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El infierno de Gabriel - Cap.5 y 6

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Emerson recorrió el pasillo de un extremo a otro varias veces. Luego se apoyó en la pared y se frotó la cara con las manos. Estaba bien jodido. No sabía cómo había acabado allí ni qué lo había impulsado a actuar como lo había hecho, pero sabía que estaba metido en un lío de proporciones épicas. Su comportamiento con la señorita Mitchell en su despacho no había sido nada profesional. Había rozado casi el acoso verbal. Y luego, por si fuera poco, la había subido a su coche y había entrado en su casa. Todo estaba resultando muy irregular.
Si en vez de a la señorita Mitchell hubiera recogido a la señorita Peterson, probablemente ésta se habría inclinado sobre él y le habría bajado la cremallera de la bragueta con los dientes mientras conducía. Se estremeció de sólo pensarlo. Y ahora estaba a punto de salir a cenar con la señorita Mitchell. ¡La había invitado a comer un filete! Si eso no violaba todas las normas de no confraternización entre profesores y alumnos, ya no sabía qué lo haría.
Respiró hondo. La señorita Mitchell era un desastre, una reencarnación de Calamity Jane, un torbellino de contratiempos. Parecía que todo le saliese mal, empezando por que no había podido ir a Harvard y siguiendo por toda la serie de objetos que se le rompían con sólo tocarlos... incluidos la calma y el carácter sereno de él.
Aunque sintiera que viviese en aquellas deplorables condiciones, él no iba a poner en peligro su carrera por ayudarla. Si ella quisiera, al día siguiente mismo podría denunciarlo por acoso ante el catedrático de su departamento. No podía permitirlo.
Recorrió el pasillo en dos largas zancadas y levantó la mano para llamar a la puerta. Pensaba darle cualquier excusa, algo que siempre sería mejor que desaparecer sin decir nada, pero en ese momento oyó pasos dentro del apartamento que se acercaban.
La señorita Mitchell abrió la puerta y se quedó quieta, con la mirada clavada en el suelo. Llevaba un vestido negro con cuello de pico, sencillo pero elegante, que le llegaba hasta la rodilla. Los ojos de él recorrieron sus suaves curvas hasta detenese en sus piernas, sorprendentemente largas. Y los zapatos... Era imposible que ella lo supiera, pero Emerson tenía debilidad por las mujeres con zapatos de tacón. Tragó saliva con dificultad al ver los impresionantes zapatos
negros con tacón de aguja que llevaba. Era obvio que eran de diseño. Quería tocarlos y...
—Ejem. —Julia carraspeó suavemente.
A regañadientes, él apartó la vista de sus zapatos y la miró a la cara. Ella lo estaba observando con expresión divertida.
Se había recogido el pelo en un moño alto, con algunos rizos sueltos que le caían alrededor de la cara. Se había puesto un poco de maquillaje. Su piel de porcelana seguía pálida, pero luminosa, y dos pinceladas de color rosa le alegraban las mejillas. Tenía las pestañas más oscuras y largas de lo que recordaba.
La señorita Julianne Mitchell era atractiva.
Se puso una gabardina azul marino y cerró con llave la puerta del apartamento. Él le indicó con un gesto que pasara delante y la siguió en silencio por el pasillo. Cuando llegaron a la calle, abrió el paraguas y se quedó dudando.
Julia lo miró, ladeando la cabeza.
—Será más fácil taparnos a los dos si se coge de mí —le dijo, ofreciéndole el brazo de la mano con que sujetaba el paraguas—. Si no le importa —añadió.
Ella tomó su brazo y lo miró con ternura.
Se dirigieron en silencio hacia el puerto, una zona de la que Julia había oído hablar, pero a la que aún no había tenido ocasión de ir. Antes de que El Profesor le entregara las llaves al aparcacoches, le pidió a ella que le diera la corbata que guardaba en la guantera. Julia sonrió al ver una caja con una inmaculada corbata de seda.
Al inclinarse para dársela, él cerró los ojos un instante para aspirar su perfume.
—Vainilla —murmuró.
—¿Qué?
—Nada.
Él se quitó el jersey y ella fue recompensada con la visión de su amplio pecho y de unos cuantos rizos que asomaban gracias a los botones abiertos de su camisa. El profesor Emerson era sexy. Tenía una cara muy atractiva y Julia estaba segura de que bajo la ropa sería igual de agraciado. Aunque por su propio bien trató de no pensar mucho en ello.
No pudo evitar admirar su destreza mientras se hacía el nudo de la corbata sin ayuda de un espejo. Aunque finalmente le quedó torcido.
—No puedo... No veo... —se quejó él, tratando de enderezarlo sin éxito.
—¿Quiere que pruebe yo? —se ofreció ella, tímidamente. No quería tocarlo sin su consentimiento.
—Gracias.
Julia le enderezó el nudo rápidamente, le alisó la corbata y fue resiguiéndole el cuello hasta llegar a la nuca, desde donde le bajó el cuello de la camisa. Cuando terminó, estaba respirando aceleradamente y se había ruborizado.
Él no se dio cuenta, porque estaba ocupado pensando en lo familiares que le resultaban los dedos de Julia y preguntándose por qué los dedos de Paulina nunca se lo habían parecido. Alargó el brazo hacia la americana que llevaba en un colgador en la parte posterior de su asiento y se la puso. Con una sonrisa y una inclinación de cabeza, la invitó a salir del coche.
El Harbour Sixty Steakhouse era un local emblemático de Toronto, un restaurante famoso y muy caro, frecuentado por directivos de empresa, políticos y otros personajes igual de impresionantes. Emerson solía comer allí porque el solomillo que preparaban era el mejor que había probado y no tenía paciencia para la mediocridad. No se le ocurrió llevar a la señorita Mitchell a otro sitio.
Antonio, el maître, lo saludó calurosamente, con un firme apretón de manos y un torrente de palabras en italiano.
Él respondió con la misma calidez y en el mismo idioma.
—¿Y quién es esta belleza? —preguntó Antonio, besándole la mano a Julia y empezando a alabar en un italiano muy descriptivo sus ojos, su pelo y su piel.
Ella se ruborizó, pero le dio las gracias tímidamente en italiano.
La señorita Mitchell tenía una voz preciosa, pero la señorita Mitchell hablando en italiano era algo celestial. Su boca de rubí abriéndose y cerrándose; el modo delicado en que prácticamente cantaba las palabras; su lengua, asomando de vez en cuando para humedecerse los labios... Emerson tuvo que ordenarse cerrar la boca.
Antonio se quedó tan sorprendido y encantado por su respuesta que la besó en las mejillas no una vez, sino dos. Inmediatamente, los acompañó hasta la parte trasera del restaurante, donde les ofreció la mejor mesa, la más romántica.
Emerson dudó un momento antes de sentarse, al darse cuenta de lo que Antonio estaba interpretando. Él ya se había sentado a aquella mesa anteriormente, con otra persona, y el maître estaba sacando conclusiones precipitadas. Iba a tener que aclarar las cosas. Pero cuando empezó a carraspear para hablar, Antonio le preguntó a
Julia si aceptaría una botella de una cosecha muy especial de un viñedo de su familia en la Toscana.
Ella se lo agradeció mucho, pero dijo que tal vez Il Professore tuviese otras preferencias. Él se sentó rápidamente y, para no ofender al maître, dijo que estaría encantado con cualquier vino que Antonio les ofreciera. Éste se retiró, radiante.
—Ya que estamos en público, tal vez sería buena idea que no me llamara profesor Emerson.
Ella asintió, sonriendo.
—Puede llamarme señor Emerson.
El señor Emerson estaba demasiado ocupado mirando la carta para darse cuenta de que los ojos de Julia se abrieron mucho antes de que bajara la vista.
—Tiene acento de la Toscana —comentó él, distraído, sin mirarla todavía.
—Sí.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Estudié el tercer año de carrera en Florencia.
—Tiene un nivel muy bueno para haberlo estudiado sólo un año.
—Empecé a estudiarlo antes, en el instituto.
Él la miró desde el otro extremo de la mesa, pequeña e íntima, y se dio cuenta de que ella estaba evitando devolverle la mirada. Estudiaba la carta como si fueran las preguntas de un examen y se mordía el labio inferior.
—Está invitada, señorita Mitchell.
Ella alzó la vista bruscamente, como si no acabara de entender lo que quería decir.
—Es mi invitada. Pida lo que quiera, pero, por favor, pida carne.
Se sintió en la obligación de especificarlo, ya que el objetivo de aquella cena era suministrarle algo más nutritivo que el cuscús.
—No sé qué elegir.
—Si quiere, puedo elegir por usted.
Ella asintió y cerró la carta, sin dejar de morderse el labio.
En ese momento, Antonio regresó y les mostró orgulloso una botella de chianti con una etiqueta escrita a mano. Julia sonrió mientras el maître abría la botella y le servía un poco en la copa.
Emerson la observó conteniendo el aliento mientras ella hacía girar el vino en la copa con pericia y luego la levantaba para examinar el líquido a la luz de las velas. Se acercó la copa a la nariz, cerró los ojos e inspiró. Luego se la llevó a los carnosos labios y probó el vino,
manteniéndolo en la boca unos instantes antes de tragárselo. Abrió los ojos y, con una sonrisa más amplia, le dio las gracias a Antonio por su precioso regalo.
El maître, radiante, felicitó al señor Emerson por su elección de acompañante con un entusiasmo un poco excesivo y llenó ambas copas con su vino favorito.
Mientras tanto, Emerson había tenido que ajustarse los pantalones por debajo de la mesa, porque la visión de la señorita Mitchell probando el vino había resultado ser la imagen más erótica que había visto nunca. No era sólo atractiva; era hermosa, como un ángel o una musa. Y tampoco era simplemente hermosa; era sensual, hipnótica y al mismo tiempo inocente. Sus bonitos ojos reflejaban una pureza y una profundidad de sentimientos en las que no se había fijado hasta entonces.
Con esfuerzo, apartó la vista mientras volvía a ajustarse los pantalones. Se sintió sucio y un poco avergonzado por su reacción. Una reacción de la que iba a tener que ocuparse más tarde. A solas. Rodeado de olor a vainilla.
Por de pronto pidió por los dos, asegurándose de que les traían los trozos más grandes de filet mignon. Cuando la señorita Mitchell protestó, él hizo un gesto despectivo con la mano y le dijo que si le sobraba algo se lo podría llevar a casa. Esperaba que las sobras le sirvieran para alimentarse un par de días más.
Se preguntó qué comería cuando se le hubieran acabado, pero se negó a obsesionarse con el tema. Aquella cena no iba a volver a repetirse. Era una excepción. Sólo la había invitado para disculparse por haberla humillado en su despacho. Después de esa noche, las cosas entre ellos volverían a ser estrictamente profesionales y la joven tendría que enfrentarse sola a sus futuras calamidades.
Julia, por su parte, se sentía muy feliz de que estuvieran juntos. Quería hablar con él, hablar con él de verdad, preguntarle por su familia y por el funeral. Quería consolarlo por la pérdida de su madre. Quería contarle sus secretos y que él, a cambio, le susurrara los suyos al oído. Pero los ojos del señor Emerson, clavados en ella pero guardando las distancias, le dijeron que, por el momento, eso no iba a ser posible. Así que sonrió y jugueteó con los cubiertos, esperando no irritarlo con su nerviosismo.
—¿Por qué empezó a estudiar italiano en el instituto?
Julia ahogó una exclamación, abrió mucho los ojos y se quedó con su preciosa boca abierta.
Él frunció el cejo ante su reacción, completamente desproporcionada a su pregunta. No la había interrogado sobre su talla de sujetador. No pudo evitar que los ojos se le dirigieran a sus pechos antes de volver a mirarla a la cara. Se ruborizó cuando una talla y una letra aparecieron milagrosamente en su mente.
—Ejem... me interesaba mucho la literatura italiana. Dante y Beatriz especialmente —respondió ella, doblando y volviendo a doblar la servilleta que tenía en el regazo. Unos cuantos rizos cayeron sobre su rostro ovalado con el movimiento.
Él se acordó entonces del cuadro que tenía en su apartamento y de su extraordinario parecido con Beatriz. Una vez más, su mente le envió señales de aviso y, una vez más, las ignoró.
—Son unos intereses notables para una jovencita —señaló, contemplándola y admirando su belleza.
—Tuve un... amigo que me inició en el tema —replicó Julia, como si el recuerdo le resultara doloroso.
Al darse cuenta de que se estaba adentrando en un terreno peligrosamente personal, él retrocedió y cambió de tema.
—Ha impresionado a Antonio. Está encantado con usted.
Ella lo miró y sonrió.
—Es un hombre muy amable.
—Y usted florece con la amabilidad, ¿no es cierto? Como una rosa.
Las palabras salieron de sus labios antes de poder reflexionar sobre lo que estaba diciendo. Una vez dichas, con Julia mirándolo con una calidez alarmante, ya no pudo retirarlas.
Había llegado demasiado lejos. Se encerró en sí mismo y empezó a mirar con atención la copa de vino para no mirarla a ella, y sus modales se volvieron fríos y distantes. Julia se dio cuenta del cambio. Lo aceptó y no hizo ningún intento por retomar la conversación anterior.
A lo largo de la cena, un Antonio claramente cautivado pasó más tiempo del necesario charlando en italiano con la hermosa Julianne, invitándola a cenar con su familia en el club italo-canadiense el domingo siguiente. Ella aceptó encantada y fue recompensada con tiramisú, espresso, biscotti, grappa y, para acabar, un bombón Baci. A Emerson no le ofrecieron ninguna de esas delicias, por lo que permaneció malhumorado, viéndola disfrutar.
Al final de la cena, Antonio le puso a Julia lo que parecía un gran cesto de comida en las manos, sin querer escuchar las protestas de la
joven. La besó en las mejillas varias veces tras ayudarla a ponerse la gabardina y le rogó al profesor que volviera a traerla pronto y a menudo.
Él enderezó la espalda y le dirigió al maître una mirada glacial.
—Eso no va a ser posible —dijo y, girando sobre sus talones, salió del restaurante, dejando que Julia y su pesado cesto de comida lo siguieran desanimados.
Mientras los veía alejarse, Antonio se preguntó por qué habría llevado el profesor a una criatura tan deliciosa a un restaurante tan romántico para pasarse la noche sentado serio, sin apenas dirigirle la palabra, casi como si le resultara doloroso estar allí.
Cuando llegaron al apartamento de la señorita Mitchell, Emerson abrió la puerta del Jaguar y cogió la cesta de comida del asiento de atrás. Sin poder reprimir su curiosidad, echó un vistazo al contenido.
—Vino, aceite de oliva, vinagre balsámico, biscotti, un bote de salsa marinara hecha por la esposa de Antonio, restos de comida... Va a alimentarse muy bien durante los próximos días.
—Gracias a usted —dijo ella, alargando los brazos hacia la cesta.
—Pesa mucho. Yo la llevaré.
La acompañó hasta la puerta del edificio y esperó mientras ella abría la puerta. Luego le dio la cesta.
Ruborizándose, Julia se miró los zapatos y buscó las palabras adecuadas para lo que quería decir.
—Gracias, profesor Emerson, por una noche tan agradable. Ha sido muy generoso por su parte...
—Señorita Mitchell —la interrumpió él—, no hagamos esto más incómodo de lo que ya es. Lamento mi... mala educación. Mi única excusa es... de carácter privado, así que démonos la mano y empecemos de cero.
Alargó la mano y ella se la estrechó. Él trató de no apretar con demasiada fuerza para no hacerle daño. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para ignorar la electricidad que sintió en las venas ante el contacto de su piel, suave y delicada.
—Buenas noches, señorita Mitchell.
—Buenas noches, profesor Emerson.
Y con esas palabras desapareció en el interior de la casa, despidiéndose de él en mejores términos que horas atrás.
Aproximadamente una hora más tarde, Julia estaba sentada en la cama, contemplando la fotografía que siempre guardaba debajo de
la almohada. Se la quedó mirando un buen rato, tratando de decidir si debía romperla, dejarla donde estaba o guardarla en un cajón. Siempre le había encantado esa foto. Le encantaba su sonrisa. Era la foto más bonita que había visto nunca, pero le dolía demasiado mirarla.
Alzó la vista hacia la lámina colgada junto a su cama, reprimiendo las lágrimas. No sabía qué había esperado de su Dante, pero sabía que no lo había conseguido. Así que, con la sabiduría que sólo se obtiene con un corazón roto, decidió que debía olvidarse de él de una vez por todas.
Se acordó de su despensa abarrotada y de la amabilidad de Antonio. Pensó en los mensajes que Paul le había dejado en el contestador, expresándole su preocupación por haberla dejado sola con El Profesor y rogándole que lo llamara sin importar la hora que fuera para decirle que estaba bien.
Fue hasta la cómoda, abrió el cajón de arriba y metió la foto dentro, con respeto pero con decisión, colocándola en la parte de atrás, bajo la lencería sexy que nunca se ponía. Y con el contraste entre los tres hombres de su vida bien presente en su mente, volvió a la cama, cerró los ojos y soñó con un huerto de manzanos abandonado.
6
El viernes, Julia encontró un documento oficial en su casillero, informándola de que el profesor Emerson había aceptado dirigir su proyecto. Estaba contemplándolo sorprendida, preguntándose qué lo habría hecho cambiar de idea, cuando Paul apareció a su espalda.
—¿Estás lista?
Ella lo saludó con una sonrisa, mientras guardaba el documento en su mochila, que había arreglado lo mejor que había podido. Salieron del edificio y echaron a andar por la calle Bloor en dirección al Starbucks que estaba a media manzana de allí.
—Quiero que me cuentes qué tal te fue con Emerson, pero antes tengo que decirte una cosa —dijo él, muy serio.
Julia lo miró con ansiedad.
—No tengas miedo, Conejito. No te va a doler —la tranquilizó, dándole unas palmaditas en el brazo.
El corazón de Paul era casi tan grande como el resto de su persona y siempre estaba atento al sufrimiento de los demás.
—Sé lo que pasó con la nota.
Ella cerró los ojos y maldijo en silencio.
—Paul, lo siento mucho. Iba a contarte que metí la pata y que escribí por el otro lado de tu nota, pero luego se me pasó. No le dije que lo habías escrito tú.
Él la agarró del brazo para interrumpirla.
—Lo sé. Se lo dije yo.
Julia lo miró, sorprendida.
—¿Por qué lo hiciste?
Mientras se hundía en las profundidades de los grandes ojos castaños del Conejito, Paul se convenció de que haría cualquier cosa por impedir que nadie le hiciera daño. Incluso si eso le costaba su carrera académica. Incluso si tenía que sacar a rastras a Emerson del Departamento de Estudios Italianos para darle en su pomposo trasero la patada que tanto se merecía.
—La señora Jenkins me contó que El Profesor te había mandado llamar y pensé que querría echarte la bronca. Encontré una copia de la nota en la pila de papeles para fotocopiar que me dejó preparada —dijo, encogiéndose de hombros—. Son los riesgos de trabajar como ayudante de un gilipollas.
Le tiró del brazo para animarla a seguir andando, pero esperó a continuar la conversación hasta después de invitarla a un enorme café con leche con vainilla y sin azúcar. Cuando Julia acabó de acomodarse como un gato en un sofá de terciopelo lila y Paul se hubo convencido de que estaba cómoda y calentita, se volvió hacia ella con expresión comprensiva.
—Sé que fue un accidente. Estabas tan nerviosa después del primer seminario... Debí acompañarte hasta la puerta. Sinceramente, Julia, nunca lo había visto actuar como ese día. A veces puede darse aires de superioridad o ser un poco susceptible, pero nunca se había comportado con tanta agresividad con una alumna. Fue incómodo para todos los que estábamos allí.
Ella bebió un sorbo de su café con leche y lo dejó hablar.
—Cuando encontré la nota entre los papeles, supe que iba a arrancarte la cabeza. Pregunté a qué hora tenías la entrevista con él y concerté cita antes. Le confesé que lo había escrito yo y traté de hacerle creer que había escrito también tu parte, pero eso ya no se lo creyó.
—¿Hiciste todo eso por mí?
Paul sonrió y flexionó los brazos en broma.
—Trataba de ser tu escudo humano. Pensé que si se desahogaba conmigo, ya no le quedarían ganas de gritarte a ti. —La miró fijamente—. Pero no funcionó, ¿verdad?
Ella lo miró con agradecimiento.
—Nadie había hecho algo así por mí. Te debo una.
—No tiene importancia. Ojalá hubiera descargado su mal humor conmigo. ¿Qué te dijo?
Julia fingió estar muy interesada en la taza y no haber oído la pregunta.
—Vaya. ¿Tan mal fue? —preguntó Paul, frotándose la barbilla—. Bueno, al menos ahora parece que ya se le haya olvidado. Durante el último seminario ha estado educado.
A Julia se le escapó la risa.
—Sí, aunque no me ha dejado abrir la boca, ni siquiera cuando levantaba la mano. Estaba demasiado ocupado dejando que Christa Peterson respondiera a todas las preguntas.
Paul la miró con curiosidad.
—No te preocupes por ella. Tiene problemas con Emerson por un asunto relacionado con su proyecto. No le gusta cómo lo está enfocando. Él mismo me lo dijo.
—Eso es horrible. ¿Lo sabe Christa?
Paul se encogió de hombros.
—Debería saberlo, pero ¿quién sabe? Está tan obcecada en seducirlo, que su trabajo se está resintiendo. Es una vergüenza.
Julia tomó nota de esa información y la guardó en su memoria para usarla cuando la necesitara. Se echó hacia atrás en el sillón, se relajó y disfrutó del resto de la tarde con Paul, que estuvo encantador, amable y consiguió que se alegrara de haber ido a Toronto. A las cinco en punto, el estómago empezó a hacerle ruido y ella se lo agarró con ambas manos, avergonzada.
Paul se echó a reír. Julia era un encanto de criatura. Hasta cuando le sonaba el estómago era graciosa.
—¿Te gusta la comida tailandesa?
—Oh, sí. Había un sitio en Filadelfia al que iba muy a menudo con... —Se interrumpió antes de decir su nombre en voz alta.
El tailandés era el sitio adonde iba siempre con él. Se preguntó si seguiría yendo allí con la otra. Si se sentarían a su antigua mesa, riéndose de ella.
Paul carraspeó para devolverla a la realidad.
—Lo siento. —Julia agachó la cabeza y empezó a rebuscar en la mochila, sin un propósito en particular.
—Hay un tailandés genial en esta misma calle. Está a varias manzanas de aquí, así que habrá que caminar un poco, pero la comida es francamente buena. Si no tienes otros planes, deja que te invite a cenar.
Sólo se le notaba que estaba nervioso por el modo de mover el pie. Al mirarlo a los ojos, cálidos y oscuros, Julia pensó que la amabilidad era mucho más importante en la vida que la pasión y aceptó su invitación sin pensarlo más.
Él sonrió encantado y, levantando la mochila de ella del suelo, se la colgó del hombro sin ningún esfuerzo.
—Esta carga es demasiado pesada para ti —le dijo, mirándola a los ojos y eligiendo cada palabra cuidadosamente—. Deja que yo la lleve un rato.
Julia sonrió mirando al suelo y lo siguió fuera.
Emerson volvía a casa andando. Era un paseo, pero cuando hacía mal tiempo o cuando iba a salir después de clase, prefería llevar el coche.
Mientras caminaba, pensaba en la conferencia que iba a dar en
la universidad sobre la lujuria en la obra de Dante. La lujuria era un pecado sobre el que reflexionaba a menudo y con mucho placer. De hecho, pensar en ese apetito y en las mil maneras de satisfacerlo era muy tentador. Tuvo que cerrarse la gabardina para que la levemente espectacular visión de su bragueta no atrajera miradas indeseadas.
En ese momento la vio. Se detuvo para mirar a la belleza de cabello oscuro que caminaba por la otra acera.
«Calamity Julianne.»
Pero no estaba sola. Paul caminaba a su lado, llevando su abominación de mochila. Charlaban y reían y se los veía muy cómodos. Y, lo que era peor, iban peligrosamente juntos.
«¿Así que le llevas los libros? Muy adolescente por tu parte, Paul.»
Se fijó en que las manos de la pareja se rozaban al caminar y que su contacto provocaba una sonrisa en la señorita Mitchell. Él gruñó al verlo, mostrando los dientes.
«¿Qué demonios ha sido eso?», se preguntó.
Se detuvo un momento para calmarse y reflexionar. Apoyándose en el escaparate de una tienda de Louis Vuitton, trató de poner en orden sus ideas. Era un ser racional. Llevaba ropa que cubría su desnudez, conducía un coche y comía con servilleta, cuchillo y tenedor. Tenía un empleo bien remunerado que requería habilidad y agudeza intelectual. Controlaba sus instintos sexuales mediantes varios sistemas, todos ellos civilizados, y nunca se acostaría con una mujer en contra de la voluntad de ésta.
Sin embargo, al ver a la señorita Mitchell con Paul, se había dado cuenta de que también era un animal. Un ser primitivo. Salvaje. Su instinto le había gritado que se acercara a ellos, la arrancara de los brazos de Paul y se la llevara a rastras. Quería besarla hasta dejarla sin sentido, desplazar los labios hasta su cuello y reclamarla como su única pareja.
«¿Qué coño?»
Se asustó ante el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. Aparte de en un idiota y un gilipollas pomposo, se estaba convirtiendo en un neandertal. Ya sólo le faltaba apoyarse en los nudillos para caminar y empezar a jadear. ¿Qué mosca le había picado? No tenía ningún derecho a sentirse el dueño de una jovencita a la que acababa de conocer y que, por cierto, lo odiaba. Ah y que además era alumna suya.
Tenía que irse a casa, tumbarse y respirar hondo hasta calmarse
de una jodida vez. Luego iba a necesitar algo más fuerte. Mientras seguía caminando, alejándose en contra de su voluntad de la joven pareja, se sacó el iPhone del bolsillo y apretó unos cuantos botones.
Una mujer respondió al tercer timbrazo.
—¿Hola?
—Hola, soy yo. ¿Podemos vernos esta noche?
El miércoles siguiente, Julia salía del departamento tras el seminario de Emerson, cuando oyó una voz familiar a su espalda.
—¿Julia? Julia Mitchell, ¿eres tú?
Se volvió en redondo y una joven la abrazó con tanta fuerza que pensó que la iba a ahogar.
—Rachel —logró decir, mientras luchaba por respirar.
La chica, rubia y delgada, gritó de alegría y volvió a abrazarla.
—Te he echado mucho de menos. No puedo creer que llevemos tanto tiempo sin vernos. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Rachel, lo siento mucho. Siento lo de tu madre y... todo lo demás.
Las dos amigas guardaron silencio mientras se abrazaban durante un buen rato.
—Siento haberme perdido el funeral —añadió Julia, secándose las lágrimas—. ¿Cómo está tu padre?
—Se siente perdido sin ella. Todos lo estamos. Ha pedido permiso en la universidad para ausentarse temporalmente mientras se recupera. Yo también estoy de baja, pero tenía que salir de allí. ¿Por qué no me dijiste que estabas aquí? —le reprochó Rachel, con los ojos llenos de lágrimas.
Julia apartó la mirada de su amiga para dirigirla hacia el profesor Emerson, que acababa de abandonar el edificio y la estaba mirando, boqueando como un pez fuera del agua.
—No estaba segura de que fuera a quedarme. Las dos primeras semanas fueron... bueno, duras.
Rachel, que era muy inteligente, captó la extraña energía conflictiva que circulaba entre su hermano adoptivo, parado junto a ellas, y su mejor amiga, pero pensó que por el momento sería mejor obviarla.
—Le he dicho a Gabriel que esta noche le prepararé la cena. Ven a cenar con nosotros.
Julia abrió mucho los ojos. Parecía asustada.
Gabriel carraspeó.
—Rachel, estoy seguro de que la señorita Mitchell tiene otros planes.
Julia captó el mensaje que él le estaba enviando y asintió, obediente.
Pero Rachel se volvió hacia su hermano.
—¿La señorita Mitchell? Julia era mi mejor amiga en el instituto. Somos amigas desde entonces. ¿No lo sabías? —Escudriñó los ojos de su hermano y no encontró en ellos ni rastro de reconocimiento—. Oh, me había olvidado de que no habíais coincidido. No importa. Tu actitud es exagerada. Hazme el favor de sacarte el palo del culo.
Al volverse hacia Julia, Rachel vio que acababa de tragarse la lengua. O eso parecía, porque se había puesto azul y estaba tosiendo.
—Será mejor que nos veamos otro día, a la hora de comer. Seguro que el profesor... que tu hermano querrá estar a solas contigo esta noche.
Julia trató de sonreír, lo que no era fácil, con Emerson fulminándola con la mirada por encima de la cabeza de Rachel. Ésta entornó los ojos.
—Es Gabriel, Julia. ¿Qué demonios os pasa a los dos?
—Es mi alumna, Rachel. Hay reglas al respecto. —El tono de voz de él era cada vez más frío y agresivo.
—Es mi amiga, Gabriel. ¡Que les den a las reglas! —Miró a uno y a otra. Vio que Julia se estaba contemplando los zapatos y que su hermano tenía el cejo fruncido—. ¿Alguien podría explicarme qué está pasando aquí?
Al ver que ninguno de los dos respondía, se cruzó de brazos y entornó los ojos aún más. Al recordar el comentario de su amiga sobre la dureza de las dos primeras semanas de curso, llegó a una conclusión.
—Gabriel Owen Emerson, ¿te has estado comportando como un idiota con Julia?
A ésta casi se le escapó la risa y Gabriel se enfurruñó todavía más. A pesar del silencio, la reacción de ambos le indicó a Rachel que sus sospechas eran fundadas.
—Bueno, pues no tengo tiempo para estas tonterías. Vais a tener que daros un beso y hacer las paces. Sólo voy a estar aquí una semana y quiero pasar todo el tiempo posible con los dos.
Y cogiéndolos del brazo, los arrastró hacia el Jaguar.
Rachel Clark no se parecía en nada a su hermano adoptivo. Trabajaba como ayudante en la secretaría de prensa del alcalde de
Filadelfia. Sonaba importante, pero no lo era. De hecho, se pasaba casi toda la jornada revisando los periódicos locales en busca de noticias que mencionaran al alcalde, o haciendo fotocopias de los comunicados de prensa. En el mejor de los casos, se le permitía actualizar el blog de la alcaldía.
Rachel era esbelta, de rasgos delicados y pelo liso, que llevaba largo. Tenía los ojos grises y muchas pecas. Era muy espontánea, lo que muchas veces sacaba de quicio al introvertido de su hermano, que era bastante mayor que ella.
Gabriel mantuvo la boca cerrada durante el trayecto hasta su piso, mientras las dos jóvenes charlaban en el asiento de atrás, riendo y poniéndose al día como un par de adolescentes. No tenía ningunas ganas de pasar la velada con ellas, pero sabía que su hermana lo estaba pasando mal y no quería ponerle las cosas más difíciles.
Pronto, el trío, compuesto por dos personas felices y otra no tanto, subía en el ascensor del edificio Manulife, un impresionante rascacielos de lujo en la calle Bloor. Al salir del ascensor en la última planta, Julia se fijó en que sólo había cuatro puertas en cada rellano.
«¡Vaya! Estos pisos tienen que ser enormes.»
Cuando entraron detrás de Gabriel y cruzaron el vestíbulo hasta una grandiosa y diáfana sala de estar, Julia entendió por qué la sensibilidad de El Profesor se había sentido herida en su estudio. Su espacioso piso tenía cristaleras que iban del suelo al techo, cubiertas por unas impresionantes cortinas de seda de un tono de azul pálido como el hielo. Desde los ventanales se veía el lado sur de la torre CN y el lago Ontario. Los suelos eran de madera noble, oscura, adornados con alguna alfombra persa, y las paredes estaban pintadas de color visón claro.
Los muebles del salón parecían sacados del catálogo de Restoration Hardware. Destacaba un gran sofá de cuero color chocolate con remaches, con dos butacas a juego. Delante de la chimenea vio una otomana y otra butaca de terciopelo rojo de respaldo alto.
Julia se quedó mirando la butaca y la otomana con envidia. Era el lugar perfecto donde pasar una tarde lluviosa, tomándose una taza de té y leyendo su libro favorito. No ella, desde luego.
La chimenea funcionaba a gas y encima, en vez de un cuadro, Gabriel había colgado un televisor de plasma de pantalla plana. En la sala había varias obras de arte, pinturas al óleo en las paredes y alguna figura sobre el mobiliario. Tenía piezas de vidrio romano y de
cerámica griega que podrían estar en un museo y reproducciones de esculturas famosas, como la Venus de Milo o Apolo y Dafne de Bernini. La verdad era que allí había muchas esculturas, todas ellas de desnudos femeninos.
Lo que no tenía eran fotografías personales. A Julia le extrañó mucho ver que tenía fotografías en blanco y negro de París, Roma, Londres, Florencia, Venecia y Oxford, pero ninguna de los Clark, ni siquiera de Grace.
En la habitación de al lado, cerca de una mesa de comedor grande y formal, había un bufet de ébano que Julia contempló con admiración. Encima, se veía un gran jarrón de cristal, una bandeja de plata labrada con varias licoreras llenas de bebidas ambarinas, una cubitera y copas de cristal anticuadas. Unas pinzas de plata completaban la estampa. Estaban colocadas pulcramente sobre un montón de pequeñas servilletas de tela blanca con las iniciales G. O. E. bordadas. Julia se rió para sus adentros al darse cuenta de que, si el apellido de Gabriel hubiera sido, por ejemplo, Davidson en vez de Emerson, sus siglas serían G. O. D., Dios en inglés.
Resumiendo, el piso del profesor Emerson era estéticamente agradable, decorado con muy buen gusto, claramente masculino y muy, muy frío. Julia se preguntó si alguna vez llevaría mujeres a aquel lugar tan poco acogedor, aunque trató de no imaginarse lo que haría con ellas una vez allí. Tal vez tendría una habitación específica para esos asuntos, para que nadie ensuciara sus preciadas posesiones. Al pasar una mano sobre el gélido granito negro de la encimera de la cocina, se estremeció.
Rachel precalentó el horno y se lavó las manos.
—Gabriel, ¿por qué no le enseñas a Julia la casa mientras yo empiezo a preparar la cena?
Ella se abrazó a la mochila. No se atrevía a dejar un objeto tan ofensivo en ninguno de los muebles, pero Gabriel se la arrancó de las manos y la dejó en el suelo, bajo una mesita. Julia le dedicó una sonrisa de agradecimiento y él se sorprendió a sí mismo devolviéndosela.
No quería enseñarle la casa a la señorita Mitchell. Sobre todo, no quería que viera su dormitorio, ni las fotos en blanco y negro que adornaban las paredes. Pero sabía que con Rachel allí no iba a librarse tan fácilmente. Al menos tendría que enseñarle las habitaciones de invitados.
Así pues, poco después se encontraban en su estudio. Había
sido un dormitorio de invitados, pero lo había convertido en una cómoda biblioteca, con estanterías de madera oscura que iban del suelo al techo.
Julia se quedó contemplando los libros con la boca abierta. Había volúmenes nuevos y otros muy antiguos. Casi todos eran ejemplares de tapa dura. Vio títulos en latín, italiano, francés, inglés y alemán. La habitación, como el resto de la vivienda, era muy masculina. Las mismas cortinas color azul hielo, el mismo suelo de madera oscura, con una alfombra persa en el centro.
Gabriel se puso tras el gran escritorio de roble.
—¿Te gusta? —la tuteó. Sabía que Rachel no iba a permitir que le hablara de usted.
—Mucho —respondió ella—. Es preciosa.
Alargó la mano para acariciar la butaca de terciopelo rojo, era igual que la que había admirado antes en el salón, pero se detuvo justo a tiempo. A El Profesor no le gustaría que la tocara. Probablemente la reprendería por ensuciarla con sus dedos mugrientos.
—Es mi butaca favorita. Es muy cómoda. ¿Quieres probarla?
Julia sonrió como si acabara de darle un regalo y se sentó en ella con las piernas dobladas, enroscándose como un gato.
Gabriel juraría que la había oído ronronear. Sonrió al verla. Lo hizo sentirse relajado y casi feliz. En un impulso, decidió enseñarle uno de sus tesoros más preciados.
—Ven, te enseñaré una cosa —le dijo, con un gesto de la mano.
Ella se levantó en seguida y se quedó esperando al otro lado del escritorio.
Gabriel abrió un cajón y sacó dos pares de guantes blancos de algodón.
—Póntelos —le dijo, dándole un par.
Sin decir nada, ella imitó sus movimientos.
—Ésta es una de mis posesiones más valiosas —le explicó él, sacando una caja de madera de un cajón que acababa de abrir con llave.
Cuando dejó la caja sobre el escritorio, a Julia le entró miedo.
«¿Qué habrá dentro? ¿Una cabeza reducida? ¿Tal vez la cabeza reducida de una antigua alumna?»
Pero no. El profesor abrió la caja y sacó lo que parecía un libro. Al abrirlo, Julia vio que se trataba de una serie de sobres de papel unidos, formando un acordeón. Estaban etiquetados en italiano.
Rebuscó entre los sobres cuidadosamente hasta encontrar el que buscaba y entonces sacó algo de dentro, que sostuvo reverentemente sobre las palmas.
Al ver de qué se trataba, Julia ahogó una exclamación.
Gabriel sonrió orgulloso.
—¿Lo reconoces?
—¡Por supuesto! Pero... ¡no puede ser el original!
Él se echó a reír.
—Por desgracia, no. Eso no está al alcance de mi modesta fortuna. Los originales son del siglo XV. Éstas son reproducciones del XVI.
Tenía en su mano una copia de la famosa ilustración de Dante y Beatriz y el cielo de las estrellas fijas del Paraíso. El original había sido realizado por Sandro Botticelli con pluma y tinta. Era una ilustración de unos cuarenta por cincuenta centímetros. Aunque el pintor sólo había utilizado tinta, el nivel de detalle era asombroso.
—¿De dónde lo has sacado? No sabía que existieran copias.
—Pues las hay. Además, probablemente fueron hechas por un alumno de Botticelli. Y lo mejor de todo: está completo. Botticelli realizó cien ilustraciones para La Divina Comedia, pero sólo se conservan noventa y dos. En cambio, mi juego de copias está completo.
Julia abrió mucho los ojos, que le brillaban emocionados.
—¿Me tomas el pelo?
Gabriel se echó a reír.
—No.
—Fui a ver los originales cuando los expusieron en la galería de los Uffizi, en Florencia. El Vaticano tiene ocho, si no me equivoco, y el resto pertenecen a un museo de Berlín —dijo Julia.
—Exacto. Pensé que sabrías apreciarlos.
—Pero nunca he visto los ocho que faltan.
—Casi nadie los ha visto. Deja que te los enseñe.
El tiempo pasó volando mientras él le mostraba sus tesoros. Ella los estuvo admirando en silencio hasta que les llegó la voz de Rachel desde el vestíbulo.
—Gabriel, ¿quieres servirle una copa a Julia y dejar de aburrirla con tus antiguallas?
Él puso los ojos en blanco y Julia se echó a reír.
—¿De dónde las sacaste? ¿No deberían estar en un museo? —preguntó mientras lo miraba guardar las ilustraciones en sus
respectivos sobres.
Gabriel apretó los labios.
—No están en un museo porque me niego a desprenderme de ellas. Nadie sabe que las tengo. Sólo mi abogado y mi agente de seguros. Y ahora tú.
Luego apretó los dientes, como dando el tema por zanjado, por lo que Julia no insistió.
Lo más probable era que las ilustraciones hubieran sido robadas de algún museo y que él las hubiera comprado en el mercado negro. Eso explicaría su reticencia a darlas a conocer. Julia se estremeció al darse cuenta de que había visto algo que menos de media docena de personas habían visto. Eran tan hermosas que cortaban la respiración. Obras de arte.
—¿Gabriel? —insistió Rachel desde la puerta.
—Vale, vale. ¿Qué quiere beber, señorita Mitchell? —le preguntó él, saliendo del estudio y dirigiéndose al botellero climatizado que tenía en la cocina.
—¡Gabriel!
—Perdón. ¿Julianne?
Ella se sobresaltó al oír su nombre completo en su boca.
Al notar la extraña reacción de su amiga, Rachel desapareció en un pequeño anexo que servía como despensa.
—Cualquier cosa estará bien, profe... Gabriel —respondió Julia, cerrando los ojos para disfrutar del placer de poder decir por fin su nombre en voz alta. Luego se sentó en uno de los elegantes taburetes de la barra de desayuno.
Él se decidió por una botella de chianti y la dejó sobre la encimera.
—La dejaré fuera un rato para que se ponga a temperatura ambiente —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
Y, tras excusarse, desapareció, probablemente para cambiarse de ropa y ponerse más cómodo.
—Julia —susurró Rachel, dejando un montón de verduras a un lado del fregadero doble—. ¿Puede saberse qué pasa entre Gabriel y tú?
—Vas a tener que preguntárselo a él.
—No te preocupes, pienso hacerlo. Pero ¿por qué se comporta de un modo tan raro? ¿Y por qué no le dijiste quién eras?
—Pensé que me reconocería —admitió ella, que parecía a punto de echarse a llorar—, pero no me recuerda —añadió, con voz
temblorosa y la mirada fija en su regazo.
Rachel, sorprendida tanto por sus palabras como por su respuesta tan emocional, se acercó para abrazarla.
—No te preocupes. Ahora estoy yo aquí y me ocuparé de él. En algún lugar, debajo de la ropa, tiene corazón. Se lo vi una vez. Pero ahora ayúdame a limpiar las verduras. El cordero ya está en el horno.
Cuando Gabriel regresó, abrió el vino sonriendo para sus adentros. Iba a pasar un buen rato. Sabía qué aspecto tenía Julianne cuando probaba el vino e iba a tener una sesión privada de su erótica representación de la otra noche. Sintió un tirón involuntario en alguna parte de su cuerpo y deseó haber colocado alguna cámara secreta de vídeo en el apartamento. No creía que fuera buena idea sacar la máquina y empezar a hacerle fotos.
Le mostró la botella, satisfecho al ver la expresión de aprobación que le iluminó la cara al leer la etiqueta. Había comprado una botella de esa cosecha de la Toscana y habría sido una lástima malgastarla en alguien que no supiera apreciarla. Le sirvió un poco de vino en la copa y se echó hacia atrás, observándola y esforzándose para no sonreír.
Igual que la otra vez, Julia hizo girar el líquido lentamente y lo examinó a la luz halógena. Cerró los ojos y aspiró su aroma. Luego acercó sus tentadores labios al borde de la copa y probó el vino con delectación, manteniéndolo en la boca unos instantes antes de bebérselo.
Gabriel suspiró mientras miraba cómo el chianti viajaba por su larga y elegante garganta.
Cuando abrió los ojos, Julia se encontró a Gabriel tambaleándose ligeramente delante de ella. Sus ojos azules se habían oscurecido y tenía la respiración alterada. La parte delantera de sus pantalones gris marengo... Julia frunció el cejo.
—¿Te encuentras bien?
Pasándose una mano por la cara, él se obligó a calmarse.
—Sí, lo siento. —Tras llenarle la copa, se sirvió también y empezó a disfrutar del vino, sin dejar de mirarla por encima del borde de cristal.
—Debes de estar muerto de hambre, Gabriel —comentó Rachel por encima del hombro, mientras removía la salsa que estaba preparando—. Y sé que te conviertes en una bestia salvaje cuando tienes hambre.
—¿Qué vamos a tomar con el cordero? —preguntó él,
observando a Julia como si fuera un halcón, mientras ella se llevaba la copa a los labios una vez más.
Rachel dejó una caja sobre la barra.
—¡Cuscús!
Julia se atragantó y escupió de golpe todo el vino que tenía en la boca, empapando a Gabriel y su camisa blanca. Al ver lo que había hecho, se asustó y soltó la copa, que se rompió en mil pedazos al chocar contra la base del taburete, manchándola a ella y manchando el suelo de madera noble.
Gabriel se limpió la cara y la camisa mientras maldecía en voz alta. Muy alta. Julia se bajó del taburete, se arrodilló y empezó a recoger los trozos de cristal roto.
—Déjalo —dijo él suavemente, mirándola desde el otro lado de la barra.
Pero ella siguió recogiendo, con lágrimas en los ojos.
—¡Que lo dejes! —repitió él más fuerte, rodeando la barra.
Julia se pasó los trozos de cristal de una mano a otra y siguió con su tarea. Parecía un cachorro arrastrándose patéticamente por el suelo con una pata herida.
—¡Para! ¡Por el amor de Dios, mujer, para! Te vas a cortar. —Gabriel se alzaba ante ella amenazadoramente y su enfado descendía desde las alturas como la ira de Dios.
Agarrándola por los hombros, la levantó y la obligó a soltar los trozos de cristal en un cuenco que había sobre la barra, antes de conducirla hasta el cuarto de baño de invitados.
—Siéntate —le ordenó.
Ella se sentó en la taza del váter y sollozó en silencio.
—Enséñame las manos.
Entre las manchas de vino, Gabriel distinguió algunas gotas de sangre y alguna esquirla de cristal clavada en la palma. Maldijo varias veces negando con la cabeza mientras abría el botiquín.
—No se te da muy bien escuchar, ¿no?
Julia parpadeó, lamentando no poder secarse las lágrimas de las mejillas con las manos.
—Y tampoco obedecer —añadió, mirando por encima del hombro.
Lo que vio lo hizo detenerse en seco.
Si más tarde alguien le hubiera preguntado por qué lo hizo, se habría encogido de hombros y no habría sabido qué responder. Pero cuando se detuvo y miró con atención a la criatura allí encogida,
llorando, sintió algo. Algo que no era irritación, ni enfado, ni culpa ni lujuria. Sintió compasión. Y se arrepintió de haberla hecho llorar.
Inclinándose hacia ella, le secó las lágrimas con los dedos con delicadeza. En cuanto la rozó, notó un estremecimiento y la sensación de que su piel le resultaba familiar. Cuando le hubo secado las lágrimas, le sujetó la cara entre las manos y se la levantó hacia él. Pero al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se apartó rápidamente y empezó a limpiarle las heridas.
—Gracias —murmuró Julia, agradeciéndole el cuidado con que estaba retirando los trocitos de cristal. Usaba unas pinzas y no dejaba ni un milímetro de piel sin examinar.
—No se merecen.
Cuando se dio por satisfecho con el resultado, echó yodo en una borra de algodón.
—Esto te va a doler un poco.
Vio que ella se preparaba y se encogió por dentro. No le apetecía nada hacerle daño. Era tan suave y frágil. Tardó un minuto y medio en armarse de valor para aplicarle el desinfectante en los cortes. Durante todo ese tiempo, Julia permaneció inmóvil, mirándolo con los ojos muy abiertos y mordiéndose el labio, esperando a que se decidiera de una vez.
—Ya está —dijo él malhumorado, limpiándole los últimos restos de sangre—. Curada.
—Siento haber roto la copa. Sé que era de cristal.
Su suave voz interrumpió sus pensamientos mientras guardaba las cosas en el botiquín.
Él hizo un gesto con la mano, quitándole importancia.
—Tengo varias docenas. Hay una tienda debajo de casa donde las venden. Si necesito otra, la iré a buscar.
—Me gustaría reponerla.
—No podrías permitírtelo.
Las palabras salieron de su boca antes de darse cuenta de lo que estaba diciendo. Al ver que Julia se ruborizaba y luego palidecía, se horrorizó. Había vuelto a agachar la cabeza, por supuesto, y se estaba mordiendo la mejilla.
—Señorita Mitchell, nunca se me ocurriría cobrarle la copa. Va en contra de todas las leyes de la hospitalidad.
«Y eso sería intolerable», pensó ella con ironía.
—Pero también te he manchado la camisa. Deja que pague la tintorería al menos.
Gabriel bajó la vista hacia su preciosa, pero obviamente estropeada camisa y maldijo en silencio. Le gustaba aquella camisa. Paulina se la había traído de Londres. La mancha de la saliva de Julia mezclada con el chianti no iba a desaparecer nunca.
—Tengo varias camisas iguales —mintió—. Además, seguro que la mancha saldrá fácilmente. Rachel me ayudará.
Julia se mordió el labio inferior una vez más.
Gabriel sintió que le daba vueltas la cabeza, pero sus labios eran tan rojos y tentadores que no pudo apartar la vista. Era una sensación comparable a estar presenciando un accidente de coche desde la cubierta de un barco.
Inclinándose hacia ella, le dio unas palmaditas en el dorso de la mano.
—Los accidentes son inevitables. No son culpa de nadie —dijo para tranquilizarla.
Julia dejó de morderse el labio y lo recompensó con una sonrisa.
«La amabilidad la hace florecer. Es como una rosa que abre los pétalos.»
—¿Se encuentra bien? —preguntó Rachel a su espalda.
Gabriel retiró la mano apresuradamente y suspiró.
—Sí, aunque me temo que Julianne odia el cuscús.
Y, tras decirlo, le guiñó un ojo a Julia y disfrutó viendo cómo el rubor se extendía desde sus mejillas por su piel de porcelana. En verdad era un ángel de ojos castaños.
—No pasa nada. Prepararé arroz pilaf —dijo Rachel, que salió del cuarto de baño seguida por Gabriel.
Julia se quedó donde estaba, tratando de impedir que el corazón se le saliera del pecho.
Mientras Rachel guardaba el cuscús en la nevera, Gabriel fue a cambiarse al dormitorio. Se quitó la camisa manchada y, muy a su pesar, la tiró a la basura. Al volver a la cocina, acabó de recoger los cristales y el vino del suelo.
—Hay un par de cosas que deberías saber sobre Julia —dijo Rachel por encima del hombro.
Él echó los trozos de cristal a la basura.
—Preferiría no oírlas.
—Pero ¡por favor! ¿Qué te pasa? Es mi amiga.
—Pero también es mi alumna. No debería saber nada de su vida privada. Que sea tu amiga ya resulta bastante problemático.
Su hemana irguió la espalda y negó con la cabeza. Sus ojos
grises se oscurecieron al decirle:
—¿Sabes qué?, no me importa. La quiero mucho y mamá también la quería. Será mejor que lo recuerdes la próxima vez que sientas tentaciones de gritarle.
Al cabo de unos momentos, continuó:
—Lo ha pasado muy mal, idiota. Por eso se ha mantenido a distancia este año. Y ahora que por fin empieza a salir de su caparazón, un caparazón que yo pensaba que no abandonaría nunca, tú con tu arrogancia y tu condescendencia la empujas a volver a ocultarse. Así que deja de actuar como un estirado inglés y trátala como se merece. No eres ni el señor Rochester, ni el señor Darcy ni Heathcliff, por el amor de Dios. ¡Compórtate o volveré a Canadá y te meteré un taco por el culo!
Gabriel enderezó la espalda y la fulminó con la mirada.
—Espero que te refieras a una tortilla de maíz.
Rachel no se amilanó. De hecho, se irguió aún más. Tenía un aspecto casi amenazador.
—De acuerdo —se rindió él.
—Bien. Por otra parte, me cuesta creer que no reconocieras su nombre después de la cantidad de veces que te he hablado de lo mucho que le gusta Dante. ¿A cuántas entusiastas de Dante de Selinsgrove conoces?
Gabriel se inclinó hacia su hermana y le dio un beso en la frente enfurruñada.
—No seas tan dura conmigo, Rach. Trato de no pensar en nada relacionado con Selinsgrove si puedo evitarlo.
El enfado de ella desapareció al oírlo.
—Lo sé —dijo, abrazándolo con fuerza.
Unas cuantas horas y otra botella de chianti más tarde, Julia se dispuso a irse.
—Gracias por la cena. Tendría que volver a casa.
—Te llevaremos —dijo Rachel, levantándose para ir a buscar los abrigos.
Gabriel frunció el cejo, pero siguió a su hermana.
—No hace falta. No está lejos, puedo ir andando —dijo Julia desde la cocina.
—Ni hablar. Es de noche y no me importa lo seguro que sea Toronto. Además, está lloviendo —replicó Rachel antes de empezar a discutir con su hermano.
Julia se alejó para no oír a Gabriel diciendo que no quería acompañarla. Pero los hermanos reaparecieron en seguida y los tres salieron al rellano. Cuando el ascensor estaba llegando, el móvil de Rachel empezó a sonar.
—Es Aaron —informó ella, abrazando a su amiga para despedirse—. Llevo todo el día intentando hablar con él, pero ha estado de reuniones. No te preocupes, hermano mayor, tengo llave.
Y volvió a entrar en el piso, dejando a una incómoda Julia con un Gabriel enfurruñado en el ascensor.
—¿Pensabas contarme quién eras alguna vez? —preguntó él en tono ligeramente acusatorio.
Ella negó con la cabeza y se abrazó con fuerza a su ridícula mochila.
Gabriel le echó un vistazo y decidió que aquella bolsa tenía los días contados. Si volvía a verla, perdería los nervios. Además, Paul la había tocado, lo que significaba que estaba contaminada. Julia iba a tener que tirarla.
La guió hasta su plaza de aparcamiento y ella se dirigió a la puerta del acompañante del Jaguar. Pero entonces Gabriel apretó el botón de un mando a distancia y un Range Rover que tenían al lado hizo un ruido agudo.
—Vamos a usar éste. La tracción en las cuatro ruedas es más segura cuando llueve. No me gusta usar el Jaguar con el suelo mojado si puedo evitarlo.
Ella trató de disimular su sorpresa al ver lo incómodo que parecía. Era como si se avergonzara de su riqueza. Cuando le abrió la puerta y la ayudó a subir, Julia se preguntó si habría notado la conexión entre ellos al tocarle el brazo.
Por supuesto, la había notado.
—Has dejado que me comportara como un auténtico imbécil —protestó él, frunciendo el cejo mientras salían del garaje.
«No has necesitado mi ayuda. Lo has hecho estupendamente tú solito.» Las palabras no pronunciadas quedaron suspendidas entre ellos. Julia se preguntó si El Profesor sería capaz de leer la mente.
—Si lo hubiera sabido, te habría tratado de otra manera. Te habría tratado mejor.
—¿Ah, sí? ¿De verdad? ¿Y qué habrías hecho? ¿Hacerle pagar tu mal humor a otro alumno? En ese caso, me alegro de que no lo supieras.
Gabriel la miró con frialdad.
—Esto no cambia nada. Me alegro de que seas amiga de Rachel, pero sigues siendo mi alumna y hemos de mantener nuestra relación a un nivel profesional, señorita Mitchell. Será mejor que tengas cuidado con cómo te diriges a mí, ahora y en el futuro.
—Sí, profesor.
Gabriel buscó algún rastro de sarcasmo en su voz, pero no lo encontró. Tenía los hombros encorvados y la cabeza gacha. Su pequeña rosa se había marchitado. Y él era el único responsable.
«¿Tu pequeña rosa? ¡Maldita sea, Emerson! ¿En qué estás pensando?»
—Rachel está muy contenta de tenerte aquí. ¿Sabías que estuvo prometida?
—¿Estuvo? ¿Ya no lo está?
—Aaron Webster le pidió que se casara con él y ella aceptó, pero eso fue antes de que Grace... —Gabriel respiró hondo—. A Rachel no le apetece preparar la boda ahora y canceló el compromiso. Por eso está aquí.
—Oh, no, lo siento mucho. Pobre Rachel. —Julia suspiró—. Y pobre Aaron. Yo lo apreciaba mucho.
Gabriel frunció el cejo.
—Aún están juntos. Aaron la quiere, es obvio, y entiende que Rachel necesita tiempo. Cuando las cosas se ponían feas en casa, ella siempre venía a verme para escapar de las peleas. Lo que no deja de ser curioso, porque yo era la oveja negra y Rachel la favorita.
Julia asintió como si lo comprendiera.
—Tengo un problema de carácter, señorita Mitchell. Me cuesta controlar la ira. Cuando pierdo el control, puedo ser muy destructivo.
Ella abrió mucho los ojos ante su confesión y separó los labios como si fuera a hablar, pero no dijo nada.
—Sería... desaconsejable que perdiera los papeles cerca de alguien como tú. Sería muy doloroso para ambos —siguió diciendo él.
Sus palabras sonaban tan sinceras y aterradoras que a Julia se le quedaron grabadas a fuego.
—La ira es uno de los siete pecados capitales —comentó, volviendo la cabeza para mirar por la ventanilla, tratando de calmar el ardor que sentía en el vientre.
Él se echó a reír con amargura.
—Curiosamente, poseo los siete. No te molestes en contarlos: orgullo, envidia, ira, pereza, avaricia, gula, lujuria.
Ella alzó una ceja, pero no se volvió a mirarlo.
—Lo dudo.
—No espero que lo entiendas. Tú sólo eres un imán para los percances, señorita Mitchell, pero yo soy un imán para el pecado.
Esta vez sí se volvió hacia él, que le dedicó una mirada resignada; ella respondió con otra compasiva.
—El pecado no se siente atraído por un ser humano en concreto, profesor. Es más bien al revés.
—No según mi experiencia. A mí el pecado me encuentra siempre, aunque no lo busque. Eso sí, reconozco que no se me da bien resistirme a la tentación. —La miró brevemente a los ojos antes de volver a fijarse en la conducción—. Tu amistad con Rachel explica por qué enviaste gardenias. Y cómo firmaste la tarjeta como lo hiciste.
—Siento lo de Grace. Yo también la quería.
Gabriel la miró de nuevo. En los ojos de Julia, grandes y amables, vio indicios de tristeza y de una pérdida irreparable.
—Sí, ahora me doy cuenta.
—¿Tienes radio por satélite? —preguntó ella, cuando él encendió el aparato y apretó uno de los botones de presintonización.
—Sí, suelo escuchar alguna emisora de las que ponen jazz, pero depende de mi estado de ánimo.
Julia alargó la mano hacia la radio, pero la retiró sin atreverse a tocarla.
Gabriel sonrió al darse cuenta. Recordó cómo había ronroneado cuando le dio permiso para sentarse en su butaca favorita. Quería volver a oírla de nuevo.
—Adelante. Elige lo que quieras.
Julia fue tocando botones, sonriendo al comprobar qué emisoras había presintonizado él. No le extrañó encontrar la CBS francesa ni las noticias de la BBC, pero sí la sorprendió una llamada Nine Inch Nails.
—¿Hay una emisora que sólo emite sus canciones? —preguntó ella, incrédula.
—Sí —respondió Gabriel, revolviéndose inquieto en el asiento, como si hubiera descubierto un secreto embarazoso.
—¿Y te gustan?
—Según de qué humor estoy.
Julia apretó el botón de una de las emisoras de jazz.
Gabriel presintió más que vio su visceral rechazo. No lo entendió, pero pensó que sería mejor no insistir en ello.
Julia odiaba a los Nine Inch Nails. Si empezaban a sonar en la radio, cambiaba de emisora. Si en algún sitio ponían una canción
suya, salía de la habitación, o del edificio si hacía falta. El sonido de su música, pero sobre todo la voz de Trent Reznor, la aterrorizaban, aunque nunca le había contado a nadie por qué.
La primera vez que los escuchó fue en un club, en Filadelfia. Había estado bailando con él, y él se había estado restregando contra ella. Al principio no le dio importancia, porque ya estaba acostumbrada. Siempre lo hacía, pero cuando cambió la música y empezó a sonar aquella canción, Julia empezó a sentirse incómoda. Supuso que tendría algo que ver con la extraña secuencia de notas del principio, pero luego empeoró con aquella voz, la letra sobre follar como un animal y la mirada de él mientras apoyaba la frente en la suya y le susurraba aquellas palabras, que se le clavaron en el alma.
Fueran cuales fuesen las creencias religiosas de Julia y sus oraciones medio en broma a los dioses menores, en ese momento tuvo la certeza de estar oyendo la voz del diablo. Sintió que Lucifer la rodeaba con sus brazos y le susurraba aquellas palabras. Y se asustó mucho.
Julia se había separado de él bruscamente y se había refugiado en el lavabo de mujeres. Mientras miraba a la chica pálida y temblorosa que le devolvía la mirada desde el espejo, se preguntó qué demonios le había pasado. No sabía por qué él le había hablado así, ni por qué había elegido ese preciso momento para hacerlo, pero estaba segura de que no se había tratado sólo de la letra de una canción. Ésta había sido un medio para confesarle sus intenciones y deseos más oscuros.
Julia no quería que la follaran como a un animal. Quería ser amada. Habría renegado del sexo para siempre si pensara que con ello lograría el tipo de amor del que se nutrían los poemas y los mitos. Ése era el tipo de sentimiento que deseaba desesperadamente, aunque en el fondo no se creía merecedora de él. Quería ser la musa de alguien. Quería ser venerada y adorada en cuerpo y alma. Quería ser la Beatriz de un Dante apuesto y noble y habitar con él para siempre en el Paraíso. Quería vivir una vida que rivalizara con la belleza de las ilustraciones de Botticelli.
Ésa era la causa de que, a los veintitrés años, Julia Mitchell siguiera siendo virgen y de que guardara en el cajón de la ropa interior la fotografía del hombre que había puesto el listón tan alto que ninguno de los que había habido después había podido alcanzarlo. Durante los últimos seis años, había dormido con su foto debajo de la almohada. Ningún otro hombre había estado nunca a su altura. Ningún
otro había despertado en ella los sentimientos de amor y devoción que él le había inspirado. Su relación se basaba en una única noche, una noche que Julia revivía en sus recuerdos una y otra vez.


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