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El infierno de Gabriel - Cap.21 y 22

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Mientras Julia esperaba en su piso, Gabriel trataba de mimetizarse con su entorno, como un camaleón. Se mostraba encantador con sus colegas, aunque tenía las entrañas revueltas y la mente desbocada. Se obligó a comer y rechazó una copa tras otra. Estaba convencido de que, cuando llegara a casa, Julia ya no estaría allí. Habría salido huyendo.
No es que eso lo pillara por sorpresa. Sabía que pasaría tarde o temprano. Lo que no se había imaginado era que sería precisamente ése el secreto que los separaría. Gabriel sabía que no se merecía a Julia por muchas razones, razones que se había callado como un cobarde. No era una cuestión de amor, no creía que ella pudiera llegar a amarlo nunca. No era posible amar a alguien como él. Pero había esperado poder cortejarla el tiempo suficiente para que el afecto y la amistad los unieran, a pesar de algunos de sus oscuros secretos. Pero ya era demasiado tarde.
Cuando por fin llegó a casa, se sorprendió al encontrarla durmiendo en el sofá. Su rostro era la imagen de la serenidad. Trató de no tocarla, pero no lo logró. Alargó la mano y le acarició el pelo, murmurando unas palabras tristes en italiano.
Necesitaba música. En esos momentos necesitaba una melodía que lo ayudara a calmar la agonía, pero en la única canción que podía pensar era en Mad World, de Gary Jules. Y no quería estar oyendo esa canción cuando Julia lo abandonara.
Ella abrió los ojos de repente. Vio que Gabriel se había quitado la americana y la corbata y que se había desabrochado tres botones de la camisa. También se había quitado los gemelos y se había remangado.
Él sonrió con cautela.
—No quería despertarte.
—No pasa nada, sólo había cerrado los ojos un momento.
Julia bostezó y se incorporó lentamente.
—Puedes seguir durmiendo.
—No creo que sea buena idea.
—¿Has comido algo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Te apetece hacerlo ahora? Puedo prepararte una tortilla.
—No, tengo el estómago encogido.
A él le molestaba que se negara a comer, pero prefirió no discutir con ella, consciente de que una discusión más grave se acercaba por el horizonte.
—Tengo un regalo para ti.
—Gabriel, un regalo es lo último que necesito en este momento.
—No estoy de acuerdo, pero puede esperar. —Se removió incómodo en el sofá, sin apartar los ojos de ella—. Llevas un chal y estás sentada al lado del fuego, pero sigues estando muy pálida. ¿Tienes frío?
—No.
Julia empezó a quitarse la pashmina, pero los largos dedos de él le sujetaron la mano.
—¿Puedo?
Ella retiró la mano y asintió recelosa.
Gabriel se acercó y Julia cerró los ojos cuando su aroma la envolvió. Con delicadeza, él le desenrolló el chal con las dos manos y lo dejó entre los dos, en el sofá. Luego le acarició el cuello con los nudillos.
—Eres preciosa —murmuró—. No me extraña que todos los ojos estuvieran clavados en ti esta noche.
Ella se tensó al oírlo y Gabriel se echó hacia atrás, maldiciéndose entre dientes.
Al bajar la vista, Julia se dio cuenta de que no había llegado a quitarse las botas, pero a él no parecía molestarle.
—Siento haber puesto las botas sobre el sofá. Me las quitaré.
Cuando empezó a bajarse una de las cremalleras, Gabriel se puso de rodillas en el suelo.
—¿Qué haces? —preguntó ella, mirándolo sorprendida.
—Admirar tus botas. Me gustan mucho —respondió él, acariciando el tacón de una de ellas.
—Rachel me ayudó a elegirlas, pero los tacones son demasiado altos.
—Los tacones nunca son demasiado altos. Pero deja que te ayude.
La voz de él, ronca y cargada de adoración, le aceleró el pulso.
Con las manos suspendidas en el aire por encima de sus rodillas, repitió:
—¿Puedo?
Julia asintió, conteniendo el aliento.
Reverentemente, Gabriel le acabó de desabrochar la bota y, con delicadeza, le recorrió la pierna con los dedos, desde la pantorrilla hasta el tobillo antes de quitársela. Tras repetir el proceso con la otra bota, las dejó ambas junto al sofá. Luego le levantó el pie derecho y empezó a masajearlo ligeramente con ambas manos.
Julia gimió sin poder evitarlo y luego se mordió el labio, avergonzada.
—No hay nada malo en demostrar que sientes placer, Julianne —la tranquilizó él—. Me anima mucho comprobar que no te resulto del todo repulsivo.
—No me resultas repulsivo en absoluto. Pero no me gusta verte de rodillas —susurró ella.
La expresión satisfecha de Gabriel se ensombreció.
—Cuando un hombre se arrodilla ante una mujer es un gesto de caballerosidad. Cuando una mujer se arrodilla ante un hombre, es indecente.
Julia volvió a gemir.
—¿Dónde aprendiste a hacer eso?
Él la miró sin comprender.
—¿Dónde aprendiste a dar masajes en los pies? —insistió ella, ruborizándose.
Él suspiró.
—Una amiga me enseñó.
«Una de sus amigas merecedoras de una foto en blanco y negro, seguro», pensó Julia.
—Sí —dijo Gabriel, como si la hubiera oído—. Me gustaría ampliar el masaje al resto del cuerpo, pero no creo que sea una buena idea, al menos de momento.
Los ojos se le habían oscurecido mientras hablaba. Cambiando de pie, bajó la vista.
—Tengo hambre de tu cuerpo, Julianne. No soy lo suficientemente fuerte como para tocarte de manera casta. No si estuvieras tumbada ante mí, cubierta sólo por una sábana.
Permanecieron en silencio unos instantes, mientras Gabriel le masajeaba el pie. Luego, él se echó hacia atrás y, sentado sobre los talones, le pasó un dedo arriba y abajo por las medias.
—Si quieres, puedo llevarte a tu casa y hablamos mañana. O puedes quedarte aquí. Duerme en mi habitación y yo lo haré en la de invitados —le ofreció, inseguro.
—No quiero alargar las cosas innecesariamente. Me gustaría
que habláramos, si no te importa.
—No me importa. ¿Quieres algo de beber? —Gabriel señaló hacia la cocina—. Puedo abrir una botella de vino. O prepararte un cóctel. —La miró fijamente—. Por favor, deja que haga algo por ti.
Una llama prendió en el vientre de Julia, creciendo y envolviéndola, pero luchó contra ella.
—Agua, por favor. Necesito tener la cabeza clara.
Él se levantó y fue a la cocina. Julia oyó que se lavaba las manos y luego el ruido de varios cajones de la nevera abriéndose y cerrándose. Regresó con un vaso alto lleno de agua Perrier, hielo y varios trozos de lima.
—¿Me disculpas un momento?
—Todos los que necesites. Regresa al fuego cuando estés lista. —Trató de sonreír, pero estaba demasiado tenso para que la sonrisa resultara sincera.
Ella desapareció con su bebida. Gabriel supuso que necesitaba armarse de valor para enfrentarse a la siguiente revelación sobre su maldita y miserable existencia. O tal vez pensaba encerrarse en el baño y exigirle que hablaran a través de la puerta. No podría culparla.
La mente de Julia funcionaba a la velocidad de la luz. No sabía lo que Gabriel iba a decirle, ni cómo respondería ella. Era muy posible que se enterara de cosas que hicieran imposible que su relación continuara. La idea la destrozaba. No importaba lo que él hubiera hecho o con quién; lo amaba. La idea de perderlo otra vez, después de la felicidad de haberlo reencontrado, era una tortura.
Gabriel se había sentado en su butaca roja y estaba contemplando la chimenea. Al verlo tan melancólico y con chaleco, le recordó a un personaje de una novela de las hermanas Brontë. Mientras se acercaba a él, le rogó a Charlotte que fuera un personaje de una de las suyas, no de su hermana Emily.
«Lo siento, pero es que Heathcliff me aterroriza. Por favor, que Gabriel no sea un Heathcliff. (No se ofenda, señorita Emily.) Por favor.»
Desde donde estaba, él no la veía. Carraspeó para advertirlo de su presencia.
Gabriel le hizo un gesto con el brazo para que se acercara al fuego.
—Ven a calentarte.
Julia hizo amago de sentarse en el suelo, pero él se lo impidió con un gesto de la mano.
—Por favor —le dijo con una sonrisa—, siéntate en mi regazo. O en la otomana. O en el sofá.
A Julia no le importaba en absoluto sentarse en el suelo frente al fuego, pero a él parecía molestarle y no valía la pena discutir por algo así. Se decantó por la otomana y tomó asiento, contemplando las llamas azules y naranja. En su mente ya no era El Profesor; sino Gabriel, su profesor, su amado.
Él cambio de postura, preguntándose por qué Julia se habría sentado tan lejos.
«Porque ahora sabe lo que eres y te tiene miedo.»
—¿Por qué no te gusta verme de rodillas? —preguntó ella finalmente, rompiendo el silencio.
—Tal vez después de la charla que hemos tenido antes, puedas adivinar la razón. Una razón que cobra más peso si tienes en cuenta lo que me contaste en tu apartamento. —Hizo una breve pausa—. Eres demasiado humilde y la gente se aprovecha de tu dulzura y amabilidad.
—Los estudiantes universitarios no lo tienen fácil. Tienen que ganárselo todo con esfuerzo.
—Ser una estudiante no tiene nada que ver con esto.
—Tú siempre serás el profesor brillante y yo siempre seré tu alumna —dijo ella en voz baja.
—Te olvidas de que te conocí antes de que fueras mi alumna. Y no serás estudiante eternamente. Estaré sentado en primera fila cuando des tu primera conferencia. Y respecto a tus prejuicios contra los profesores, sólo puedo decir: «Si nos pincháis, ¿no sangramos?».
—«Y si nos atacáis, ¿no tenemos derecho a vengarnos?» —replicó ella, siguiendo con el monólogo de El Mercader de Venecia.
Gabriel se echó hacia atrás en la butaca y la miró complacido.
—¿Quién es ahora la maestra, profesora Mitchell? Yo sólo te supero en edad y en experiencia.
—La edad no lo vuelve a uno sabio necesariamente.
—Por supuesto que no. Y aunque tú eres joven, eres trabajadora y estás comenzando lo que promete ser una larga y brillante carrera. Tal vez no he dejado lo bastante claro lo mucho que te admiro.
Julia no dijo nada y mantuvo la vista clavada en las llamas.
Gabriel se aclaró la garganta.
—Ann no me hizo daño, Julianne. Apenas pienso en ella y, cuando lo hago, es para lamentar lo que pasó. No me dejó cicatrices.
Julia se volvió para mirarlo con preocupación.
—No todas las cicatrices dejan marcas en la piel. ¿Por qué tuviste que elegirla a ella, de entre tanta gente?
Él se encogió de hombros y clavó la mirada en las llamas.
—¿Por qué hacen las cosas los seres humanos? Todos buscan la felicidad. Me prometió un placer intenso y en ese momento necesitaba distraerme con algo.
—¿Dejaste que te hiciera daño porque estabas aburrido?
Julia sintió náuseas.
La expresión de Gabriel se endureció.
—No espero que lo entiendas, pero en ese momento necesitaba quitarme una cosa de la cabeza. Podía elegir entre el dolor o el alcohol y no quería hacer nada que pudiera perjudicar a Grace o a Richard. Traté de mantener relaciones con varias mujeres, pero en seguida perdía el interés. Los orgasmos fáciles pero sin sentido acaban cansando, Julianne.
«Trataré de recordarlo», pensó ella.
—La actitud de la profesora Singer, tanto en la conferencia como durante la cena, no era la de una mujer despechada.
—Ella desprecia la debilidad y por tanto no reconoce el fracaso. Fue un duro golpe para su reputación y su enorme ego cuando trató de dominarme y fracasó. No quiere que se sepa.
—¿La querías?
—No. Es un súcubo sin alma ni corazón.
Julia volvió a mirar hacia la chimenea y apretó los labios.
—En realidad, fue una especie de prueba. Y no la superamos. En otras palabras, aunque... nos relacionamos, nunca existió nada entre nosotros.
—Me disculparás, pero carezco de vocabulario específico para descifrar lo que tratas de decirme.
—Estoy tratando de explicártelo sin manchar tu inocencia más de lo necesario. No me pidas que sea más explícito —dijo con frialdad.
—¿Todavía deseas lo que ella te ofrecía?
—No, fue una experiencia desastrosa.
—¿Y con otra persona?
—No.
—¿Y qué harás la próxima vez que te envuelva la oscuridad?
—Pensaba que lo había dejado claro. Cuando tú estás a mi lado, la oscuridad desaparece, Beatriz. —Carraspeó—. Julianne.
—Dime que no era ella la que aparecía en las fotografías.
—No, en absoluto. Las mujeres que fotografié me gustaban.
—¿Por qué te echó de su casa?
Gabriel apretó los dientes antes de responder.
—Hice algo que en su mundo es absolutamente inaceptable. No te mentiré diciendo que no disfruté al ver la expresión de su cara cuando le di a probar su propia medicina. Aunque al hacerlo violé una de mis reglas sagradas.
Julia se estremeció.
—Entonces, ¿por qué sigue acosándote?
—Represento su fracaso, sigue deseando dominarme. Aparte de que poseo algunas habilidades...
Ella se ruborizó, incómoda.
—Me refiero a mis habilidades pugilísticas. Cuando se enteró de que había boxeado y de que era miembro del Club de Esgrima de Oxford, no pude quitármela de encima. Por desgracia, tenemos esas aficiones en común.
Julia se pasó un dedo por la cicatriz de la cabeza.
—No puedo estar con alguien que pega, Gabriel. Ni por enfado, ni por placer, ni por ninguna otra razón.
—Y haces bien. Lo apoyo. No está en mi naturaleza ser violento con las mujeres. Me gusta seducirlas. Ann fue una excepción. Si conocieras las circunstancias, creo que me darías la razón y me perdonarías.
—Pero tampoco puedo estar con alguien que desea que le peguen. La violencia me da mucho miedo. Por favor, entiéndelo.
—Lo entiendo. Pensé que lo que Ann me ofrecía me ayudaría a superar mis problemas. —Negó con la cabeza con tristeza—. Julianne, lo auténticamente doloroso ha sido tener que mirarte a la cara y admitir mi sórdida relación con ella. Por ti, desearía no tener pasado. Desearía ser tan bueno como tú.
Julia bajó la vista hasta sus manos, que se estaba retorciendo sobre el regazo.
—La sola idea de que alguien te golpee... y te trate como a un animal... —La voz le empezó a temblar y los ojos se le llenaron de lágrimas—. No me importa que mantuvierais relaciones sexuales. No me importa que no te dejara marcas. Lo que no soporto es la idea de que alguien te haga daño porque tú lo desees.
Gabriel apretó los labios y guardó silencio.
—La idea de alguien golpeándote me pone enferma.
Él apretó los dientes al ver dos lágrimas cayendo por sus mejillas.
—Debes estar con alguien que te trate con amabilidad —dijo Julia, secándose la mejilla con el dorso de la mano—. Prométeme que nunca volverás con ella. O con alguien como ella.
Gabriel le dirigió una dura mirada.
—Te dije que no tendrías que compartirme con nadie. Cumplo mis promesas.
Ella negó con la cabeza.
—Digo nunca más. Ni siquiera después de mí. Prométemelo.
Gabriel gruñó.
—Lo dices como si fuera inevitable que vaya a haber un después.
Julia se secó otra lágrima.
—Prométeme que no dejarás que nadie te maltrate para castigarte a ti mismo. Pase lo que pase.
Él apretó los dientes con más fuerza.
—Prométemelo, Gabriel. No volveré a pedirte nada, pero prométeme esto.
Entornando los ojos, él la observó en silencio unos instantes antes de asentir.
—Te lo prometo.
Julia se relajó y dejó caer la cabeza hacia adelante, física y emocionalmente exhausta.
Gabriel no se había perdido detalle de las emociones que habían batallado en su rostro, tan pronto pálido como sofocado, o del modo de retorcerse la tela del vestido. Le dolía mucho verla tan disgustada. Y verla llorar era desesperante.
«El ángel de ojos castaños estaba llorando por el demonio. El ángel lloraba porque le dolía que alguien le hiciera daño a él.»
Sin una palabra, la agarró y la sentó sobre su regazo. Apoyó su cabeza delicadamente en su pecho y la abrazó.
—No más lágrimas. Ya has derramado demasiadas lágrimas por mí —le susurró al oído— y te aseguro que no me merezco ni una. —Suspiró pesaroso—. He sido muy egoísta queriendo estar contigo, Julianne. Deberías estar con alguien de tu edad, alguien bueno, como tú. No con un retorcido Calibán, que merece estar en la isla de La tempestad y no a tu lado.
—A veces eres tan inocente como yo.
—¿Cuándo? Dímelo.
—Cuando me abrazas. Cuando me acaricias el pelo —susurró ella—. Cuando estamos en la cama juntos.
Gabriel la miró con expresión torturada.
—Si no me quieres en tu vida, sólo tienes que decirlo y desapareceré para siempre. No quiero que tengas miedo de mi reacción. Si me rechazas, te prometo que no trataré de retenerte. Si es lo que deseas, te dejaré marchar.
Julia guardó silencio, sin saber qué decir.
—Sé que tengo una personalidad controladora y admito que, como tú misma dijiste, soy un mandón —continuó, con la voz baja y crispada—. Pero nunca te trataría como a ella. No te haré daño, Julianne. Sería incapaz de hacerte daño.
Le acarició el brazo con un dedo y a Julia se le erizó el vello, tanto por su caricia como por sus palabras.
—No me preocupa lo que puedas hacerme, sino lo que Ann pueda hacerte a ti.
—Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por mí.
—Tu familia lo hace. Y yo también antes de mudarme a Toronto. Me preocupaba por ti cada día.
Gabriel le dio un suave beso en los labios, que ella le devolvió.
—A pesar de mis pasadas indiscreciones, me gusta mucho más dar a mis amantes un placer loco y apasionado que dolor, te lo aseguro. Algún día me gustará mostrarte esa faceta mía. Despacio, por supuesto.
Julia se mordió la mejilla por dentro, buscando las palabras adecuadas para lo que tenía que decir.
—Tengo que decirte algo.
—¿Sí?
—No soy... tan inocente como crees.
—¿Y qué se supone que quiere decir eso? —preguntó él, bruscamente.
Julia se mordisqueó el labio superior, nerviosa.
—Lo siento. Me has pillado por sorpresa. —Gabriel se frotó los ojos.
—He tenido un novio.
Él frunció el cejo.
—Ya lo sabía.
—Y nosotros... hicimos cosas.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó Gabriel, levantando las cejas. Las palabras habían salido de su boca sin pensar, pero en seguida cambió de idea—. No respondas. No quiero saberlo.
—No soy tan inocente como lo era cuando tú y yo nos
conocimos, lo que significa que tienes una visión falsa e idealizada de mí.
Gabriel reflexionó un instante sobre lo que estaba oyendo. Quería saber los detalles, pero al mismo tiempo tenía miedo de lo que Julia pudiera decir. La idea de que otra persona —él— la hubiera tocado, le hubiera dado placer, lo ponía furioso. Se daba cuenta de que ella necesitaba contarlo, pero no estaba seguro de poder reaccionar correctamente.
—Tú fuiste el primero en besarme. El primero que me cogió la mano —dijo Julia.
—Me alegro. —Gabriel le levantó una mano y le besó el dorso—. Ojalá hubiera podido ser el primero en todo.
—No me arrebató todas las primeras veces. —Julia cerró la boca rápidamente. No había querido decir eso.
El uso de la palabra «arrebatar» despertó en Gabriel instintos asesinos. Si alguna vez se encontraba a ese hombre, le partiría el cuello con sus propias manos.
—Al ver que no regresabas, empecé a salir con alguien. En Filadelfia. Y... bueno... empezaron a pasar cosas.
—¿Cosas que tú deseabas que pasaran?
Julia se removió en el asiento, incómoda.
—Era mi novio. A veces... perdía la paciencia.
—Justo lo que me temía. Era un manipulador hijo de puta que te sedujo.
—Tengo voluntad propia. No tenía por qué ceder.
Gabriel permaneció en silencio.
«No puedo soportarlo. Estos celos me matan. Pensar en sus manos y sus labios con los de otra persona... No.»
—Sé qué no tengo derecho a preguntarte esto —dijo finalmente—, pero ¿lo amabas?
—No.
Él trató de ocultar la satisfacción que sintió al oír su respuesta levantando la barbilla.
—No me toques nunca, ni permitas que yo lo haga, a no ser que lo desees. Quiero que me hagas esta promesa ahora mismo.
Ella parpadeó sorprendida.
—Me conozco. Hasta ahora he mantenido mis pasiones a raya, pero más de una vez he sido demasiado directo y te he hecho sentir incómoda. Me disgustaría mucho saber que nuestra relación había avanzado sólo porque te sentías coaccionada.
—Te lo prometo, Gabriel.
Él asintió y la besó en la frente.
—Julianne, ¿por qué no quieres que te llame Beatriz?
—Me entristeció mucho que no quisieras saber mi nombre cuando nos conocimos.
Él la miró intensamente.
—Quiero saber mucho más que eso. Quiero conocer tu auténtico yo.
Julia sonrió.
—¿Todavía quieres estar conmigo? —preguntó él—. ¿O quieres dejarme?
—Claro que quiero estar contigo.
Gabriel la besó con dulzura antes de ayudarla a levantarse y guiarla hasta la cocina. Cuando Julia estuvo cómodamente sentada en uno de los taburetes, él cogió algo de una encimera, cubierto por una tapadera en forma de cúpula plateada. Mientras le dejaba la bandeja delante, sus ojos brillaban traviesos.
—Tarta de manzana casera —anunció, retirando la tapa con gran efecto.
—¿Tarta?
—Dijiste que nadie te había preparado una tarta. Ya no podrás decirlo.
Julia se quedó mirando el dulce sin dar crédito a lo que veía.
—¿La has hecho tú?
—No exactamente. La hizo mi asistenta. ¿Te gusta?
—¿Le pediste a alguien que hiciera una tarta para mí?
—Bueno, la verdad es que esperaba que la compartieras conmigo, pero ya que insistes en comértela toda tú sola... —bromeó él.
Julia cerró los ojos y se cubrió la boca con la mano.
—¿Julianne?
Al ver que no respondía, Gabriel empezó a hablar muy de prisa:
—Dijiste que te gustaba. Cuando me contaste lo de San Luis, dijiste que nadie te había preparado nunca una tarta y pensé... —Se detuvo, súbitamente inseguro.
Los hombros de ella temblaban mientras lloraba en silencio.
—¿Julia? ¿Qué pasa? —le preguntó frenético. No soportaba verla llorar. Y menos por su culpa. Rodeó la barra y la abrazó—. ¿Qué he hecho?
—Lo siento —se disculpó cuando por fin fue capaz de hablar.
—Cariño, no lo sientas. Sólo explícame qué he hecho mal para no repetirlo.
—No has hecho nada mal. —Julia se secó las lágrimas—. Es que nadie había hecho algo así por mí antes. —Sonrió melancólica.
—No quería disgustarte. Quería hacerte feliz.
—Son lágrimas de felicidad. Más o menos —contestó ella, riendo y llorando a la vez.
Gabriel la abrazó una vez más antes de soltarla. Retirándole el pelo por detrás de los hombros, dijo:
—Creo que alguien de por aquí necesita un trozo de tarta.
Cortó una generosa porción, de la que partió un trozo con el tenedor, sosteniéndolo delante de ella.
—Me gustaría dártelo yo, pero entenderé si no quieres que lo haga.
Julia abrió la boca inmediatamente y Gabriel le metió la tarta en la boca.
—Hum, está buenísima —dijo, con la boca llena.
Mientras se quitaba unas cuantas migas de los labios, sonrió.
—Me alegro.
—No sabía que tuvieses asistenta.
—Sólo viene dos veces a la semana.
—¿Y también cocina?
—A veces. Funciono a rachas. O tal vez debería decir por obsesiones, ya sabes —respondió, dándole un golpecito en la nariz—. Esta receta era de su abuela. No puedo decirte lo que puso en la masa del hojaldre. Es un secreto —añadió, guiñando un ojo.
—¿Y tú? ¿No vas a comer?
—Prefiero ver cómo disfrutas. Aunque esto no es una cena en condiciones. Me quedaría más tranquilo si me dejaras prepararte algo caliente.
—Mi padre siempre come un trozo de queso con la tarta de manzana. Si tienes queso, tomaré un poco.
Al principio, Gabriel pareció sorprendido por la petición, pero en seguida reaccionó y fue a la nevera a buscar un trozo de queso cheddar blanco curado.
—Perfecto —murmuró ella.
Cuando acabó de comer, permaneció unos segundos en silencio, preguntándose si debería volver a su casa. No le apetecía, pero tal vez después de tantas lágrimas y tanto drama, Gabriel no quisiera que se quedara.
—No respondiste a mi nota —comentó él, rompiendo el silencio—, la que te envié con las gardenias.
—Te envié un correo electrónico.
—Pero te olvidaste de una cosa.
Julia tardó unos segundos en contestar.
—No sabía cómo responder a lo de la domesticación.
—Me dijiste que ese diálogo entre el Principito y el zorro era tu favorito. Pensé que te quedaría claro.
Ella negó con la cabeza.
—Sé lo que quería decir el zorro, pero no tengo tan claro lo que significa para ti.
—Entonces te lo aclararé. No espero que confíes en mí, pero me gustaría ganarme tu confianza. Tal vez cuando logre que confíes en mí con la mente, puedas confiarme también tu cuerpo. Ése era el tipo de domesticación al que me refería. Quiero estar pendiente de ti... de tus necesidades y tus deseos... y quiero dedicarles todo el tiempo que se merecen.
—¿Cómo me domesticarás?
—Mostrándote con mis actos que soy digno de confianza. Y así.
Le sujetó la cara entre las manos y acercó su boca a la de ella hasta que estuvieron casi rozándose. Julia cerró los ojos y aguardó, conteniendo el aliento, a que sus labios se tocaran.
Pero no lo hicieron.
El aire cálido que salía de los labios entreabiertos de Gabriel le acariciaba la boca. Con la punta de la lengua, Julia se humedeció el labio inferior. Al sentir el aliento de él sobre la humedad de sus labios, un escalofrío le recorrió la espalda.
—Estás temblando —susurró Gabriel, enviándole una nueva oleada de aliento cálido junto con sus palabras.
Julia se ruborizó entre sus manos. El calor se extendió por su rostro y descendió por su cuello.
—Noto cómo te ruborizas. Tu piel florece y se llena de color.
Le acarició las cejas. Al abrir los ojos, Julia se encontró con dos estanques de agua azul oscuro.
—Tienes las pupilas dilatadas —siguió describiendo Gabriel, con una sonrisa— y tu respiración se ha acelerado. ¿Sabes lo que eso significa?
—Él decía que era frígida —confesó Julia, avergonzada—. Fría como la nieve. Y eso lo enfurecía.
—Sólo un niñato que no sabe nada de mujeres puede estar tan
ciego y decir algo tan ridículo. No lo creas ni por un momento, Julianne. Sé que no es verdad. —Esbozó una sonrisa seductora—. Sé perfectamente cuándo estás excitada. Lo veo en tus ojos. Lo noto en tu piel. Puedo... sentirlo.
Volvió a pasarle los dedos por las cejas para relajarla.
—Por favor, no te sientas mal. No hay nada vergonzoso en ello. Es excitante y muy erótico.
Julia cerró los ojos y aspiró hondo.
—Aramis, menta y el bendito Gabriel.
Él se echó a reír.
—¿Es tu manera de decirme que te gusta mi colonia? — Se inclinó un poco hacia ella para que pudiera olerle mejor el cuello, donde el aroma de la colonia era más intenso.
—¿Qué haces?
—Alimentar el deseo, Julianne. Dime qué deseas. Estás sofocada, tu corazón late rápidamente y la respiración se te ha acelerado. ¿Qué deseas, Julia? —repitió, volviendo a sujetarle la cara entre las manos y acercándole la boca a los labios, sin tocarla.
—Quiero besarte —susurró ella.
—Yo también quiero besarte —replicó él, sonriendo.
Julia aguardó, pero Gabriel permaneció quieto.
—Julianne —murmuró él contra su boca.
Ella abrió los ojos.
—Toma lo que deseas.
Julia inspiró hondo.
—Si no inicias tú el beso de vez en cuando, pensaré que no me deseas. Que te estoy obligando. Y después de una noche como ésta, la única que debes exigir algo eres tú.
Gabriel la estaba mirando con los ojos muy abiertos y cargados de intención.
Ella no necesitó más. Sorprendiéndolos a ambos, le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí. Cuando sus labios se encontraron, las manos de Gabriel se desplazaron hasta la espalda de Julia. Se imaginó acariciando su piel desnuda. Ella le mordisqueó el labio inferior antes de succionárselo y metérselo en la boca, imitando lo que él le había hecho en una ocasión anterior. Aunque le faltaba experiencia, a Gabriel le encantó.
Su calmada pasión lo enardecía. En pocos segundos, le había subido la temperatura y su corazón se había disparado. Mientras le exploraba la boca con la lengua, deseaba separarle las castas rodillas
con una mano y apretarse contra ella. Y llevarla en brazos hasta el dormitorio para...
Se separó bruscamente y la sujetó por los antebrazos desnudos.
—Tengo que parar. —Apoyando la frente en la suya, soltó el aire ruidosamente.
—Lo siento.
Gabriel le besó la frente.
—No te disculpes por seguir el dictado de tus deseos. Eres hermosa y sensual. Y me excitas muchísimo. Puedo disfrutar de ti sin llevar esto más lejos, pero no seré capaz de contenerme si te sigo besando.
Permanecieron inmóviles, abrazados, hasta que él abrió los ojos y le acarició la mejilla.
—Dime que deseas, Julianne. Esta noche soy tuyo. ¿Quieres que te lleve a casa? ¿Quieres quedarte?
Ella le acarició la mandíbula con la nariz.
—Me gustaría quedarme.
—En ese caso, creo que es hora de que nos vayamos a la cama.
Le ofreció la mano para ayudarla a bajar del taburete.
—¿No te resulta raro compartir la cama conmigo?
—Te quiero en mi cama y entre mis brazos todas las noches.
Julia guardó silencio mientras iba en busca del maletín.
—¿Te molesta? —preguntó él, frunciendo el cejo.
—No, aunque tal vez debería.
—Te he echado de menos esta semana.
—Yo también te he echado de menos.
—Duermo mejor cuando estás entre mis brazos —confesó Gabriel con una cálida sonrisa—, pero puedes elegir donde prefieres dormir.
—Me gustaría compartir la cama contigo —admitió ella, con timidez—, si no te importa.
—Nunca te negaría algo así —dijo él, guiándola hacia el dormitorio.
Cuando Julia se sentó en la cama, Gabriel cogió la foto de la cómoda.
—Tú tienes una foto mía debajo de la almohada. Pensé que no te importaría que yo tuviera una foto tuya —bromeó, ofreciéndosela.
Julia se devanó los sesos tratando averiguar cómo habría encontrado él la fotografía.
—¿De dónde la has sacado?
—Soy yo el que debería preguntarte de dónde sacaste tú una foto de mis tiempos en el equipo de remo de Princeton —replicó él, mientras se sacaba la camisa del pantalón y se desabrochaba los botones del chaleco y la camisa, dejando al descubierto la ceñida camiseta que llevaba debajo.
Julia apartó la vista, maldiciendo en silencio el día en que alguien decidió que los hombres llevaran camisetas debajo de la camisa. Ver cómo se desnudaba era todavía más sexy que verlo cubierto por una toalla lila demasiado pequeña.
— Bueno... Rachel la tenía colgada en un corcho, en su habitación. La primera vez que la vi, no pude resistirme y me la llevé.
Gabriel se inclinó sobre ella para mirarla a la cara.
—¿Te la llevaste? ¿Quieres decir que la robaste?
—Ya sé que no hice bien. Pero tenías una sonrisa tan maravillosa. Yo tenía diecisiete años y era muy tonta, Gabriel.
—¿Tonta o enamorada?
Julia bajó la vista.
—Creo que ya lo sabes.
—Rachel tomó unas cuantas fotos con su teléfono cuando fuimos a Lobby. Ésta es mi favorita, por eso la enmarqué. —La observó más de cerca—. ¿No te gusta?
Ella se puso nerviosa.
—Estás muy guapo.
Gabriel le quitó la foto de las manos y la dejó en su sitio.
—¿Qué piensas? Cuéntamelo.
—Tu manera de mirarme mientras bailábamos... no la entiendo.
—Eres una mujer muy hermosa, Julia. ¿Por qué no iba a mirarte?
—Pero me miras de una manera muy especial.
—Siempre te miro así —confesó él, dándole un beso suave—. Te estoy mirando así ahora mismo. —Le echó el pelo hacia atrás—. En seguida vuelvo.
Ella se quitó el vestido y se puso lo que sería su pijama de aquella noche. Luego se acercó a la puerta del cuarto de baño, de donde salía una luz blanquecina.
—Quieta —dijo Gabriel, que había regresado a la cama y estaba tumbado, observándola.
Julia se miró, inquieta. Había dudado mucho. Casi todos sus pijamas eran demasiado infantiles para ponérselos estando con él y no tenía lencería bonita. Y, aunque tuviera, no se habría atrevido a
ponérsela. Así que, finalmente, se había decidido por una camiseta amplia y oscura y unos pantalones cortos con el logo de la universidad de Saint Joseph.
—Eres exquisita.
Ella hizo una mueca y alargó la mano para apagar la luz.
—Espera. Ahí, recortada contra la luz, pareces un ángel.
Julia asintió para que supiera que lo había oído, antes de apagar la luz y volver a la cama.
Él la acogió en un cálido abrazo. Julia se dio cuenta de que iba vestido de un modo muy similar.
¡Menudo par estaban hechos! Pero al menos sus piernas desnudas podían unirse felizmente bajo las sábanas. Gabriel la besó con ternura y se reclinó en la almohada, suspirando de satisfacción cuando ella apoyó la cara en su pecho y le rodeó la cintura con un brazo.
—Lamento que te sientas sola, Julianne.
Ella se sorprendió por el brusco cambio de tema.
—Hace unos días, me dijiste que te sentías muy sola. Que no tienes amigos.
Julia hizo una mueca al recordarlo.
—¿Quieres que te compre un gato o un conejo para que te hagan compañía?
—Gabriel, te lo agradezco mucho, pero no puedes tratar de solucionar todos mis problemas comprándome cosas.
—Lo sé, pero puedo comprarte cosas para hacerte sonreír.
Volvió a besarla.
—La amabilidad vale mucho más que todo el dinero del mundo.
—La tendrás. Entre otras cosas.
—No quiero nada más.
—Quédate conmigo este fin de semana.
Ella sólo dudó un instante.
—De acuerdo —susurró.
Gabriel pareció aliviado.
—¿Qué me dices de un pez? Son la nueva moda en mascotas.
Julia se echó a reír.
—Mejor no. Bastante me cuesta ya cuidar de mí misma, como para tener que cuidar de una pobre criatura que no tiene ninguna culpa.
Él se incorporó un poco para poder mirarla a la cara.
—En ese caso, deja que yo cuide de ti —susurró, con los ojos
brillantes.
—Podrías tener a cualquier mujer que quisieras, Gabriel.
Él frunció el cejo.
—Sólo te quiero a ti.
Ella apoyó la cabeza en su pecho y sonrió.
—Estar sin ti es como vivir en una eterna noche sin estrellas.
22
Los cuerpos de los dos casi amantes estaban enredados en la gran cama, con las piernas desnudas entrelazadas bajo la colcha de seda de color azul hielo y las sábanas blancas de la casa Frette. Ella murmuraba en sueños, dando vueltas inquieta. Él permanecía inmóvil, disfrutando de su compañía.
Podría haberla perdido. Tumbado a su lado, era muy consciente de que esa noche habría podido acabar de un modo muy distinto. Julia habría podido no perdonarlo. Nada la obligaba a aceptarlo. Pero lo había hecho. Tal vez podía empezar a tener esperanzas...
—¿Gabriel?
Creyendo que seguía dormida, él no respondió. Eran las tres de la madrugada y el dormitorio estaba envuelto en sombras rotas tan sólo por las luces de la ciudad que se colaban a través de las cortinas.
Julia se volvió hacia él.
—¿Gabriel? —susurró—. ¿Estás despierto?
—Sí. Todo va bien, cariño. Duérmete —le dijo, besándola suavemente y acariciándole el pelo.
Ella se apoyó en un codo.
—Estoy muy despierta.
—Yo también.
—¿Podemos... podemos hablar?
Él se apoyó en un codo también.
—Por supuesto. ¿Pasa algo?
—¿Eres más feliz ahora que hace un tiempo?
Gabriel se la quedó mirando un instante antes de darle un golpecito en la nariz.
—¿A qué viene esa pregunta tan profunda en mitad de la noche?
—Has dicho que el año pasado eras muy infeliz. Me preguntaba si serías más feliz ahora.
—No soy un gran experto en felicidad. ¿Y tú?
Julia retorció el dobladillo de la sábana.
—Intento serlo. Trato de disfrutar de las cosas pequeñas. La tarta me ha hecho muy feliz.
—De haberlo sabido, la habría encargado antes.
—¿Por qué no eres feliz ahora?
—Cambié mi primogenitura por un plato de lentejas.
—¿Estás citando las Escrituras? —preguntó ella, incrédula.
Gabriel se puso a la defensiva.
—No soy un pagano, Julianne. Me criaron en la fe episcopalista. Richard y Grace eran muy devotos, ¿no lo sabías?
Julia asintió. Lo había olvidado.
La expresión de Gabriel era muy seria.
—Aunque por mi modo de vida no lo parezca, sigo siendo creyente. Sé que eso me convierte en un hipócrita.
—Todos los creyentes somos hipócritas, porque no estamos a la altura de nuestras creencias. Yo también creo, aunque no se me da demasiado bien. Sólo voy a misa cuando estoy triste, en Navidad o en Semana Santa. —Buscó la mano de Gabriel y se la apretó con fuerza—. Si todavía crees, debes tener esperanza. Tienes que confiar en que la felicidad te llegará algún día.
Él le soltó la mano y, tumbándose de espaldas, se quedó mirando el techo.
—He perdido mi alma, Julianne.
—¿Qué quieres decir?
—Estás contemplando a una de esas almas que han cometido pecados demasiado graves como para ser perdonadas.
—No lo entiendo.
Gabriel suspiró.
—Mi nombre es una enorme ironía. Estoy más cerca de ser un demonio que un ángel y no puedo esperar redención, porque he hecho cosas imperdonables.
—¿Te refieres a lo que pasó con la profesora Singer?
Él se echó a reír sin ganas.
—Ojalá ésos fueran mis pecados más graves. No, Julia. He hecho cosas mucho peores. Por favor, acepta mi palabra y no me preguntes más.
Ella se acercó un poco más. Los delicados rasgos de su rostro estaban contraídos de preocupación.
Mientras ella se preguntaba qué le estaría ocultando, él trataba de hacerse perdonar acariciándole el brazo.
—Sé que no te gusta que te oculte cosas y sé también que no podré ocultártelas para siempre, pero te ruego que me des un poco más de tiempo. —Soltó el aire lentamente y bajó la voz—. Te prometo que no te haré el amor sin haberte contado antes quién soy.
—Es un poco pronto para hablar de eso, ¿no crees?
Él la miró entrecerrando los ojos.
—¿Lo es?
—Gabriel, estamos empezando a conocernos. Y ya ha habido unas cuantas sorpresas.
Él hizo una mueca.
—No quiero esconder mis intenciones. No quiero seducirte y marcharme luego. Y tampoco pienso reservar mis secretos hasta después de haberte hecho mía. Estoy tratando de comportarme correctamente.
Sus palabras tenían buena intención. La deseaba, deseaba hasta el último rincón de su cuerpo, pero tenía muy claro que no podía arrebatarle la virginidad sin haberle confesado antes sus secretos más íntimos. Y, aunque su reacción ante el acoso de Ann le daba esperanzas, seguía teniendo miedo de que sus revelaciones la hicieran salir corriendo. Sabía que ella estaría mejor con otro hombre, pero sólo con imaginárselo, el corazón le empezaba a latir desacompasadamente.
—¿Tienes conciencia?
—¿Qué pregunta es ésa? —gruñó él.
—¿Crees que hay diferencia entre el bien y el mal?
—¡Por supuesto!
—¿Y sabes distinguirlos?
Gabriel se frotó la cara con las manos y las dejó ahí.
—Julianne, no soy un psicópata. No tengo ningún problema en distinguir una cosa de otra, el problema llega a la hora de actuar.
—Entonces, no has perdido el alma. Sólo una criatura con alma es capaz de distinguir entre el bien y el mal. Sí, has cometido errores, pero te sientes culpable. Sientes remordimiento. Y si no has perdido el alma, sigues teniendo posibilidades de redención.
Él sonrió con tristeza y la besó.
—Hablas como Grace.
—Grace era una mujer muy sabia.
—Igual que tú, señorita Mitchell, según parece —bromeó él.
—Con un poco de ayuda de santo Tomás de Aquino, profesor.
Él le levantó un poco la camiseta para hacerle cosquillas en el estómago.
—¡Ah! ¡Gabriel, para! —se rió ella, retorciéndose y tratando de apartarse.
Él siguió unos instantes antes de soltarla, sólo por el placer de oír su risa resonando en la oscuridad.
—Gracias, Julianne. —Le acarició la mejilla—. Por un momento, casi te he creído.
Ella le rodeó la cintura con el brazo y se acurrucó a su lado, aspirando su aroma con satisfacción.
—¡Siempre hueles tan bien...!
—Puedes agradecérselo a Rachel y a Grace. Empezaron a regalarme colonia Aramis hace mucho tiempo. Y luego yo seguí comprándola por costumbre. —Sonrió—. ¿Crees que debería probar algo nuevo?
—No si Grace la eligió para ti.
La sonrisa de Gabriel desapareció, pero le dio un beso en la frente de todos modos.
—Supongo que debería dar las gracias porque no se le ocurriera comprarme Brut.
Julia se echó a reír.
Permanecieron en silencio varios minutos antes de que ella le susurrara al oído:
—Me gustaría decirte una cosa.
Apretando ligeramente los labios, Gabriel asintió.
A pesar de la oscuridad, ella apartó la vista con timidez.
—Podrías haberme tomado en el huerto de manzanos. Te habría dejado.
Él le acarició la mejilla con un dedo.
—Lo sé.
—¿Lo sabes?
—El cuerpo femenino tiene pocos secretos para mí. Aquella noche estabas muy... receptiva.
Julia no salía de su asombro.
—¿Sabías que...?
—Sí.
—Pero no lo hiciste...
—No.
—¿Puedo saber por qué?
Gabriel reflexionó antes de responder:
—No me pareció correcto. Además, estaba tan feliz de haberte encontrado y de tenerte entre mis brazos, que no necesitaba nada más.
Julia se inclinó sobre él y lo besó en el cuello.
—Fue perfecto.
—Cuando volvamos a casa por Acción de Gracias, me gustaría
llevarte allí otra vez. ¿Me acompañarás?
—Por supuesto.
Le besó el pecho, sin tocar el tatuaje. Gabriel se encogía cada vez que lo tocaba allí.
—Bésame —musitó él.
Ella obedeció, presionando su boca entreabierta contra la suya, deseosa de saborearlo todo el tiempo que él se lo permitiera. Que fue menos del que Julia habría deseado. Con un suspiro, Gabriel se volvió. La pérdida de su contacto la entristeció y un viejo fantasma asomó la cabeza.
Gabriel notó que ella se tensaba a su lado.
—No confundas mi templanza con falta de deseo, Julianne. Estoy ardiendo por ti. —Suavemente, le dio media vuelta y la abrazó por detrás, hundiendo la cara en su pelo—. Me alegro tanto de que estés aquí... —susurró.
Ella quería confesarle que dormía mejor con él que sola. Quería decirle que le gustaría pasar a su lado el resto de sus noches y que lo deseaba mucho.
Pero no lo hizo.
Al despertarse a la mañana siguiente, estaba sola. Al mirar la hora en el reloj antiguo que Gabriel tenía en la mesita de noche, descubrió asombrada que ya era mediodía. Había dormido demasiado.
Él le había dejado un desayuno continental y una nota apoyada en el zumo de naranja. La leyó mientras mordisqueaba el pain au chocolat.
Del despacho del profesor Gabriel O. Emerson
Cariño:
Estabas durmiendo tan profundamente que no he querido molestarte.
He ido a hacer unos recados.
Llámame cuando te despiertes.
Gracias por dejarme tenerte entre mis brazos toda la noche,
y por tus palabras...
Si tengo alma, es tuya.
Gabriel
Julia sonrió feliz y desayunó tranquilamente en la habitación.
Gabriel parecía contento en la nota y eso hacía que ella también lo estuviera. Después de lavarse, estaba a punto de salir del dormitorio cuando tropezó con tres bolsas de Holt Renfrew. Las apartó algo irritada y se dirigió a la cocina, donde le extrañó encontrarse a Gabriel sentado a la barra, tomándose un café y leyendo el periódico. Llevaba una camisa de color azul pálido que resaltaba el azul más intenso de sus ojos y unos cómodos pantalones negros. Se había puesto las gafas y estaba guapo, como siempre. Julia se sintió poco vestida con la camiseta y los pantalones cortos.
—¡Hola! —la saludó él, doblando el periódico y recibiéndola con los brazos abiertos.
Cuando estuvo entre sus piernas, Gabriel le dio un cálido abrazo.
—¿Has dormido bien? —le susurró al oído.
—Muy bien.
La besó suavemente.
—Debías de estar cansada. ¿Cómo te encuentras? —La miró con preocupación.
—Estoy bien.
—¿Quieres que te prepare algo de comer?
—¿Tú has comido ya?
—He picado algo con el café. Estaba esperando para almorzar contigo.
Volvió a besarla, más apasionadamente esta vez. Julia le rodeó la espalda con los brazos y, tímidamente, le enredó los dedos en el pelo. Gabriel le mordisqueó el labio inferior antes de apartarse un poco y decirle con una sonrisa:
—Parte de mí tenía miedo de que, al despertarme, hubieras desaparecido.
—No voy a ninguna parte, Gabriel. Todavía tengo los pies destrozados de ir ayer arriba y abajo todo el día con esos tacones. No creo que pudiera llegar a casa.
—Eso tiene remedio... con ayuda de un buen baño caliente —propuso él, alzando las cejas varias veces.
Julia se ruborizó y cambió de tema.
—¿Cuánto tiempo quieres que me quede?
—Para siempre.
—Gabriel, estoy hablando en serio —protestó ella, sonriendo.
—Hasta el lunes por la mañana.
—No tengo ropa. Tendría que ir a casa a buscar algo para
cambiarme.
Él sonrió con indulgencia.
—Si quieres, puedo llevarte. O dejarte el Range Rover. Pero antes, creo que deberías echarle un vistazo a las bolsas que he dejado en la habitación. Igual te ahorras el viaje.
—¿Qué hay?
Gabriel hizo un gesto vago con las manos.
—Cosas que alguien puede necesitar si se queda a dormir en casa de un amigo.
—¿Y de dónde han salido?
—De la tienda donde Rachel te compró el maletín.
—Es decir, que todo será carísimo —protestó ella, frunciendo el cejo y cruzándose de brazos.
—Eres mi invitada. Las reglas de la hospitalidad me obligan a satisfacer todas tus necesidades —replicó él, con la voz ronca, antes de pasarse la punta de la lengua por el labio inferior.
Haciendo un gran esfuerzo, Julia apartó la vista de su boca.
—Me parece... mal que me compres ropa.
—¿De qué estás hablando? —Gabriel parecía molesto.
—Como si fuera una...
—¡Para! —La soltó y le dirigió una mirada sombría.
Ella se la devolvió, preparándose para el chaparrón que sabía que se avecinaba.
—Julianne, ¿de dónde viene tu aversión a la generosidad?
—No tengo aversión a la generosidad.
—Sí la tienes. ¿Acaso crees que quiero sobornarte para que te acuestes conmigo?
—Por supuesto que no —respondió ella, ruborizándose.
—¿Crees que te compro cosas porque espero favores sexuales a cambio?
—No.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—No quiero deberte nada.
—¿Deberme? Ah, ya lo entiendo. Soy un prestamista medieval que cobra intereses exagerados y que, cuando no puedas devolverle el dinero, se lo cobrará en carne.
—No, claro que no —susurró Julia.
—¿Entonces?
—Es que quiero valerme por mí misma. Tú eres un profesor, yo soy una alumna y...
—Eso ya lo discutimos anoche. Que un amigo te haga un regalo no te convierte en un ser dependiente y sin voluntad —refunfuñó él—. No quería que tuvieras que ir a casa. Pasamos muy poco tiempo juntos. Sólo he tenido que cruzar la calle. La tienda está aquí mismo. Únicamente quería ser amable. Mi personal shopper me ha ayudado a elegir unas cuantas cosas, pero si no las quieres, las devolveré.
Gabriel se levantó y dejó la taza en la encimera. Pasando por delante de ella sin decirle una palabra, se encerró en el despacho.
«No ha ido demasiado bien», pensó Julia.
Sin saber qué hacer, se mordió las uñas. Por un lado, quería ser independiente. No quería ser como un pajarillo indefenso con el ala rota. Por otro lado, su corazón amable sufría causándole dolor a otras personas. Y tras el enfado de Gabriel sabía que se escondía dolor.
«No quería hacerle daño...»
Gabriel era tan fuerte, tan enérgico, que costaba darse cuenta de que en su interior se ocultaba un ser sensible que se disgustaba por algo tan intrascendente como unos regalos. Tal vez ella fuera la única persona en el mundo consciente de lo sensible que era. Lo que la hacía sentirse aún más culpable por haberlo lastimado.
Se sirvió un vaso de agua y se lo bebió despacio, dándole a él intimidad y a ella unos momentos para reflexionar. Al acercarse al despacho, el teléfono sonó. Julia asomó la cabeza por la puerta y vio que Gabriel estaba sentado tras el escritorio y que rebuscaba entre los papeles mientras contestaba la llamada.
Al verla, señaló al teléfono y dijo «Richard» en voz baja.
Ella asintió. Acercándose al escritorio, cogió una pluma sencilla y un trozo de papel y escribió «Perdona». Le mostró el papel y Gabriel, después de leerlo, asintió bruscamente.
Julia volvió a escribir:
Voy a ducharme. ¿Hablamos luego?
Él leyó la nueva nota y volvió a asentir.
Gracias por ser tan considerado. Lo siento.
Cuando se volvió para marcharse, Gabriel la agarró por la muñeca y le dio un beso en la palma de la mano antes de soltarla.
Julia regresó al dormitorio, cerró la puerta, llevó las bolsas hasta la cama y se dispuso a ver qué contenían.
En la primera encontró ropa de mujer, toda de su talla. Gabriel le había comprado una falda tubo negra, clásica, unos pantalones negros, lisos, marca Theory, una camisa de vestir de algodón blanco con puños franceses y una blusa de seda de color azul. Unas medias de rombos, unos calcetines y unos botines negros puntiagudos completaban el conjunto. Le recordó la colección básica de un diseñador. No quería parecer desagradecida, pero habría estado igual de contenta con unos simples vaqueros, una camiseta de manga larga y unas zapatillas deportivas.
La segunda bolsa, según descubrió sorprendida, contenía lencería. Gabriel le había comprado un elegante y obviamente carísimo albornoz de color lila. También un camisón largo del mismo color, con volantes en el cuello. Se sintió sorprendida y encantada con el camisón. Era sofisticado y sencillo al mismo tiempo. Algo que podía ponerse para dormir con él sin sentirse incómoda. En el fondo de la bolsa vio un par de zapatillas de raso del mismo color, con tacones de unos cinco centímetros. Eran un peligro para la salud disfrazado de zapatillas sexies.
«Es evidente que los tacones son el fetiche de Gabriel... en todo tipo de calzado.»
En la tercera bolsa encontró ropa interior. Julia se ruborizó intensamente al ver tres sujetadores de encaje, de media copa, con bragas a juego, todos ellos de un diseñador francés. Un conjunto era de color champán, otro azul pálido y el tercero rosa palo. Las bragas eran tipo culotte, todas de encaje. Se ruborizó aún más al imaginarse a Gabriel paseando entre hileras e hileras de lencería cara, eligiendo lo que le parecía elegante y atractivo y comprando prendas que eran exactamente de su talla.
«Oh, dioses de los —¿amigos? ¿novios?— francamente generosos, gracias por mantenerlo apartado de los artículos provocativos... de momento.»
Estaba abrumada y algo avergonzada. Pero era todo tan bonito, tan delicado, tan perfecto...
«Tal vez no me ame, pero se preocupa por mí y quiere hacerme feliz», pensó.
Eligió el conjunto color champán, los pantalones negros y la camisa blanca y fue al baño a darse una ducha. En la bañera, no sólo encontró la esponja color lavanda, sino también su propia marca de gel, de champú y de acondicionador. Gabriel, a su modo obsesivo, se había ocupado de todo.

Se estaba secando el pelo, estrenando orgullosa su albornoz nuevo, cuando oyó que llamaban a la puerta.
—Adelante —dijo.
Gabriel asomó la cabeza.
—¿Seguro? —La examinó de arriba abajo desde la puerta, desde el pelo mojado hasta los pies descalzos y volvió a subir luego hasta detenerse en su cuello desnudo.
—Estoy decente. Puedes pasar.
Gabriel se le acercó con una mirada hambrienta.
—Tú siempre estás decente porque eres decente, pero yo no.
Julia le sonrió y él le devolvió la sonrisa más civilizadamente.
Apoyándose en la pared, Gabriel se metió las manos en los bolsillos y dijo:
—Lo siento.
—Yo también.
—He exagerado.
—Yo también.
—Hagamos las paces.
—Por favor.
—Ha sido muy fácil. —Gabriel se echó a reír y, quitándole la toalla de las manos, la echó a un lado antes de abrazarla con fuerza—. ¿Te gusta el albornoz? —preguntó, inseguro.
—Es precioso.
—Devolveré el resto.
—No lo hagas. Me gusta todo. Me gusta, sobre todo, porque tú lo has elegido para mí. Gracias.
Los besos de él podían ser dulces y suaves, como los de un chico que estuviera besando a su primera novia, pero esa vez no lo fueron. Esa vez le presionó la boca hasta que ella separó los labios y le dio entonces un largo y apasionado beso antes de apartarse y acariciarle la mejilla.
—Te habría comprado también unos vaqueros, pero Hillary, la personal shopper, me ha dicho que es muy difícil acertar con unos vaqueros sin probarlos. Si prefieres ponerte algo más informal, podemos ir a comprar otra cosa.
—No necesito más vaqueros.
—Lo he elegido todo yo menos la ropa interior. Ésa la ha elegido Hillary. —Al ver que Julia se sorprendía, le aclaró—: No quería que te sintieras incómoda.
—Demasiado tarde —replicó ella, algo decepcionada al
enterarse de que no había sido Gabriel quien había elegido aquellos preciosos conjuntos.
—Julianne, tengo que explicarte una cosa.
Se había puesto tan solemne que ella sintió un escalofrío. Lo vio cambiar el peso de pie varias veces, mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Mi padre era un hombre casado, con su propia familia, cuando conoció a mi madre. La sedujo, la trató como a una puta y la abandonó. Me duele que pienses que yo podría tratarte así. No es que me extrañe mucho, dados mis antecedentes, pero...
—Gabriel, no lo creo. Es sólo que no me gusta que te sientas con la obligación de cuidar de mí.
Él la miró con atención.
—Me gusta cuidar de ti. No es ninguna obligación. Ya sé que puedes cuidarte sola. Lo has hecho perfectamente desde que eras una niña, pero ya no tienes que hacerlo todo sola. Ahora me tienes a mí.
Se removió, inquieto antes de continuar.
—Quiero malcriarte con detalles extravagantes porque me importas. No sé expresar todo lo que siento por ti. Se me da mucho mejor demostrártelo. Por eso, cuando no quieres aceptar mis regalos...
Se encogió de hombros, pero no pudo ocultar el dolor que eso le causaba.
—Nunca lo había visto de esa manera —dijo ella en voz baja.
—Cada vez que hago algo por ti, estoy tratando de demostrarte lo que no sé expresar con palabras. —Le acarició las mejillas con los pulgares—. No me lo niegues, por favor.
Julia respondió poniéndose de puntillas y apretándose contra su pecho. Rodeándole el cuello con las manos, lo besó. Fue un beso hambriento, lleno de promesas, de entrega y de necesidad.
Gabriel también se entregó al beso, con la mandíbula en tensión mientras concentraba todo su ser en la unión perfecta de sus bocas. Cuando se separaron, ambos estaban jadeando.
—Gracias —susurró él, apoyándole la barbilla en el hombro.
—Me cuesta depender de otra persona.
—Lo sé.
—Preferiría que me consultaras tus planes, en vez de tomar decisiones en mi nombre. Así me resultaría más fácil pensar que somos pareja. Aunque no lo seamos —añadió rápidamente, ruborizándose.
Él volvió a besarla.
—Quiero que seamos una pareja, Julianne. Y lo que pides me parece justo. A veces me dejo llevar por el entusiasmo del momento, sobre todo en todo lo que tiene que ver contigo.
Ella asintió contra su pecho. Cuando Gabriel carraspeó, levantó la cabeza para verle los ojos.
—Más o menos un año antes de morir, mi padre tuvo un ataque de conciencia y me añadió a su testamento. Debió de pensar que, al dejarme la misma parte de herencia que a sus hijos legítimos, estaba expiando sus pecados. Ya ves, soy una indulgencia andante.
—Lo siento mucho, Gabriel.
—Yo no quería el dinero. Pero casi todo estaba invertido y esas inversiones no paran de generar beneficios. No importa lo rápido que me lo gaste, siempre hay más. Nunca me libraré de ese dinero ni de mi padre. Así que, por favor, no pienses en lo que cuestan los regalos. El coste no tiene importancia.
—¿Por qué acabaste aceptando la herencia?
Él la soltó y, tras pensarlo un momento, explicó:
—Richard y Grace tuvieron que hipotecar la casa para pagar mis errores. Debía dinero que me habían prestado para drogarme; mi vida estaba en peligro. Y... por alguna otra cosa.
—No lo sabía.
—Tu padre sí.
—¿Papá? ¿Cómo se enteró?
—Richard quería salvarme a toda costa. Cuando le confesé los líos en los que andaba metido, decidió ir puerta por puerta a visitar a todos los tipos a los que les debía dinero y saldar mis deudas. Por suerte, antes habló con tu padre.
—¿Por qué?
—Porque él conocía a un detective privado que tenía contactos en Boston.
Julia abrió mucho los ojos.
—Mi tío Jack.
Gabriel frunció el cejo.
—No sabía que era tu tío. Richard era muy ingenuo. No se daba cuenta de que esos tipos eran gente sin escrúpulos. Lo más probable habría sido que se hubieran quedado con el dinero y lo hubieran matado. Tom se ocupó de que tu tío y algunos contactos suyos pagaran las deudas con el dinero de Richard de un modo seguro. Cuando salí de rehabilitación, llamé al abogado de mi padre en Nueva
York y le dije que aceptaba la herencia. Pagué la hipoteca de la casa, pero no hay dinero que pueda borrar la vergüenza. Richard podría haber muerto por mi culpa.
—Eres su hijo. Es normal que quisiera salvarte. Te quiere.
—Sí, soy el hijo pródigo. —Bajó las manos hasta las caderas de Julia y cambió de tema—. Quiero que te sientas cómoda aquí. He vaciado uno de los cajones de la cómoda y te he hecho un poco de espacio en el armario. Me gustaría que dejaras algo de ropa para cuando vengas. Ah y te daré una llave.
—¿Quieres que deje cosas mías aquí?
—Bueno, en realidad me gustaría que te quedaras toda tú, pero me conformaré con la ropa —respondió él con una media sonrisa.
Ella se puso de puntillas para besarlo en los labios.
—Dejaré parte de la ropa que me has comprado. Me estará esperando aquí cuando regrese.
La expresión de Gabriel se transformó al esbozar una sonrisa traviesa.
—Ya que hablamos de dejar cosas aquí, tal vez no te importase dejarme una foto de recuerdo.
—¿Quieres hacerme una foto así?
—¿Por qué no? Eres preciosa, Julianne.
Ella sintió que la piel le ardía.
—Creo que no estoy preparada para que me saques fotos eróticas.
Él frunció el cejo.
—Lo que había pensado era tomar algunas fotos en blanco y negro de tu perfil, el cuello, la cara... —Le acarició suavemente la espalda, trazando círculos para demostrarle su afecto.
—¿Por qué?
—Porque me gustaría poder verte cuando no estés. Mi piso está muy vacío sin ti.
Ella frunció los labios pensativa.
—¿Te molesta la idea? —preguntó, acariciándole la mandíbula lentamente.
—No, no me importa que me fotografíes. Pero preferiría estar completamente vestida.
—No creo que mi corazón pudiera resistir verte desnuda.
Al verla sonreír, él se echó a reír.
—¿Puedo preguntarte una cosa, Gabriel?
—Por supuesto.
—Cuando vuelvas a Selinsgrove en Acción de Gracias, ¿dormirás en casa de Richard o en un hotel?
—Me quedaré en casa con los demás. ¿Por qué?
—Rachel me dijo que solías alojarte en un hotel cuando ibas de visita.
—Es cierto.
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—Porque era la oveja negra de la familia y Scott nunca me permitía olvidarlo. Era un alivio saber que tenía un sitio adonde ir si las cosas se ponían feas.
—¿Alguna vez llevaste a alguna chica a casa de tus padres?
—Nunca.
—¿Alguna vez quisiste hacerlo?
—No antes de conocerte. —Se inclinó hacia ella y la besó—. Por mí, serías la primera chica en compartir mi cama en casa de mis padres. Por desgracia, no creo que eso vaya a ser posible, a no ser que te cuele dentro cuando todos estén durmiendo.
Julia soltó una risita tímida. Estaba encantada con lo que estaba oyendo.
—Richard me ha recordado que tengo que reservar los billetes de avión. ¿Por qué no dejas que me ocupe yo de las gestiones y ya arreglamos el tema del dinero más adelante?
—Puedo sacar mi propio billete.
—Ya lo sé. Pero me gustaría que fuéramos juntos en el avión. Para eso tendríamos que salir después del seminario, es decir, deberíamos tomar el último vuelo que sale de Toronto, hacia las nueve de la noche.
—Qué tarde.
—Había pensado reservar una habitación en Filadelfia el miércoles por la noche, ya que llegaremos cerca de las once. A menos que prefieras que salgamos hacia Selinsgrove directamente.
Julia negó con la cabeza.
—¿Por qué no volamos directamente a Harrisburg?
—El último vuelo hacia allá sale antes de que termine el seminario. Por supuesto, podríamos irnos al día siguiente, si lo prefieres. En ese caso no haría falta reservar hotel.
Gabriel la miraba fijamente, para observar cada detalle de sus reacciones.
—No quiero perder casi un día entero. Y me gustará dormir en
un hotel contigo —dijo ella con una sonrisa.
—Bien. Haré las reservas y alquilaré un coche.
—¿Y Rachel y Aaron? ¿No deberíamos ir con ellos?
—Ellos se irán el miércoles, cuando acaben de trabajar. Mi hermana me ordenó que me encargara de que llegaras a casa sana y salva. Espera que sea tu chófer y tu botones —añadió con un guiño y una sonrisa.
—¿Lo sabe?
—Rachel cree que lo sabe todo. —Su sonrisa se volvió más tensa—. No te preocupes. Yo me encargo de ella.
—No es Rachel la que me preocupa.
—No tienes que preocuparte por nadie. Sólo somos dos amigos que se han encontrado en una ciudad lejana. Va a ser mucho más duro para mí que para ti.
—¿Y eso por qué?
—Porque tendré que estar en la misma habitación que tú sin poder tocarte.
Julia se miró los pies y sonrió con timidez.
Gabriel le cogió la mano y se la acarició.
—¿Cuándo es tu cumpleaños?
—No lo celebro.
—¿Por qué no?
—Porque no —respondió ella a la defensiva.
—Bueno, pues a mí me gustaría mucho celebrarlo contigo. No me lo niegues, Julianne —le pidió, más frustrado que enfadado.
Julia recordó la discusión sobre la ropa. No le apetecía nada volver a discutir otra vez tan pronto.
—Fue el 1 de setiembre. Llegas tarde.
—No. —Gabriel la abrazó y le frotó la mejilla con la suya—. ¿Tienes planes para el viernes que viene? Podemos celebrarlo entonces.
—¿Qué haremos?
—Todavía tengo que organizarlo, pero lo que es seguro es que lo celebraremos fuera de casa.
—No creo que sea buena idea que nos vean juntos en público.
Él frunció el cejo.
—No te preocupes por eso. Sólo dime si aceptas mi invitación o no —insistió, acariciándole uno de los puntos del costado en los que Julia no podía resistir las cosquillas.
—Acepto agradecida, pero por favor no me hagas cosquillas —le
rogó, riendo antes de que empezara.
Ignorando su ruego, Gabriel se las hizo delicadamente hasta que estuvo riendo a carcajadas. Le encantaba oírla reír. Y a ella le encantaban los escasos momentos en que él se ponía juguetón.
Cuando recuperó el aliento, Julia se disculpó:
—Siento haber herido tus sentimientos hace un rato. Sé que no es excusa, pero ayer fue un día muy duro y, además..., estoy hormonal.
«¿Hormonal? —repitió Gabriel mentalmente—. ¡Oh!»
—¿Te sientes mal? —le preguntó preocupado.
—Estoy bien, pero los días anteriores me altero un poco. Aunque dudo que quieras que entre en detalles.
—Si hace que te encuentres mal o que estés disgustada, claro que quiero saber los detalles. Me importas y me preocupo por ti.
—Te aconsejo que marques la fecha en el calendario para que sepas cuándo te conviene mantenerte a distancia. Bueno, siempre y cuando las cosas entre nosotros...
—No pienso hacer tal cosa —la interrumpió él bruscamente—. Te quiero completa. Lo quiero todo de ti, no sólo lo bueno. Y por supuesto que las cosas entre nosotros van a continuar.
«Espero.»
La confesión de Julia lo enfrentó a una situación curiosa. No se había olvidado de las clases de biología básica, pero dado su estilo de vida, hacía tiempo que esas cosas no formaban parte de su cotidianidad. Las mujeres «hormonales» o las mujeres que tenían la regla no solían ir a Lobby en busca de sexo.
Y muy raramente Gabriel se acostaba con la misma mujer más de una vez. Y en esas escasas ocasiones no había salido el tema en la conversación. Pero no tenía ningún inconveniente en hablar de ello con Julianne. Quería reconocer sus estados de ánimo, saber cuándo estaba de mal humor o con ganas de llorar. La idea lo sorprendió, pero no de un modo desagradable.
—Dejaré que acabes de vestirte. Hay algo más que deberíamos comentar.
La miró con tanta solemnidad que Julia no pudo evitar preocuparse.
—Volví a hablar con mi abogado.
—¿Y?
—Me dijo que me mantuviera alejado de ti. Me confirmó que la universidad tiene una política muy estricta de no confraternización, que
afecta tanto a alumnos como a personal docente.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que los dos correríamos peligro si descubrieran que mantenemos una relación mientras estás en mi clase. En determinadas circunstancias, incluso te podrían expulsar de la universidad.
Julia cerró los ojos y reprimió un gruñido.
«¿Por qué el universo siempre conspira contra nosotros?»
—Conocíamos la política de la universidad y ahora ya sabemos que van en serio. Sólo tenemos que seguir manteniendo las mismas precauciones que hasta ahora. Hemos de continuar siendo discretos durante un par de semanas. En cuanto Katherine te entregue su nota, podremos vernos libremente.
—Tengo miedo.
Gabriel le acarició la mejilla.
—¿De qué?
—Si alguien nos ve juntos, o si algo les resulta sospechoso, pueden denunciarnos. Christa te desea y me odia. A Paul no le gusta cómo me tratas en público, así que no sería difícil que declarara en tu contra. Y la profesora Singer...
Se estremeció. No quería pensar en esa mujer.
—No permitiré que te expulsen. No importa lo que pase. Las cosas nunca llegarán tan lejos.
Julia trató de protestar, pero él la hizo callar con sus labios, murmurando palabras de ánimo contra su boca mientras le demostraba lo mucho que le importaba.
Pasaron un día muy agradable juntos. Se rieron, se besaron y hablaron durante horas. Gabriel tomó varias fotos de ella en poses informales, hasta que, muerta de vergüenza, Julia le rogó que guardara la cámara. Él decidió que le haría un par de fotos más esa noche, mientras durmiera, porque entonces Julianne tenía el rostro de un ángel. Sabía que imágenes suyas durmiendo serían arrebatadoras.
Después de cenar, bailaron delante del fuego. Gabriel había preparado una colección de temas sensuales cantados por Sting, pero Julia no podía concentrarse en la música. Estaba aturdida, como siempre que él la besaba. Estaba tan atrapada en el mundo de las emociones y las sensaciones físicas, que le daba vueltas la cabeza.
Gabriel, con las manos hundidas en su pelo, le acariciaba la nuca. Desde allí, sus manos descendieron hasta sus hombros, donde
resiguieron los contornos de su piel. Continuaron bajando hasta su cintura y, muy lentamente, volvieron a ascender hasta rozar la parte baja de sus pechos. Dos manos grandes y fuertes le cubrieron los senos, moviéndose y masajeándolos con delicadeza.
Julia se apartó.
Gabriel abrió los ojos, sorprendido. Ella se había apartado de él, pero aún sentía su corazón latiendo desbocado contra sus dedos.
—¿Julianne? —susurró.
Ella negó con la cabeza. Tenía la boca entreabierta y la piel sonrojada. Sin dejar de mirarlo, se acercó un poco más. Gabriel cambió ligeramente la posición de sus manos para observar su reacción.
Julia cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, pudo ver algo nuevo en sus profundidades: calor.
La visión de su intensa y repentina excitación lo afectó mucho, no sólo por su propio estado de deseo, sino también a nivel emocional. Ella nunca lo había mirado de esa manera, ansiosa y exultante, como si fuera la primera vez que alguien la había tocado íntimamente.
Un gruñido retumbó en el pecho de él y le indicó con los ojos que se acercara para besarla. Cuando sus labios se fundieron, le acarició los pechos con más fuerza y con los pulgares le frotó los pezones, que empezó a notar contra su camisa. Julia gimió de placer dentro de su boca. Su reacción animó a Gabriel, que gruñó y se pegó más a ella.
«Más —le ordenaba su cuerpo—. Más cerca, más rápido, más fuerte, más. Más.»
—¡Aaaahhh! —exclamó, rompiendo el contacto de sus labios y moviendo las manos hasta la seguridad de sus hombros.
Julia apoyó la mejilla en su pecho, con las emociones girando en su interior como un remolino. Con los ojos cerrados, sintió que perdía el equilibrio, pero Gabriel la sujetó por la cintura para impedir que se cayera al suelo.
—¿Cómo estás?
—Feliz.
—La pasión tiene ese efecto —contestó él, con una sonrisa socarrona.
—Tus dedos también —susurró ella.
Gabriel la llevó hasta la butaca roja y la dejó allí.
—Voy a darme una ducha fría.
Julia trató de recuperar la compostura. Los poderes de seducción de Gabriel la habían dejado medio borracha de pasión y
frustrada, deseando cosas para las que no estaba preparada. Todavía.
«El profesor Emerson no sólo tiene debilidad por los culos. También le gustan los pechos», pensó Julia con no poco entusiasmo.
Cuando vio que tardaba un rato pensó si le habría pasado algo. Y se preguntó por qué habría sentido la necesidad de darse una segunda ducha de repente. Al hallar la respuesta, sonrió para sus adentros.


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