo. Sus lenguas se mezclarían y danzarían juntas, desesperadas, como si no hubieran besado nunca a nadie antes.
Julia llevaría demasiada ropa. Él querría quitársela toda y cubrir su piel de porcelana de besos ligeros como una pluma. Especialmente su precioso cuello y sus venas azuladas, que formaban una red en su garganta. Se ruborizaría como Eva, pero él le curaría la timidez a
besos. Pronto estaría desnuda y abierta ante él, pensando sólo en él y en la admiración que le despertaba y se olvidaría de que estaba en un incómodo despacho de biblioteca.
Gabriel la halagaría con juramentos y odas y le murmuraría palabras cariñosas para que no se sintiera avergonzada. «Cariño, preciosa, tesoro, qué dulce eres...» Haría que creyera que la adoraba... y no sería del todo falso.
Pronto, la excitación sería demasiado intensa para aguantar más. La reclinaría sobre la mesa con delicadeza, sujetándole la nuca con la mano. Mantendría la mano allí todo el tiempo, para no hacerle daño en ningún momento. No permitiría que su cabeza golpeara en la mesa, como si fuera un juguete repudiado.
Gabriel no era un amante cruel. No sería rudo ni indiferente. Sería erótico y apasionado, pero amable. Porque la conocía. Y quería que su primera vez fuera tan agradable para ella como lo sería para él. Pero para que fuera perfecto, tendría que tumbarla sobre la mesa. Quería verla con las piernas abiertas para él, jadeando e invitándolo con los ojos nublados de deseo.
Con la otra mano la sujetaría por la parte baja de la espalda y la miraría fijamente a los ojos mientras ella suspiraba y jadeaba. La haría gemir. Él y sólo él.
Julia se mordería el labio inferior y entornaría los ojos mientras Gabriel se deslizaba en su cuerpo. Él le susurraría que se relajara y que se entregara sin resistencia. De ese modo, su primera vez le resultaría más fácil. Gabriel iría despacio y se detendría al llegar a su barrera. ¿Sería capaz de hacerlo?
Su hermoso ángel de ojos castaños lo estaría mirando. El pecho le subiría y bajaría rápidamente. El rubor que habría nacido en sus mejillas se habría extendido por todo su cuerpo. Sería una rosa ante sus ojos y florecería debajo de él. Gabriel sería amable y ella se abriría. Y él la contemplaría extasiado, como si todo estuviera sucediendo a cámara lenta. Lo viviría con los cinco sentidos, la vista, el oído, el aroma, el gusto, el tacto. No se perdería detalle del proceso. Y Julia dejaría de ser virgen y se convertiría en una mujer, por él. Gracias a él.
«¿Y el himen?» Habría sangre. El precio del pecado era la sangre. Y un poco de muerte.
El corazón de Gabriel se detuvo. Perdió un latido y luego se recuperó latiendo el doble de rápido cuando lo asaltó el recuerdo de un poema metafísico de sus días en Oxford. En ese instante vio
claramente que él, el profesor Gabriel O. Emerson, futuro seductor de la hermosa e inocente Julianne, era una pulga.
Las palabras de John Donne retumbaron en sus oídos:
Mira esta pulga y mira qué pequeño es el favor que me niegas. Primero me picó a mí y luego a ti, y en su cuerpo se han mezclado nuestras sangres. A nadie se le ocurriría hablarle a la pulga de pecado, vergüenza o pérdida de virginidad. Este insignificante insecto disfruta sin comprometerse atiborrándose de la sangre de los dos. Por desgracia, eso es más de lo que podemos hacer tú o yo.
Sabía por qué su subconsciente había elegido ese momento para acordarse del poema de Donne. Los versos eran un argumento a favor de la seducción. El poeta le hablaba a la mujer que quería convertir en su amante, una virgen, y le decía que la pérdida de la virginidad era comparable a la picadura de una pulga. Debería entregarse a él rápidamente, sin pensarlo. Sin dudar, sin lamentaciones.
En cuanto las palabras aparecieron en su mente, Gabriel supo que eran perfectas para la ocasión. Perfectas para justificar sus actos. Perfectas para lo que pensaba hacer con Julia.
«Probarla. Tomarla. Sorberla. Pecar. Chupar hasta dejarla seca. Abandonarla.»
Ella era pura. Inocente. La deseaba.
Facilis descensus Averni.
Pero no sería él quien la hiciese sangrar. No sería él el responsable de que otra chica sangrara durante el resto de su vida. Todas las ideas sobre follar encima de mesas, sillas, contra paredes, estanterías y ventanas, se esfumaron de repente. No la tomaría. No la marcaría ni la reclamaría, porque no tenía ningún derecho a hacerlo.
Gabriel Emerson era un pecador empedernido que sólo se arrepentía a medias. El sexo sin compromisos y su propio placer ocupaban un lugar preferente en su mente dominada por la lujuria. Esa necesidad física nunca daba paso a algo más profundo, como el amor. Y, sin embargo, a pesar de esa y de otras carencias morales, a pesar de su incapacidad para resistirse a la tentación aún le quedaba
un principio moral que regía su comportamiento. Aún quedaba una línea que se negaba a cruzar.
El profesor Emerson no seducía vírgenes. Nunca se acostaba con vírgenes, nunca, ni aunque acudieran a él voluntariamente. Nunca saciaba su sed con inocentes. Sólo se alimentaba de aquellas mujeres que ya lo habían probado y que, después de conocerlo, seguían queriendo más. Y no iba a transgredir su último principio moral a cambio de una o dos horas de satisfacción lasciva con una deliciosa estudiante en su propio despacho. Incluso un ángel caído tenía sus principios.
Gabriel dejaría la virtud de Julia intacta. La dejaría como la había encontrado, un ángel ruboroso de ojos castaños, rodeado de conejitos y acurrucada como un gato en su silla. Seguiría durmiendo imperturbable, serena, sin que nadie la besara, sin que nadie la molestara. Puso la mano en el pomo de la puerta y estaba a punto de hacer girar la llave cuando oyó que ella se movía a su espalda.
Gabriel suspiró y dejó caer la cabeza hacia adelante. No había renunciado a una noche de placer con ella por odio, sino por amor. Por el bien que a veces añoraba y deseaba que formara parte de su vida. Y tal vez por el recuerdo de la persona que había sido antes de que el pecado y el vicio se apoderaran de él como un matorral de espinos, retorciéndose alrededor de su alma y ahogando sus virtudes. Soltó el pomo e inspiró hondo. Enderezando los hombros, cerró los ojos, preguntándose qué iba a decirle.
Se volvió muy lentamente y vio que la señorita Mitchell gruñía y se estiraba. Parpadeó y se cubrió la boca con la mano para bostezar.
Al darse cuenta de que el profesor Emerson estaba junto a la puerta, abrió mucho los ojos, ahogó un grito y se levantó de golpe de la silla, quedando aprisionada contra la pared. Verla encogida de miedo por su presencia casi le rompió el corazón. (Lo que demostraría que todavía tenía corazón.)
—Chist, Julianne, sólo soy yo.
Gabriel le mostró las palmas de las manos en señal de rendición y trató de sonreír.
Julia estaba atónita. Había estado soñando con él instantes antes. Y ahora estaba delante de ella, observándola. Se pellizcó el brazo. Gabriel seguía allí.
«Mierda. Me ha pillado.»
—Sólo soy yo, Julianne. ¿Estás bien?
Ella parpadeó rápidamente y se frotó los ojos.
—No... no lo sé.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó él, bajando las manos.
—Ejem... no lo sé —respondió, tratando de despertarse y de recordar al mismo tiempo.
—¿Estás con Paul?
—No.
Gabriel sintió un gran alivio.
—¿Cómo has entrado? Éste es mi despacho.
Julia lo miró a los ojos para juzgar su estado de ánimo.
«Me he metido en un lío. Y Paul también. De ésta nos expulsan a los dos.»
Se movió bruscamente hacia adelante, tirando la silla al suelo y, ya de paso, una pila de libros cercanos. Un montón de notas sueltas salieron volando y empezaron a caer a su alrededor como copos de papel de rayas. Gabriel pensó que parecía un ángel dentro de una bola de nieve.
«Preciosa», pensó.
Ella se agachó y empezó a recogerlo todo apresuradamente, mientras repetía unas palabras de disculpa como una letanía. Gabriel reconoció algunas de las palabras que iba diciendo como si estuviera rezando el rosario: «Paul me prestó la llave, lo siento, lo siento mucho».
De una sola zancada, él se plantó a su lado y le puso una mano en el hombro.
—Quieta. No pasa nada. Eres bienvenida aquí.
Julia cerró los ojos y trató de calmarse, pero era muy difícil. Tenía miedo de que El Profesor perdiera los nervios y echara a Paul de su despacho para siempre.
Gabriel inspiró con fuerza y ella abrió los ojos. Al ver que tenía su mano en el hombro, la mirada se le nubló.
Él se le acercó más y la miró a la cara.
—Julianne, estás pálida. ¿Te encuentras bien?
Gabriel no sabía qué hacer. ¿Por qué ella actuaba de un modo tan raro? Tal vez estaba débil por falta de comida, o no se había despertado del todo. O quizá fuera por el calor. Hacía demasiado calor en el despacho y ella se había dormido con la calefacción encendida. Gabriel la sujetó justo cuando Julia se desmayaba. La rodeó con sus brazos y la apretó contra su pecho. No estaba inconsciente. No del todo al menos.
—¿Julianne?
Le apartó el pelo de la cara y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos.
Ella murmuró unas palabras ininteligibles. No se había desmayado, pero se apoyaba contra él como si no tuviera fuerzas para mantenerse en pie. Gabriel la sujetó para que no chocara contra la silla volcada o se cayera al suelo.
—¿Estás bien?
Trató de moverla para que se sentara en el suelo, pero ella se sujetó con más fuerza a su cuello, como si no quisiera soltarse. A él le gustó la sensación, así que la abrazó más fuerte y aspiró disimuladamente el olor de su pelo. Vainilla. El pequeño cuerpo de ella encajaba a la perfección contra el suyo, como si fueran complementarios. Era asombroso.
—¿Qué ha pasado? —murmuró Julia contra el jersey de él, de color verde brillante, que hacía destacar el azul de sus ojos.
—No estoy seguro. Creo que te has mareado al levantarte de golpe. Hace demasiado calor aquí dentro.
Ella le dedicó una sonrisa tan dulce que el corazón de Gabriel se derritió.
Deseaba besarlo, desesperadamente. Estaba cerca, muy cerca. Si se acercaba un poco más, aquellos labios serían suyos... de nuevo. Sus ojos la miraban con calidez y estaba siendo tan amable con ella...
Gabriel empezó a apartarse centímetro a centímetro, asegurándose de que no se iba a caer. Cuando vio que se aguantaba sola, la sentó delicadamente sobre la mesa antes de enderezar la silla. Luego se acercó a la puerta y se recolocó la pajarita.
—No me importa que uses el despacho. No me importa en absoluto. Sólo es que me ha sorprendido encontrarte aquí. Me alegro de que a Paul se le ocurriera dejarte la llave. No pasa nada. —Gabriel sonrió para tranquilizarla, al ver que se había agarrado a la mesa con fuerza—. He venido a buscar un libro que le dejé —añadió, levantando el libro en cuestión.
Moviéndose lentamente, Julia se levantó de la mesa y empezó a recoger los libros y los papeles esparcidos por el suelo.
—¿Has quedado con Paul más tarde?
—No. Ha ido a una conferencia para graduados en Princeton. Mañana tiene una presentación.
Julia levantó la cabeza y al ver que Gabriel seguía sonriendo, se relajó. Un poquito.
—Princeton. Sí, por supuesto. Lo había olvidado. Qué maletín tan bonito llevas —comentó, con una mueca de complicidad.
Ella se ruborizó, tratando de no delatar el secreto que, gracias a su amiga, no era tan secreto.
—Aunque parece que hay un ser vivo por ahí. Veo que asoman unas orejas por una de las cremalleras.
Julia se volvió hacia el maletín. Gabriel tenía razón. Dos orejitas marrones asomaban de uno de los compartimentos, dando la sensación de que hubiese intentado meter una mascota a escondidas en la biblioteca. Se ruborizó más intensamente.
—¿Puedo verlo? —preguntó él, sin moverse hasta que ella le diera permiso.
Indecisa, Julia sacó el muñeco de peluche del maletín y se lo ofreció, mordiéndose el labio muerta de vergüenza.
«Es evidente que los conejos son el fetiche de la señorita Mitchell.»
Gabriel sostuvo el conejito entre el índice y el pulgar, mirándolo con curiosidad, como si no supiera qué era. O como si temiera que, en un ataque de furia, al peluche fuera a darle por imitar al famoso conejo de los Monty Python en Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores y le saltara al cuello. Gabriel se llevó la mano al mismo como precaución y resistió el súbito impulso de decir Ni.
El peluche era marrón, muy suave, hecho de terciopelo o algo parecido. Tenía las patas cortas, las orejas largas y unos bigotes muy graciosos. Se mantenía muy derecho, demasiado rígido, pero le resultaba extrañamente familiar. A Grace le habría encantado. Podría haber formado parte de la infancia que él nunca tuvo.
Alguien le había atado un lazo rosa alrededor del cuello. Gabriel lo examinó y llegó a la conclusión de que se lo había puesto alguien con alguna discapacidad (con todos los respetos hacia los discapacitados), o alguien con las manos muy grandes y escasa habilidad con la psicomotricidad fina (como él). Llevaba una tarjetita.
No quería que se sintiera incómoda, así que sólo le echó un rápido vistazo. Fue suficiente para ver que decía:
C.
Te dejo a alguien que te hará compañía mientras estoy fuera.
Nos vemos a la vuelta.
Tuyo,
Paul
«El follaángeles contraataca», pensó Gabriel, malhumorado.
—Es... muy bonito —dijo, devolviéndoselo.
—Gracias.
—¿Quién es C.?
Julia se volvió para guardarlo en el maletín, con cuidado de que no se le engancharan las orejas en las cremalleras.
—Es uno de mis motes.
—No lo entiendo. Tendría que empezar por P.
Ella frunció el cejo.
«¿Por qué? ¿P de puta? ¿De Perra? ¿Petarda?»
—De preciosa —le aclaró Gabriel y luego agachó la cabeza, ruborizándose un poco, porque el halago había salido de sus labios sin pretenderlo—. ¿Así que llevas horas durmiendo aquí, escuchando canciones sobre conejos, con un conejito como acompañante? No sabía que fueras una amante de los conejos —añadió en tono insinuante, sin poderlo evitar—. Me gusta ese grupo. Buena elección.
—Gracias. —Julia apagó el ordenador y lo guardó con cuidado en el maletín, junto con el CD.
—La biblioteca está a punto de cerrar. ¿Qué habrías hecho si no hubiera llegado yo?
Ella miró a su alrededor, confusa.
—No lo sé.
—Si nadie se hubiera dado cuenta, podrías haberte quedado encerrada toda la noche. Sin comida. —La sonrisa desapareció de la cara de Gabriel sólo de pensarlo—. ¿Qué vas a hacer en el futuro para asegurarte de que no te vuelve a pasar?
—¿Poner la alarma en el reloj de Paul?
Gabriel asintió como si hubiera acertado la respuesta correcta, aunque no se había quedado satisfecho.
—¿Tienes hambre?
—Debería marcharme, profesor. Siento haber invadido tu espacio personal.
«No sabes hasta qué punto has invadido mi espacio personal, Julianne.»
—Señorita Mitchell, un momento —la interrumpió él, dando un paso en su dirección, mientras ella se colgaba el maletín al hombro con una mano y limpiaba la superficie de la mesa con la otra—. ¿Has cenado?
—No.
Gabriel frunció mucho el cejo. Sus cejas se juntaron como nubes de tormenta.
—¿A qué hora has comido?
—A las doce.
—De eso hace ya casi once horas. ¿Qué has comido?
—Un perrito caliente del carrito de delante de la biblioteca.
Él maldijo en silencio.
—No puedes alimentarte a base de comida basura. Y no me gusta que comas carne cocinada en la calle. Me prometiste que si pasabas hambre me lo dirías. Te has desmayado de hambre.
Gabriel miró la hora en su Rolex Day-Date de oro blanco.
—Es demasiado tarde para llevarte a comer un filete. El Harbour Sixty ya está cerrado. Pero podemos ir a cenar a otro sitio. Yo estaba concentrado preparando mi conferencia y tampoco he cenado.
—¿Seguro?
—Señorita Mitchell, no soy un hombre que lance invitaciones a la ligera. Si te invito a cenar es porque estoy seguro. ¿Me acompañas o no?
—No voy vestida para ir a cenar, aunque muchas gracias —respondió ella, con suavidad pero con firmeza, arqueando una ceja.
Había superado ya la sorpresa de encontrarlo allí y estaba totalmente despierta e indignada por su actitud.
Gabriel la examinó de arriba abajo lentamente, admirando su figura, pero su mirada cambió al llegar a las zapatillas deportivas. Odiaba que las mujeres se pusieran zapatillas deportivas. Les quitaban trabajo a los podólogos, puesto que de ese modo evitaban lucir los pies. Consciente del absurdo rumbo de sus pensamientos, se aclaró la garganta.
—Vas perfecta. Creo que el color de la blusa hace destacar el rubor natural de tu piel y el jaspeado color caramelo de tus ojos. De hecho, estás muy guapa.
«¿Tengo los ojos jaspeados color caramelo? ¿Desde cuándo? ¿Y en qué momento se ha dado cuenta?»
—Hay un sitio cerca de mi casa al que suelo ir entre semana, cuando se me hace tarde. Te invito a tomar algo allí y así podemos hablar de tu proyecto. De manera informal, por supuesto. ¿Qué te parece?
—Gracias, profesor.
Ambos se miraron y sonrieron con timidez.
Gabriel aguardó pacientemente a que ella acabara de dejarlo
todo en orden antes de hacerse a un lado y señalar hacia el pasillo.
—Después de ti.
Julia le dio las gracias. Mientras salían, él alargó la mano hacia las asas del maletín. Ella notó el roce de sus dedos y se apartó instintivamente, dejándolo caer.
Él lo recogió.
—Es un maletín muy bonito. ¿Te importa que lo lleve un rato? —preguntó, con una sonrisa que la hizo ruborizarse.
—Gracias —murmuró ella—. Me gusta mucho. Es perfecto.
Gabriel no le dio más conversación hasta que llegaron al restaurante Caffé Volo en la calle Yonge. Era un establecimiento tranquilo y acogedor. Presumían de tener la carta de cervezas más completa de Toronto. Tenían también un cocinero italiano y la mejor cocina casera del barrio. Era un local pequeño, de sólo diez mesas, que en verano complementaban con algunas más en la terraza. La decoración, rústica, incluía algunas antigüedades, como bancos de iglesia o grandes mesas de granja. A Julia le recordó a una taberna alemana, del estilo del restaurante Vinum, donde había estado con amigos durante una visita a Frankfurt.
A Gabriel le gustaba porque servían una de sus cervezas trapenses favoritas, la Chimay Première, y le gustaba tomar pizza napolitana con esa bebida. (Como siempre, no soportaba la mediocridad.) Como era un cliente habitual, y de los más puntillosos, le ofrecieron el mejor sitio, una tranquila mesa para dos en un rincón, cerca de un gran ventanal con vistas a la locura que era la calle Yonge por la noche.
Travestis, estudiantes universitarios, residentes en el colegio mayor, policías, felices parejas homosexuales, felices parejas heterosexuales, famosos de visita en los barrios pobres, yuppies paseando a sus pretenciosas mascotas, ecologistas, vagabundos, músicos callejeros, pandilleros, miembros de la mafia rusa, algún que otro profesor díscolo, algún miembro del Parlamento Provincial. Un fascinante caleidoscopio de comportamientos humanos en directo. Y gratis.
Julia se sentó lentamente en su asiento, un antiguo banco de iglesia reconvertido y se echó sobre los hombros la manta de borreguillo que el camarero le había dejado en el respaldo.
—¿Tienes frío? Le diré a Christopher que nos siente al lado de la chimenea. —Levantó el brazo para llamar al camarero, pero Julia lo detuvo.
—No lo hagas —dijo con timidez—. Me gusta mirar a la gente.
—A mí también, pero pareces el Yeti.
Julia se ruborizó.
—Lo siento —se excusó él rápidamente—. No quería hacerte sentir incómoda, pero seguro que podemos conseguir algo más adecuado que esa manta, que a saber dónde habrá estado. Probablemente en el suelo del apartamento de Christopher. Y quién sabe qué clase de travesuras habrá hecho ahí encima.
«¿Ha usado la palabra "travesuras" en una frase?», pensó Julia, atónita.
El profesor Emerson se quitó el jersey de cachemira verde, con un coche de carreras inglés y se lo dio. Julia lo cogió y lo cambió por la censurable manta de Yeti.
—¿Mejor? —preguntó él, peinándose con los dedos.
—Mejor —respondió ella, sintiéndose más cómoda y mucho más caliente, envuelta en el calor corporal y el aroma de Gabriel.
Se dobló las mangas varias veces porque los brazos de él eran mucho más largos que los suyos.
—¿Fuiste a Lobby el martes? —le preguntó Julia.
—No. ¿Por qué no me hablas de tu proyecto? —Cambió de tema bruscamente y su voz adquirió un tono profesional.
Por suerte, Christopher los interrumpió en ese momento preguntándoles qué querían cenar y ella pudo centrarse un poco.
—La ensalada César es muy buena aquí, igual que la pizza napolitana, pero son raciones bastante grandes para uno solo. ¿Eres aficionada a los intercambios? —preguntó él.
Julia abrió la boca, sin saber qué decir.
—Me refiero a si te gustaría compartir una ensalada y una pizza conmigo. ¿O prefieres cualquier otra cosa?
Gabriel frunció el cejo. Estaba tratando de no ser un profesor avasallador y dominante, pero era más difícil de lo que parecía.
Christopher golpeó el suelo con el pie discretamente. No quería que el profesor notara que se estaba impacientando. Lo había visto irritado en alguna ocasión y no le habían quedado ganas de repetir la experiencia. Aunque tal vez ahora que tenía compañía femenina —el remedio favorito de Christopher para cualquier desorden psicológico, grande o pequeño— se comportase de otro modo.
—Me encantará compartir la ensalada y la pizza contigo, gracias —respondió Julia en un tono que ponía fin a cualquier deliberación.
Él pidió por los dos y, poco después, el camarero apareció con
dos cervezas Chimay. Gabriel había insistido en que ella la probara.
—Salud —dijo él, brindando.
—Prost —replicó Julia.
Probó la cerveza y no pudo evitar recordar la primera que se había tomado y con quién. Era una cerveza rubia, de fabricación nacional. Ésta tenía un tono cobrizo y era dulce, con un intenso sabor a malta. Le gustó mucho y lo demostró con un leve ronroneo de aprobación.
—¡Cuesta más de diez dólares la botella! —susurró, para no avergonzar a Gabriel en público con su incredulidad.
—Pero es la mejor. ¿Qué prefieres, beber una botella de éstas o dos Budweiser, que es como beber asquerosa agua de la bañera?
«Bueno, no he probado el agua de la bañera, pero me fiaré de su opinión, chalado profesor Emerson.»
—Vamos —la animó él—. ¿Qué estás pensando? Casi puedo ver las ruedas girando en esa pequeña cabecita, así que suéltalo.
Y dicho esto, se cruzó de brazos y aguardó con una sonrisa, como si la cabeza de Julia fuera una fuente inagotable de diversión.
A ella le molestó su actitud. No le gustaba que usara el diminutivo al referirse a su cabeza, porque le recordaba su desprecio inicial por su capacidad intelectual, así que decidió contraatacar.
—Me alegro de tener la oportunidad de hablar contigo en privado —comentó, sacando dos sobres del maletín—. No puedo aceptar esto.
Deslizó la tarjeta del Starbucks y la concesión de la beca en su dirección.
Gabriel los reconoció inmediatamente y frunció el cejo.
—¿Qué te hace pensar que te los he enviado yo? —preguntó, empujándolos en dirección a Julia.
—Mi capacidad de deducción. Eres la única persona que conozco que me llama Julianne. Y eres la única persona que conozco con una cuenta corriente lo bastante saneada como para crear una beca.
Le entregó de nuevo los sobres.
Gabriel permaneció en silencio unos instantes. ¿De verdad era el único que llamaba a Julianne por su nombre completo? ¿Cómo la llamaban los demás?
«Julia.»
—Tienes que aceptarlos.
Gabriel volvió a empujarlos hacia ella.
—No, no tengo que hacerlo. Los regalos me ponen muy nerviosa
y la tarjeta del Starbucks es una exageración. Por no hablar de la beca. Nunca podría devolvértela. Ya le debo demasiadas cosas a tu familia. No puedo aceptar nada más.
Empujó los sobres una vez más.
—Puedes aceptarlo y lo aceptarás. La tarjeta de regalo es intrascendente. Yo gasto mucho más que eso en café cada mes. Quería demostrarte de un modo tangible que respeto tu inteligencia. Cometí una indiscreción en un momento en que tenía la guardia baja y la señorita Peterson lo aprovechó y retorció mis palabras de un modo intolerable. Así que no lo consideres un regalo, considéralo una indemnización. Hablé mal de ti sin motivo y por eso te escribí esa tarjeta. Si no la aceptas, el conflicto permanecerá sin resolver entre nosotros, porque no creo que me hayas perdonado que hablara mal de ti delante de tus colegas.
Acercándole los sobres una vez más, la miró fijamente.
Julia le clavó la vista en la pajarita para no caer presa de su intensa mirada azul. Se preguntó cómo habría logrado hacerse el nudo tan derecho y uniforme.
«Tal vez haya contratado a una profesional para que se lo haga. Alguien con el pelo rubio teñido y tacones de aguja. Y uñas muy largas.»
Julia volvió a deslizar la tarjeta del Starbucks, desafiante. Para su gran sorpresa, la expresión de Gabriel se endureció, pero se guardó la tarjeta.
—No pienso pasarme la noche jugando al ping-pong de tarjeta de regalo contigo. Pero la beca no se puede devolver. El dinero no es mío. Lo único que hice fue alertar al señor Randall, el director de la organización filantrópica, de tus méritos académicos.
—Y de mi pobreza —murmuró ella.
—Si tienes algo que decirme, señorita Mitchell, ten la cortesía de hablar a un nivel audible —dijo él, con los ojos brillantes.
Ella le devolvió una mirada igual de encendida.
—No creo que todo esto sea muy profesional, profesor Emerson. No sé cómo lo has logrado, pero sé que me estás haciendo llegar miles de dólares a través de una beca. Cualquiera pensaría que estás tratando de comprarme.
Gabriel inspiró hondo y contó hasta diez para no estallar.
—¿Comprarte? Puedes creerme, nada está más lejos de mi intención. Me siento muy ofendido por tus palabras. Si te deseara, no tendría que comprarte.
Las cejas de Julia se alzaron de la sorpresa, pero en seguida le dirigió una mirada de advertencia.
—Cuidado con lo que dices.
Gabriel pareció sinceramente incómodo y a ella le gustó la sensación.
—No quería decir eso. Quería decir que yo nunca te trataría como a un objeto que puede comprarse y venderse. No eres el tipo de chica que se vende, estoy seguro.
Julia le dirigió una mirada glacial antes de apartar la vista. Negó con la cabeza y empezó a buscar la salida, preguntándose si podría escapar.
—¿Por qué lo haces? —susurró él, pasados unos instantes.
—¿El qué?
—Provocarme.
—Yo... no... te provoco. Sólo expongo los hechos.
—En cualquier caso, cada vez que trato de mantener una conversación normal contigo, acabas provocándome.
—Eres mi profesor.
—Sí y el hermano mayor de tu mejor amiga. ¿No podemos ser Gabriel y Julianne por una noche? ¿No podemos disfrutar de una conversación agradable y de una cena aún más agradable? Puede que no lo esté consiguiendo, pero me estoy esforzando por comportarme como un ser humano.
Cerró los ojos, frustrado.
—¿De verdad?
Era una pregunta inocente, pero Julia se tapó la mano con la boca al darse cuenta de cómo había sonado.
Los ojos de Gabriel se abrieron muy lentamente, como los del dragón de la historia de Tolkien, pero no mordió el anzuelo de su impertinencia. Ni empezó a soltar fuego por la nariz. Todavía.
—¿Quieres que tengamos una relación profesional? Pues empieza tú. Un estudiante normal recibiría una beca con gritos de alegría. Aceptaría el dinero y se sentiría profundamente agradecido por su buena suerte. Así que compórtese profesionalmente, señorita Mitchell. Podría haber mantenido mi conexión con la beca en secreto, pero preferí tratarte como a una adulta. Decidí respetar tu inteligencia y no recurrir a engaños. Sin embargo, sí me he preocupado de ocultar mi relación con la beca de manera pública. Mi nombre no va ligado oficialmente a esa organización filantrópica, así que nadie atará cabos. Emerson es un nombre muy común. Si le cuentas a alguien que estoy
detrás de la beca, lo más probable es que no te crea.
Sacándose el iPhone del bolsillo, Gabriel abrió la aplicación de la libreta de notas y empezó a escribir con el dedo.
—No iba a quejarme.
—Podrías haberme dado las gracias.
—Gracias, profesor Emerson. Pero míralo desde mi punto de vista. No quiero ser Eloísa ni que tú seas Abelardo —dijo, mirando los cubiertos y alineándolos hasta que estuvieron ordenados simétricamente.
Gabriel recordó haberla visto hacerlo antes, cuando cenaron en el Harbour Sixty. Dejando el teléfono en la mesa, la miró con expresión apenada. Se sintió culpable al recordar lo que había estado a punto de pasar en la biblioteca. Había estado a punto de sucumbir a los considerables encantos de la señorita Mitchell. Y con ellos se había arriesgado a correr el mismo destino que Abelardo, porque sin duda Rachel lo castraría si se enteraba de que había seducido a su amiga.
Milagrosamente, había demostrado tener un mayor autocontrol que Abelardo.
—Nunca seduciría a una alumna.
—En ese caso, gracias —murmuró ella—. Y gracias por el gesto de la beca, aunque no puedo prometerte que la aceptaré. Sé que para ti es una cantidad modesta, pero para mí significa dinero para billetes de avión para Acción de Gracias, Navidad y Pascua. Y algún que otro extra de vez en cuando que ahora no puedo permitirme. Como un filete.
—¿Vas a gastártelo en billetes de avión? Pensaba que buscarías un apartamento en mejores condiciones.
—He firmado un contrato. Si me fuera a otro apartamento, tendría que seguir pagando éste. Además, ir a casa para ver a mi padre es importante para mí. Es la única familia que me queda. Y me gustaría ir a visitar también a Richard antes de que venda la casa y se mude a Filadelfia para estar cerca de Rachel y Scott.
«De hecho, creo que valdría la pena aceptar la beca para ir a visitar a Richard y, de paso, ver el huerto. Me pregunto si mi manzano favorito sigue allí... Me pregunto si alguien se daría cuenta si tallara mis iniciales en el tronco...»
Gabriel la miró de reojo.
—¿No habrías ido a casa si no hubieras recibido la beca?
Julia negó con la cabeza.
—Papá quería comprarme un billete de avión para Navidad, para
que no tuviera que ir en autocar, pero los precios de Air Canada son imposibles y me habría sentido avergonzada si mi padre hubiera tenido que comprarme un billete.
—No te avergüences de aceptar un regalo si te lo ofrecen sin contrapartidas.
—Pareces Grace. Ella siempre decía cosas como ésa.
Gabriel se removió inquieto en el asiento.
—¿De dónde crees que aprendí algo de generosidad? De mi madre biológica te aseguro que no.
Julia lo miró de frente, sin parpadear ni ruborizarse. Suspirando, se guardó la carta en el maletín. Acabaría de decidir qué hacer cuando no estuviera ante la presencia magnética de El Profesor. Seguir discutiendo con él en esos momentos no llevaría a ninguna parte. En ese aspecto, como en muchos otros, era exactamente como Abelardo, sexy, inteligente y seductor.
Él la observó con atención.
—A pesar de todo lo que he hecho, que admito que no ha sido demasiado, ¿sigues pasando hambre?
—Gabriel, tengo una relación muy especial con mi estómago. Me olvido de comer cuando estoy ocupada, o preocupada o... triste. No es por el dinero. No te preocupes, por favor.
Recolocó los cubiertos una vez más.
—¿Estás triste ahora?
Julia bebió la cerveza lentamente, sin responder.
—¿Dante te entristece?
—A veces —susurró ella.
—¿Y las otras veces?
Julia levantó la vista y le dedicó una sonrisa muy dulce.
—Otras veces no puedo evitarlo... me hace delirar de felicidad. A veces, mientras estoy estudiando La Divina Comedia, siento como si estuviera haciendo lo que se supone que debo estar haciendo. Como si hubiera encontrado mi pasión, mi vocación. Como si ya no fuera la chica tímida de Selinsgrove. Me siento capaz de todo. Sé que soy buena en esto y me hace sentir... importante.
Era demasiado. Le había dado demasiada información. Se había bebido la cerveza demasiado rápido y se le había subido a la cabeza; igual que el aroma de Gabriel impregnado en el jersey. No debería haber dicho eso y a él menos que a nadie.
Pero para su sorpresa, lo descubrió mirándola con calidez.
—Es verdad que eres tímida, pero eso no es ningún pecado.
—Gabriel carraspeó—. Me da envidia tu entusiasmo por Dante. Yo me sentía así hace un tiempo. Hace mucho tiempo. Demasiado.
Cuando volvió a sonreír, ella apartó la mirada.
Julia se inclinó sobre la mesa y bajó la voz.
—¿Quién es M. P. Emerson?
Los ojos azules de Gabriel la perforaron con la intensidad de un rayo láser.
—Preferiría no hablar de ello.
Su tono de voz no era duro, pero sí muy frío y se dio cuenta de que había tocado un nervio muy sensible. Le costó unos instantes recuperarse lo suficiente para preguntar:
—¿Quieres ser mi amigo? ¿Es eso lo que tratas de decirme con la beca?
Gabriel frunció el cejo y dijo:
—Rachel te ha dicho algo, ¿verdad?
—No, ¿por qué lo preguntas?
—Porque ella cree que deberíamos ser amigos. Te digo lo mismo que le dije antes de que se fuera: es imposible.
Notó que se le hacía un nudo en la garganta. Tragó saliva con dificultad y preguntó:
—¿Por qué?
—Tenemos una bandera roja sobre la cabeza y en cualquier momento alguien puede agitarla. Los profesores y las alumnas no pueden ser amigos. Y aunque sólo fuéramos Julianne y Gabriel compartiendo una pizza, tampoco te convendría ser amiga mía. Soy un imán para el pecado, y tú no. —Con una sonrisa triste, añadió—: Ya lo ves. Es imposible. «Los que entráis aquí, abandonad toda esperanza.»
—Me gusta creer que nada es imposible —susurró ella.
—Aristóteles dijo que la amistad sólo es posible entre dos personas virtuosas. Así que la amistad entre nosotros es imposible.
—Nadie es virtuoso del todo.
—Tú lo eres —afirmó Gabriel. Los ojos le brillaban con lo que podría ser pasión o admiración.
—Rachel me dijo que estabas en la lista vip de Lobby. —Julia volvió a cambiar de tema rápidamente, sin mucho tiempo para considerar la prudencia de sus actos.
—Así es.
—Me lo dijo como si fuera un misterio. ¿Por qué?
Gabriel frunció el cejo.
—¿Por qué crees tú?
—No lo sé. Por eso te lo pregunto.
Él la miró fijamente y bajó el tono de voz.
—Voy regularmente, por eso tengo tratamiento preferencial, aunque últimamente no he ido demasiado.
—¿Por qué vas allí? No te gusta bailar. ¿Vas sólo para beber? —Miró a su alrededor. El Caffé era un lugar sencillo pero confortable—. Podrías beber aquí. Se está más a gusto. Es gemütlich... acogedor.
«Y no hay ni una puta Emerson adicta a la vista.»
—No, señorita Mitchell. No suelo ir a Lobby a beber.
—Entonces, ¿para qué vas?
—¿No es obvio? —Gabriel frunció el cejo y negó con la cabeza—. Tal vez para alguien como tú no.
—¿Qué significa alguien como yo?
—Significa que no sabes lo que me estás preguntando —le espetó él, enfadado—, o no me lo harías decir en voz alta. ¿Quieres saber para qué voy allí? Te lo diré. Voy a buscar mujeres para follar, señorita Mitchell. —La miraba furioso—. ¿Estás contenta?
Julia inspiró hondo y contuvo el aliento. Cuando no pudo aguantar más, lo soltó, negando con la cabeza.
—No —respondió en voz baja, mirándose las manos—. ¿Por qué iba a estar contenta? En realidad me pone enferma. No sabes cuánto.
Gabriel suspiró y se llevó las manos a la nuca. No estaba enfadado con ella. Estaba furioso, pero consigo mismo. Se sentía avergonzado. Una parte de él quería causarle repulsión intencionadamente. Quería mostrarse desnudo ante ella sin ocultar nada. Que viera cómo era en realidad, una criatura oscura y siniestra expuesta ante su virtud. Entonces se alejaría de él.
Tal vez era eso lo que su subconsciente estaba haciendo con aquellos ridículos exabruptos, nada profesionales. En circunstancias normales nunca le habría hablado así a un alumno y menos aún a una alumna, ni aunque fuera cierto. Julianne estaba acabando con él y ni siquiera sabía cómo lo estaba haciendo.
Gabriel la miró y ella vio remordimiento en sus ojos.
—Lo siento. Sé que te repugno —dijo él en voz baja—, pero créeme, no es una mala reacción. Debes sentir repulsión hacia mí. Cada vez que estoy cerca de ti te estoy corrompiendo. No puedo evitarlo.
—No siento que me estés corrompiendo.
Gabriel la miró con tristeza.
—Sólo porque no sabes lo que eso implica. No sabes reconocerlo. Cuando lo hagas ya será demasiado tarde. Adán y Eva no se dieron cuenta de lo que habían perdido hasta que estuvieron fuera del paraíso.
—Sé algo sobre el tema —murmuró Julia— y no por haber leído a Milton.
En ese momento, Christopher les llevó la cena, interrumpiendo la incómoda conversación. Gabriel se comportó como el perfecto anfitrión, sirviéndole la ensalada y la pizza a Julia antes de servirse él y asegurándose de que le tocaban más virutas de queso parmesano y más picatostes que a él. Y no porque no le gustaran. Al contrario, le gustaban mucho.
Mientras comían en silencio, Julia recordaba su primera cena juntos. En ese momento, empezó a sonar una canción por los altavoces. Era una canción tan bonita que dejó los cubiertos sobre la mesa y escuchó con atención.
Gabriel también la oyó y empezó a cantar susurrando. La letra hablaba sobre el cielo y el infierno, la virtud y el pecado.
Julia se quedó atrapada en la sobrecogedora relevancia de la letra. Pero Gabriel se detuvo en seco y volvió a concentrarse en la pizza. Ella lo miró boquiabierta. No tenía ni idea de que cantara tan bien. Oír aquellas palabras saliendo de su boca perfecta con su sensual voz...
—Es una canción preciosa. ¿De quién es?
—Se llama You and Me. Es de Matthew Barber, un músico local. ¿Has oído la frase sobre la virtud y el pecado? No cabe duda sobre cuál le corresponde a cada uno de nosotros.
—Es muy bonita pero triste.
—Siempre he tenido una gran debilidad por las cosas bonitas pero tristes. —La miró atentamente antes de apartar la vista—. Creo que deberíamos empezar a hablar sobre tu proyecto, señorita Mitchell.
Su máscara profesional volvía a estar firmemente colocada en su sitio. Julia respiró hondo y empezó a describir su proyecto, nombrando a Paolo y a Francesca, a Dante y a Beatriz. Justo en ese momento, sonó el teléfono de Gabriel.
El tono de llamada eran las campanadas del Big Ben. Él alzó un dedo para indicarle que esperara un momento. Al leer la pantalla de su iPhone, le cambió la expresión de la cara.
—Tengo que responder —dijo con preocupación—. Lo siento.
Se levantó y respondió al teléfono en un mismo gesto.
—¿Paulina?
Se dirigió a la sala vecina, pero Julia oía lo que decía.
—¿Qué pasa? ¿Dónde estás? —preguntó él, en voz cada vez más baja.
Julia trató de seguir cenando, pero no podía dejar de preguntarse quién sería Paulina. Nunca había oído ese nombre hasta entonces. Gabriel había parecido muy preocupado al ver su nombre en la pantalla del teléfono.
«¿M. P. Emerson? ¿Paulina Emerson? ¿Será su ex esposa? ¿O M. P. será un código para alguien y estará intentando confundirme?»
Gabriel regresó a la mesa un cuarto de hora más tarde y no se sentó. Estaba muy alterado, pálido y tembloroso.
—Tengo que irme. Lo siento. La cena está pagada y le he pedido a Christopher que llame un taxi para que te lleve a casa cuando hayas terminado.
—Puedo ir andando —replicó ella, agachándose para recoger el maletín.
Él levantó una mano para detenerla.
—De ninguna manera. No a estas horas ni en este barrio. Toma —añadió, ofreciéndole un billete doblado—. Para el taxi o por si quieres tomar algo más. Por favor, quédate y acábate la cena. Y llévate lo que sobre a casa. ¿Lo harás?
—No puedo aceptar tu dinero —dijo Julia, devolviéndole el billete.
Gabriel le dirigió una mirada suplicante.
—Por favor, Julianne, ahora no —le rogó, frotándose los ojos con una mano.
Ella se apiadó de él y no insistió.
—Siento tener que dejarte así. Yo...
Lo sentía. Sentía mucho... algo. Estaba tremendamente angustiado, casi desencajado de ansiedad. Sin pensar, Julia le tomó la mano en un gesto de compasión y solidaridad. Y se sorprendió mucho al comprobar que él no hacía ninguna mueca, ni se soltaba bruscamente.
Al contrario. Le apretó los dedos como dándole las gracias por el contacto. Abrió los ojos y la miró, acariciándole el dorso de la mano con suavidad. Fue un gesto dulce y familiar, como si lo hubiera hecho miles de veces. Como si ella le perteneciera. Se acercó su mano a los
labios y se quedó mirándola.
«Aquí permanece el olor a sangre; ni todos los perfumes de Arabia harían más dulce esta mano», susurró, parafraseando a lady Macbeth. Tras besársela reverentemente, se despidió:
—Buenas noches, Julianne. Nos veremos el miércoles... si sigo aquí.
Ella asintió. Lo vio salir a la calle y echar a correr en cuanto sus pies tocaron la acera. Al cabo de un rato, se dio cuenta de que seguía llevando su precioso jersey de cachemira y que dentro del billete, Gabriel había escondido la tarjeta del Starbucks junto con una nota que decía:
J:
No creerías que iba a rendirme tan fácilmente, ¿no?
No te avergüences de aceptar un regalo si te lo ofrecen sin contrapartidas.
Y aquí no hay ninguna contrapartida.
Tuyo,
Gabriel


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